martes, 27 de abril de 2010

claro de noche sin luna

Sabes, la vida se me ha hecho un poco más chiquita sin ti, como si a las horas, vacías ya de por sí, se les hubiera escapado el último reducto vital. Más chiquita, que es una manera de decir que se me ha vuelto mucho más absurda de lo que ya era.
El sábado pasaron Pito Pérez, la de Tin tan. La vi solo, sabiendo que quince días atrás la hubiéramos disfrutado juntos. Si recuerdo bien, alguna vez discutimos sobre este tema tan delicado, tu te inclinabas por la de López Tarso mientras yo defendía la del Tin tan. Me hiciste falta para decirte -ah, y ese Andrés Soler cómo me cae bien-; quise preguntarte si habías leído el libro y si aún lo recordabas, pensando ya en correr por él y leerte un par de episodios, pero al voltear me golpeó tu vieja silla vacía. ¿Ahora a quien le digo lo mucho que me gustaba Marga López? ¿con quien puedo hablar de lo mami que era la Elsa Aguirre? Y así se me van quedando mudos los días, con estas palabras bobas que ya no has de escuchar.
Dan casi las cuatro de la mañana, con esta obscuridad plagada de grillos y silencios cotidianos, y aquí estoy vieja, pensando en la falta que me haces. En estos tiempos se me ha juntado una bola de cosas que se atoran en la garganta; a buena hora se te ocurrió echar a correr. Disculpa vieja, es una madrugada triste, y todo lo que quisiera es un poco de paz interior entre tanta tristeza. ¿Donde andarás? Saúl dice que te toca volver sobre tus pasos a cada uno de los lugares que fueron significativos en tu vida, así que avisa cuando vienes vieja, prometo hacer café.
Estoy cansado nata, tan cansado de todo. Se buena y dame un poco de tranquilidad. Siéntate aquí junto a mí, fumemos en silencio y escuchemos el claro de luna de Debussy, mientras la noche se acurruca en las sombras. 

jueves, 22 de abril de 2010

echándote de menos, mi gran vieja


  

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
Vallejo. Los heraldos negros

Hubiera querido responderles: "Yo. Yo soy el muerto."
Pero se conformó con sonreír.
Rulfo. Pedro Páramo


El día que mi abuela eligió para marcharse había sol. Nunca me lo dijo, pero supongo que también creía que los días soleados resultaban los más apropiados para morir. Hacía una tarde linda, brillante y de un viento suave, como debe ser una tarde ideal de domingo, como debe ser un domingo ideal para cerrar una vida buena.

Esa tarde mi vieja le ganó la partida a los médicos tan necios que hacían todo por postergarle la fiesta, y poquito a poco se me fue dejando ir, como una velita que se apaga despacito. Se fue sin sufrimientos ni dolorosas agonías que no iban con una vieja como ella, una vieja gozadora. Se fue con la alegría serena con la que los ríos caminan en su marcha al mar, y con la paz interior y la dignidad de quienes han sido generosos en vida. Los médicos, esos tipos de bata que no saben que la vida es mucho más que tejidos y venas, un tanto tristes por el desaire de mi vieja, asentaron en el acta que falleció de alguna cosa aburrida y gris, pero yo sé que en realidad Natalia decidió partir cuando el cuero le quedó demasiado viejo para un espíritu tan joven.

Mi chamaca tenía apenas 84 años, cuatro hijos y una manada de nietos. Tenía también una larga lista de muertos que extrañar y que la extrañaban tanto. Fue por eso que una noche antes vinieron a esperarla. Lupe, su cuñada fallecida años atrás, se pasó la madrugada sentada en su cama platicando con ella alegremente, deshojando memorias color sepia. A la mañana aún tuve ocasión de preguntarle si sabía cuanto la amaba, y ella, tan generosa como siempre, me respondió que sí con los ojos cargados del mismo amor. Quise decirle que siempre había tratado que estuviera orgullosa de mí, que sintiera tan sólo unas cuantas migajas de lo orgulloso que siempre estuve de ella. Quise agradecerle que me enseñara a chiflar y gozar el olor de las panaderías y a querer harto la vida, porque si había conocido el significado de la palabra felicidad fue por todo lo que pasamos juntos. Quise besarla por hacerme un chamaco alegre, por jalarme al parque con todo y bici, por las veces que complacía mi capricho de comer tortas de pierna a escondidas de mi madre, porque cuando me recogía en la primaria siempre llegaba con el milagro de un ojo de pancha recién salido del horno; por que me quiso tanto como yo a ella, el gran amor de mi vida. Quise decirle que comprendía su cansancio, su hartazgo ante ese cuerpo que ya no le seguía el paso, ese estuche que ya no podía contener un corazón tan grande, y que admiraba la entereza de su decisión de largarse con sus muertos que ya la aguardaban impacientes en el pasillo. Quise decirle eso y tantas cosas más, pero mi vieja ya conversaba con aquellos que yo no podía ver.

Que difícil es vieja, llegar a casa y encontrarla tan vacía; cargar con la maldita obligación de imaginar que la vida puede seguir sin ti. Si supieras cuantas veces dije que no sabía lo que haría cuando tú me faltaras. Pinche Nata, como me haces falta corazón. Te suplico tengas la bondad de perdonarme si me faltó algo por hacer. Discúlpame por favor esta tristeza, discúlpame si no paro de llorarte. Yo quiero cantarte para que nunca mueras. Es sólo mi egoísmo de querer tenerte siempre conmigo el que me hace sufrir tu partida, porque sé que ahora estás mejor, con los tuyos, bailando. Sé también que una parte tuya está parada junto a mí, angustiada por verme llorar mientras escribo esto. Perdóname por favor.


Sólo, vieja, recuerda nuestro trato. Yo iré a leerte hasta que se me acaben los ojos, y tu tienes que venir a visitarme de vez en vez, para contarme esas historias que tanto y tanto te disfruté...  Sólo déjame soñarte, mi corazón.

 

sábado, 10 de abril de 2010

...

Le escuché a un tipo decir

                      que somos cementerios,
                             somos campos santos,

donde yacen aquellos que alguna vez fuimos.


Será por eso que la soledad se parece tanto al luto.