martes, 3 de septiembre de 2013

apocalípticos e integrados

No te conozco. No tengo tu nombre ni tu rostro, ni el timbre de tu voz. No sé tu equipo de futbol ni qué era lo que realmente querías estudiar y no pudiste. No sé si para ganarte la vida tienes que levantarte a esas horas en que el grueso de la ciudad aún duerme, si soportas el frío y la soledad de una madrugada tan idénticamente gris a cualquier otra, si eres uno más de los rostros tristes y adormilados que se apilan en los vagones de ese metro imposible, o si por el contrario viajas cómodamente a un trabajo con ese salario que te permite las mieles del lujo y el status. No sé si para ganarte unos cuantas monedas tienes que arremeter contra el vecino de la colonia jodida de junto, con esa pistola en la mano aunque sin balas, porque no te alcanza para pagarlas, no sé si eres aquella mujer que barre paso a paso las calles de la ciudad, si tienes que instalar tu puestito en la esquina cada mañana o si en esas mañanas vistes un traje elegante cortado a tu medida. No sé nada de ti, bueno, casi nada.


Anoche me fui con eso a la cama, con eso y con la aprobación de la reforma educativa que los diputados pactaron y urdieron como cucarachas, en otra madrugada y otro madruguete, otra vez, hijos de la gran puta. Me fui a pensar en marchas tan sufridas como inútiles, en este país único en el mundo en el que pueden salir hasta dos millones de personas a reclamar la injusticia y nada sucede. Hoy desperté dándole vueltas al asunto, mientras corría con la taza de café frío y el cigarrillo en ayunas a ver en las pocas noticias fiables las huellas de la batalla de ayer, las listas de detenciones arbitrarias, los ahora habituales grupos de choque infiltrados en las marchas, y los miles y miles de maestros y civiles que una vez más hicieron valer su derecho a tomar las calles y gritar las verdades de este triste paisito triste.


Tampoco sé si tienes alguna convicción política, si prefieres la prensa de la nota roja porque sientes que habla de ti y de tu cotidianidad, si crees que las palabras neoliberalismo, privatización o inversión privada pertenecen al reino de los que sí estudiaron, esos de corbatita y zapatito de tacón. No sé si eres de los que luchan y rabian ante tanta frustración, ante tanta mierda que corre por todos los niveles de gobierno, por ministerios públicos y secretarías, por cada espacio en el que un individuo puede sacar ventaja a costa de los otros. No sé si eres de los que callan y prefieren volver la mirada hacia otro lado, de esos que han aprendido que la mayor indignación que se pueden permitir es la que nace de la gentuza apiñada que les impide circular en su vehículo. No sé si eres de los que se aferran a la indiferencia y al egoísmo para huir de la barbarie: si no me entero no sucedió.       
En fin, que de ti lo desconozco todo, o casi todo, porque sé la única cosa fundamental que a ti y a mí nos hace iguales: ambos, tú y yo y otros cien millones que vivimos en este país, somos simplemente nada. Sí, para el puñado de criminales que tienen las riendas del poder, tú y yo no somos más que una infinitesimal mota de estiércol, y tus anhelos y necesidades y sufrimientos y reclamos, tu voz, no existen, porque nada les importan. Entonces salgo a la calle a buscarte; te reconozco en el viejo de ropa astrosa que con pesadumbre observa la foto en el periódico de los granaderos imponiendo la ley del garrote y también en la elegante señora que pasea su perrito de lujo, tan sonriente ella, tan tranquila ella. Y comprendo que sé además la única cosa que en verdad nos hace diferentes: que mientras uno vive en el apocalíptico país de las últimas cosas, otro encuentra el reposo de su alma con el noticiero de las diez. Envidiable felicidad la que da la indiferencia.