domingo, 26 de septiembre de 2010

sin nada que decir

Carajo, lo mucho que me gustaría tener algo que escribir, alguna idea medianamente jocosa que me tirara de la mano y me sacara dos líneas por lo menos bien articuladas, pero no la hay, y el post 50 sigue esperando. Entre la bulla de los días pasados quería contar cómo la banda se tomaba las calles el 14 de septiembre, danzando con sus chavitos del brazo en medio de los vendedores ambulantes de Madero, tan sólo para que los chamacos contemplaran el alumbrado del zócalo, de ese zócalo que les estaría prohibido al día siguiente. Disfruté tanto esa tarde, despachando unos esquites y deambulando entre el leperaje que ha resistido cien y doscientos años y más, con el orgullo de ser de los de a pie, de los que tampoco entrarían a la plaza, y con mi propio ñamñito que contemplaba admirado tanto foquito, que al final no pude traducirlo a palabras. 
Después se vino una celebración mítica, los cien años de la madre de este país, la bella Universidad Nacional Autónoma de México, y el gozo y el orgullo me abrumaron hasta pensar que no había más que anotar que la UNAM es un amor para toda la vida, como lo siente cualquiera que haya pasado por ahí.
Y hoy, cansado de tantas horas iguales frente a la máquina, sólo espero ver salir el sol, que a pasos lentos se viene insinuando en este cielo parduzco, sin tener nada que decir. Es este el momento en que queda en la cajetilla el último cigarrillo, en que ya no tiene caso pensar en la siguiente taza de café, cuando se está molido, con la espalda partida y el estómago destrozado y los miembros entumecidos por el frío y la monotonía, pero con la fatiga que se disuelve en un extraño sentimiento de satisfacción por haber avanzado un par de pasos en la batalla de la tesis. Comienza a clarear, en el mundo despiertan despacio los sonidos de la vida cotidiana y las sombras, que me acompañaron la jornada entera, por fin se largan a dormir. 
Arde la braza en la punta de este último sobreviviente. Es el principio del fin y yo no he dado con algo que justifique un post. Sólo tengo una idea en la cabeza, la de que esperan muchas noches como ésta, de letras cansadas y sabor metálico en la boca, y no se si podré  soportarlo. Tengo miedo, demasiado; tengo la voz de mi asesora preguntando ¿sabes lo que es trabajar bajo presión?, pero también tengo la sonrisa que le he arrancado con la noticia a un puñado de seres imprescindibles. Por más increíble que resulte, cuando no había para donde tirar, se ha presentado un nuevo anzuelo para la curiosidad: un doctorado. Quien lo diría.
Me rindo, el post 50 se irá sin nada que decir. Ya debe haber una tiendita abierta y se me ocurre un café. Sale el sol.     

lunes, 6 de septiembre de 2010

matando la tarde con un tal Pérez

En este mundo hay dos tipos de personas: los que pueden darse el lujo de pronunciar la frase "en este mundo hay dos tipos de personas" sin correr el riesgo de quedar como verdaderos estúpidos, y los que están condenados a todo lo contrario. Para variar me encuentro en el tipo b, por eso nunca uso tan buena frase más allá de la ironía, porque respeto mucho a los del tipo a. Para ser del tipo a se debe ser gente muy bragada, muy bien puesta en el oficio de conocer a los hombres, y de preferencia tener el semblante, el poncho y el sombrero de Clint Eatswood en el bueno, el malo y el feo. Si usted no cuenta con esto y se atreve a decir esa frase, resígnese a quedar como un simple y vulgar pelotudo pajaronalgón.
El caso es que creo que en este mundo no hay dos, sino tres tipos de personas: los iluminados que se precian de saber de literatura -incluso a veces en realidad saben- y desfilan exhibiendo su escandaloso plumaje por la vida; los que no han olvidado que ante todo la lectura y el disfrute de la literatura es la actividad lúdica por antonomasia; y los que viven bien sin pensar en cuestiones tan imbéciles como ésta. Entre la gente de los tres tipos que conozco, creo que sólo una vez le he escuchado decir a alguien que disfrutaba con una novela de Pérez-Reverte. Pareciera ser que las divinas garzas ilustradas consideraran las novelas de este flaco como un objeto menor, sin arte, literatura muy alfaguara -aunque pudieran ser lectores de closet de este autor- y por ello indigna de sus profundas cavilaciones, lo que al Reverte, me gusta imaginar, debe llenarle de tranquilidad. Supongo que los y las que viven sin llenarse de pajas sobre libros, difícilmente les importará de qué hablo, pero apuesto que si les contara alguna de sus tramas les encantaría. En cambio, a los que son lectores por el puro gusto nomás, pa darle hilacha al vuelo de la imaginación, las novelas del Arturo tal constituyen siempre un placer, como una buena tarde de tragos, un gol del triunfo o alguna vaina por el estilo.
Al tal Pérez se le da lo más de bien el difícil arte de contar historias, y se las sabe de  piratas, libreros, ajedrecistas, coleccionistas de arte o espadachines de la vieja guardia. Por eso da gusto leerlo, porque el tipo no ha olvidado el valor que tiene una buena historia y la gracia que es necesaria pa contarla, con el ritmo y el tono idóneo, imprimiéndole a la mujer misteriosa el cabello más hermoso, el sonido seco a los golpes en las peleas de tugurio y la belleza a los cuentos de fracaso. Así que en medio de esta tarde, en que le di de palos a una tesis que jamás terminará por ser decente, me rendí y acudí a husmear consuelo en las cajas. En una de Ariel encontré "La carta esférica", que quise leer desde hace años y que olvidé cuándo compré. De un manotazo me espanté el bicho del remordimiento de "perder" el tiempo en "novelitas" y me tiré a fondo, como en los viejos buenos tiempos, con nescafé frío y cigarrito, a encontrarme con este flaco al que tenía rato de no visitar. Claro, como suele suceder con este buen conversador, y con un escucha que viene pensando mucho en viajes fallidos y corazones ligeros de equipaje, bastó que me contara un par de líneas de la historia de un marinero condenado a tierra, para que me sintiese de nuevo en casa, en una casa.

Entonces él todavía miraba determinadas cosas desde lejos, o desde afuera [...] Pero ahora con la certeza, más próxima al alivio que a la decepción, de que ninguna de aquellas inquietantes maravillas le estaba destinada. En su caso, saberse fuera del circuito, conocer la ausencia de su nombre en la lista de los Reyes Magos, lo tranquilizaba. Era bueno no esperar nada de la gente, y que la bolsa de viaje fuese lo bastante ligera como para echársela al hombro y caminar hasta el puerto más próximo sin lamentar lo que se dejaba atrás. Bienvenidos a bordo.          

domingo, 5 de septiembre de 2010

pequeña noche de inmensa luz

Es una noche linda, relinda, con la lluvia vuelta gotas que brincan aquí y allá, una luz que brinda refugio y esta mesita casi a la intemperie. Es una noche alegre aunque no hay nadie que ría; no hay nadie, y a la vez están los que siempre están. Me siento bobo porque el cariño se me sale por los poros, y entonces es como si alrededor de esta mesita de madrugada estuvieran las personas que quiero tanto. Miro a la bella Nata sonreirme y me hundo en la bondad de esos ojitos cálidos y tiernos. Como te quiero vieja, como te siento tan cerca, tanto que casi puedo pasear los dedos por las arruguitas de esas manos que siempre besé. Gracias por venir, mi corazón. Mira, están mis amigos, los que se han bancado muchas tardes de café y muchas jornadas menos afortunadas, como los grandes, aguantando siempre la rabia y la tristeza, siempre colocando la mano en el hombro y celebrando las risas y los silencios. A ellos vieja, sin mentirte, les debo la vida. 
Todos te echamos de menos, los que conociste y los que, por las prisas del viaje, no pude darme el gusto de presentarte, pero que han escuchado tanto de lo bella que eres que te quieren igual. A ella le conoces de siempre, porque nuestra amistad es vieja y fuerte como los árboles de grandes sombras. A ella le dijiste que niña tan linda cuando le conociste, y mira, ellos son mis carnales, unos chairos que me encontré en Tlacotalpan y que no te quisieron despertar aquella noche. Su cariño es de las cosas más grandes que me han pasado en la vida, y seguro has visto lo que han hecho por mí. ¿Los otros dos pelotudos? andan por ahí, hace rato que no les veo, pero ahí siguen los chavales, echándote de menos. ¿Los demás? y no sé vieja, andarán caminando por senderos que les llevaron lejos, tu sabes cómo es esto, pero igual te mandan saludos. Ahora vieja date la vueltita por casa y dale un beso a los demás, que no me perdonarían si se enteraran que has pasado a saludarme. Asómate un poco a sus sueños para que veas que siempre te sueñan en cosas bonitas. Les harás tan felices.
Gracias por venir vieja, me has inundado el corazón de caricias y de flores. Abraza a la Negra y a la abuela Manuela y ven siempre que puedas, que siempre tengo un beso que te está esperando. Siempre.