jueves, 25 de marzo de 2010

el último marzo 24 de Rodolfo Walsh

Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores,
después... a sus simpatizantes, enseguida... a aquellos que permanecen indiferentes,
y finalmente mataremos a los tímidos.
(General Ibérico Saint Jean. Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Mayo de 1977)

Si uno tuviera la certeza de que el día de mañana, o pasado mañana, habrá de morir, ¿Qué haría?
¿Qué habrá hecho ese hombre aquel 24 de marzo de 1977, consciente de que sus horas estaban contadas? Imagino que se afeitó como cada mañana, como lo hizo incluso aquella vez, años atrás, cuando tuvo que salir huyendo a un escondrijo en El Tigre, ante la amenaza real de que los militares se presentaran por él de un momento a otro. Imagino también que desayunó facturas y café con leche, pensando tal vez que aún podía echarse para atrás y callar y mandar a la mierda esa carta que le quemaba el bolsillo de la campera. A los milicos les debía varias y ésta lo condenaba a una muerte segura. La idea sólo duró un segundo al recordar que se lo debía a los miles de desaparecidos, a su hija Victoria, que se había dado un tiro en la sien escasos seis meses antes, al verse acorralada por los milicos. Exiliarse, con sus cincuenta años y un nombre bien colocado en el periodismo, salir corriendo para Cuba o Francia, o incluso México, como tantos otros, y una vez logrado un mínimo resguardo publicar la puta carta en algún medio internacional, poner a salvo el pellejo. No, esa nunca fue alternativa, no para un tipo que se había fajado en la lucha dentro de los Montoneros, no para alguien que en las propias narices de los milicos golpistas había tenido los tamaños para crear la Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA). No era su estilo.

Empedernido jugador de ajedrez, me gusta pensar que aquel día, sabiendo que daba pasos de hombre muerto, se encaminó a uno de tantos cafés con la esperanza de disputar alguna partida que le exigiera, como una última ironía por la partida que ya tenía perdida de antemano con la vida. Fumar un atado de cigarrillos, por qué no levantar una copa de fernet para brindar a la memoria de aquellos que se habían adelantado, y no poder evitar pensar en el sabor de esa pastilla de cianuro que su amigo Paco Urondo había logrado tragar cuando ya los milicos lo tenían. Le dolía tanto dejar a su otra hija, Patricia, en medio de ese país devorado por los lobos. Un bife con fritas y algo de vino, comer sin hambre pero con el gozo del que sabe que tal vez sea la última. Puedo imaginarlo caminando a casa por Corrientes, despidiéndose de esa ciudad triste, echando una mirada a los escaparates de las librerías que tan bien conocía, sospechando el lugar que en ellos ocuparían las novelas que no llegaría a escribir. Tal vez en casa cebar un mate, sentarse al escritorio bajo la luz velada de la lamparita de pantalla verde y dar los últimos toques a la carta. ¿Qué mierda estaba haciendo? Le asqueba la idea de jugar al mártir pero no podía callarse. Por lo menos esa debía ser la nota suicida más elaborada y mejor documentada que se había escrito. Sonrió al pensarlo, con cansancio, con miedo pero resignado. Así debía ser, era su labor y no podía negarla aunque lo cagaran a patadas. Mandó copias a los principales diarios y a algunos medios extranjeros, sabiendo que jamás la vería publicada. Al volver, en el cajón de abajo del escritorio encontró el frío de la 22; estaba cargada, envuelta en una franela. ¿Lo llevarían a la ESMA? Había escuchado en boca de algunos sobrevivientes lo que era la Capucha, y sabía muy bien que el no tendría el privilegio de contarlo. ¿Habrá dormido aquella noche? ¿Habrá caminado hasta el librero para escoger algo? ¿Qué podía leer ese hombre, un amante de la literatura fantástica, cuando su realidad superaba cualquier ficción? Lo veo buscando en La trama celeste esa cita de Blanqui:


Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.

La mañana siguiente fue calurosa, con ese vaho húmedo de marzo. En el puesto de periódicos de Yrigoyen y Sáenz Peña revisó por última vez las portadas de los diarios, sólo para corroborar que Clarín y La Nación y La Prensa guardaban un silencio cómplice. No esperaba menos de esa manga de culorotos, por eso había cerrado su nota “sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido”. Caminó un par de cuadras sintiendo el peso del calor y del arma en la cintura del pantalón. Sobre Congreso, casi llegando a Entre Ríos, percibió bajo el sol el brillo del Falcon negro que rodaba a unos metros de él y lo supo. Alcanzó un árbol ya con la 22 amartillada en la mano; que vinieran por él porque no era ninguna oveja. Años después, contaría un sobreviviente de la ESMA lo que le escuchó a un tal oficial Weber, quien se vanagloriaba de haber sido uno de los hombres de la patota que fue por Walsh aquella mañana. “Lo cagamos a tiros y no se caía el hijo de puta”.

Rodolfo Walsh, Carta abierta de un escritor a la Junta Militar:
Sobre el golpe de estado en Argentina del 24 de marzo de 1976:

jueves, 11 de marzo de 2010

tregua

Tras tantos y tantos días de salvaje batalla, acaso por fatiga, acaso por retomar fuerzas para poder blandir nuetras armas con aún mayor violencia, ambos bandos acordamos una tregua el día de hoy, un espacio para ahuyentar a las negras aves de rapiña que picotean los despojos de nuestros muertos, para enterrarlos en ofrenda a dioses crueles y dejar el campo listo para la guerra. Mañana.
Descansamos de todo el desgaste que ha dejado la lucha y de la nostalgia de recordar que algún día fuimos felices. Mientras lamemos nuestras llagas percibimos la desolación que pesa en esta tierra yerma y lloramos al mirar los días que han quedado atrás. Lloramos por todos los momentos en que fallecimos y resucitamos, con más dolor por la última herida, por la nueva herida mortal que se sumaba a las anteriores. Lloramos por todo lo llorado, con el mazo y el escudo que se escurren de nuestras manos acabadas. En esta guerra inmisericorde hemos perdido demasiado, amigos que han caído con nosotros, nosotros que hemos caído junto amigos. Se ahogó el canto en sangre y se perdió el color entre tanta oscuridad. Perdimos nuestros hogares, abrasados por el fuego y el odio. Perdimos el ayer y el mañana, cuando la memoria y la esperanza fueron sacrificadas y devoradas por los perros, una junto a la otra. Nuestras insignias nos fueron arrancadas, y las hazañas y derrotas que eran nuestra vida se fundieron en una historia hoy por todos olvidada. Nos perdimos a nosotros mismos, y así lo hemos perdido todo.
¿Que importa saber quién empezó esta guerra? ¿Que relevancia tiene enumerar razones y deslealtades cuando los hombres han dejado de ser hombres y el mundo se ha terminado? Nada importa ya si se ha perdido la última semilla, si la palabra es sólo mentira; nada si el agua ha dejado de calmar la sed, si el viento se ha vengado de nuestra intransigencia negándonos el consuelo de su caricia, si el sol se ha hundido en la melancolía de la tierra para no emerger jamás. Ahora sólo nos queda seguir peleando, morir mañana una vez más al caer atravesado por la ciega furia de la lanza, y después levantarse, con otro dolor monótono, para empuñar la espada y matar a otro que también se levantará, con el mismo cuerpo ajado, pero con la mirada aún más triste, tan triste como la nuestra.
Mañana continuará esta absurda batalla, para ambos tan perdida de antemano. Mañana nos batiremos de nuevo contra la tristeza, con garras y dientes, aún sabiendo que la victoria jamás compensará nuestros sufrimientos. Pero hoy, hoy podemos sentarnos sobre el barro y buscar ese espacio donde no se siente nada, ni alivio ni dolor, sólo algo parecido al reposo que trae la inexistencia. Hoy aceptamos la suerte que nos ha tocado y afilamos la obsidiana, con serenidad, con paciencia, aguardando la ira del nuevo día.
Anales de las guerras eternas. Año ocho caña

sábado, 6 de marzo de 2010

¿qué esperas para morir?

¿Qué te pasa, Catulo? ¿Que esperas para morir?

Pobre Valerio Catulo no te hagas ilusiones
y lo perdido dalo por perdido.
Para ti ya brilló el sol una vez,
cuando corrías detrás de la muchacha
que amé como ninguna otra ha sido amada.
Y hubo entonces, ¿recuerdas?, tantos goces
que tu pedías y ella no negaba.
Sí, para ti ya brilló el sol una vez.

Ahora ella no te quiere: tu no quieras tampoco.
Ni sigas a la que te huye, ni estés triste,
sino pórtate valiente, no claudiques.
Adios, muchacha, Catulo ya no claudica,
ni nunca más te buscará, ni volverá a rogarte






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