No te conozco. No tengo tu nombre ni tu rostro, ni el timbre
de tu voz. No sé tu equipo de futbol ni qué era lo que realmente querías
estudiar y no pudiste. No sé si para ganarte la vida tienes que levantarte a
esas horas en que el grueso de la ciudad aún duerme, si soportas el frío y la
soledad de una madrugada tan idénticamente gris a cualquier otra, si eres uno
más de los rostros tristes y adormilados que se apilan en los vagones de ese
metro imposible, o si por el contrario viajas cómodamente a un trabajo con ese salario
que te permite las mieles del lujo y el status. No sé si para ganarte unos
cuantas monedas tienes que arremeter contra el vecino de la colonia jodida de
junto, con esa pistola en la mano aunque sin balas, porque no te alcanza para
pagarlas, no sé si eres aquella mujer que barre paso a paso las calles de la
ciudad, si tienes que instalar tu puestito en la esquina cada mañana o si en
esas mañanas vistes un traje elegante cortado a tu medida. No sé nada de ti,
bueno, casi nada.
Anoche me fui con eso a la cama, con eso y con la aprobación
de la reforma educativa que los diputados pactaron y urdieron como cucarachas,
en otra madrugada y otro madruguete, otra vez, hijos de la gran puta. Me fui a
pensar en marchas tan sufridas como inútiles, en este país único en el mundo en
el que pueden salir hasta dos millones de personas a reclamar la injusticia y
nada sucede. Hoy desperté dándole vueltas al asunto, mientras corría con la
taza de café frío y el cigarrillo en ayunas a ver en las pocas noticias fiables
las huellas de la batalla de ayer, las listas de detenciones arbitrarias, los
ahora habituales grupos de choque infiltrados en las marchas, y los miles y
miles de maestros y civiles que una vez más hicieron valer su derecho a tomar
las calles y gritar las verdades de este triste paisito triste.
Tampoco sé si tienes alguna convicción política, si
prefieres la prensa de la nota roja porque sientes que habla de ti y de tu
cotidianidad, si crees que las palabras neoliberalismo, privatización o
inversión privada pertenecen al reino de los que sí estudiaron, esos de
corbatita y zapatito de tacón. No sé si eres de los que luchan y rabian ante
tanta frustración, ante tanta mierda que corre por todos los niveles de
gobierno, por ministerios públicos y secretarías, por cada espacio en el que un
individuo puede sacar ventaja a costa de los otros. No sé si eres de los que
callan y prefieren volver la mirada hacia otro lado, de esos que han aprendido
que la mayor indignación que se pueden permitir es la que nace de la gentuza
apiñada que les impide circular en su vehículo. No sé si eres de los que se
aferran a la indiferencia y al egoísmo para huir de la barbarie: si no me entero
no sucedió.
En fin, que de ti lo desconozco todo, o casi
todo, porque sé la única cosa fundamental que a ti y a mí nos hace iguales:
ambos, tú y yo y otros cien millones que vivimos en este país, somos
simplemente nada. Sí, para el puñado de criminales que tienen las riendas del
poder, tú y yo no somos más que una infinitesimal mota de estiércol, y tus anhelos
y necesidades y sufrimientos y reclamos, tu voz, no existen, porque nada les
importan. Entonces salgo a la calle a buscarte; te reconozco en el viejo de
ropa astrosa que con pesadumbre observa la foto en el periódico de los granaderos imponiendo la
ley del garrote y también en la elegante señora que pasea su perrito de lujo,
tan sonriente ella, tan tranquila ella. Y comprendo que sé además la única cosa
que en verdad nos hace diferentes: que mientras uno vive en el apocalíptico país
de las últimas cosas, otro encuentra el reposo de su alma con el noticiero de
las diez. Envidiable felicidad la que da la indiferencia.