sábado, 21 de agosto de 2010

I read the news today... Un día en la vida, tan sólo uno más...

Woke up, fell out of bed,
Dragged a comb across my head
Found my way downstairs and drank a cup,
And looking up I noticed I was late.

Found my coat and grabbed my hat
Made the bus in seconds flat
Found my way upstairs and had a smoke
Somebody spoke and I went into a dream...

Despertar tarde, mirar esa hora de más en el reloj y hacerse a la idea de que hoy tampoco habrá desayuno. Entrar al agua caliente y agradecer este legado de la sensibilidad burguesa del siglo xix. Despedir con nostalgia la taza de café que no bebí, cerrar la puerta a mis espaldas, y con el chasquido de la cerradura adquirir la conciencia de que me he dejado la llave dentro. Enfrentar un sol que reverbera sobre las aceras con desfachatada alegría, mirar a la señora que lleva al chavalito a la escuela y aceptar sin más remedio esa íntima veta de optimismo estúpido, que me hace imaginar, ante despertares como éste, que hoy sólo puede ser un gran día. 
Mil o diez mil almas en un vagón del metro con las que durante siete estaciones comparto las prisas de siempre. En el paseo distraído de la mirada sobre los compañeros de esta efímera comuna, encontrar al hombre que lee el diario amarillista de tres pesos, y por rutina husmear en los encabezados la desgracia de hoy: POR SIETE VAROS... No quiero ver más, no es necesario, ya sé que han matado a un pobre infeliz por unas cuantas monedas. ¡Putas madres!, en qué nos hemos convertido. Salir corriendo del vagón y justo unos pasos antes de regresar a ese sol radiante, a ese día que es mi pequeña trinchera de vida, caer en la trampa, dando de frente con la primera plana de aquel diario: una mujer que no rebasó los treinta años, yace en medio de un mar obscuro que mana del pequeño orificio en su frente. Bajo la leyenda de los siete varos, en letras más pequeñas, distingo la palabra "maestra" y aprieto el paso, como un idiota, incapaz de soportar más...
Salto a la calle sin comprender qué es lo que ha sucedido y miro a la gente con el rostro desencajado, queriendo gritarles ¡auxilio! ¡llamen a una ambulancia!, que allá abajo, en el metro, ha ocurrido la peor desgracia de la historia...         que nos hemos convertido en unas malditas bestias sin alma, que sólo era una maestra, que tenía sueños y planes y amores y sonrisas...        ¡y por qué coño nadie llama a la ambulancia! que en la foto de ese pasquín de mierda vi la mirada extinta de esos ojos...        ¡que le han disparado a una mujer!... ... ... ...    
           pero el grito, el horror, el dolor, se ahoga en mi garganta, mientras las personas pasan a mi lado mirándome con indiferencia. ¿Es que acaso no se dan cuenta? ¿Como pueden seguir viviendo con la vergüenza de compartir la especie con el cerdo que fue capaz de cometer semejante atrocidad? ¿De donde sacó estómago el sujeto del metro para contemplar tal crimen y cambiar la página y buscar la foto de la mujer  en pelotas o las notas del futbol? No lo puedo comprender. Cruzo la avenida y miro a dos mujeres que vienen en dirección contraria, apuradas en el camino de su rutina diaria y pienso que tal vez ellas también sean maestras; que aquella mujer que yace en el metro ayer se levantó pensando que debía pagar la luz y que llegaría tarde al trabajo por el tráfico, que olvidó apagar el boiler, que le gustaría ir al cine en estos días, que era un día más, sólo un día más...
...                                                    
    ...
        ...
Con la muerte de esa mujer se me murió un poco de humanidad. El trabajo no ayudó mucho, pasando horas leyendo notas del periódico sobre la violencia y el narcotráfico. Sicarios lo acribillan al salir de su hogar; aparecieron diez amordazados y con tiro de gracia; el hoy occiso fungía como alcalde; se presumen nexos con el cartel de, el presidente se mostró optimista por los logros obtenidos en la lucha contra el crimen organizado; los cuerpos sin vida de las tres mujeres fueron hallados. No encuentro un mínimo pretexto para reconciliarme con el género humano. 
Por la tarde acompaño a una bella mujer que se dirige a tomar un autobús; frente a un elevador, sin pretexto alguno, me dice que me quiere y me regala una sonrisa dulce y un abrazo. En los ojos de mi amiga veo reflejado el cariño que le tengo y reparo en que no pasa un sólo día sin que pueda guardarme las ganas de decirle cuanto le quiero y el agradecimiento inconmensurable que le tengo; nos despedimos. Más tarde, en un café al que no me había atrevido a llegar desde aquella tarde lluviosa, abrazo a mi carnalita teporocha, y la noche nos encuentra riéndonos de nosotros mismos, de nuestros días más afortunados y nuestras pequeñas miserias cotidianas, comiendo un churro en una banca. Reunimos nuestras pocas monedas y bebemos cerveza, hablando del gusto de una vieja novela que no sabíamos que compartíamos, de la pura buena onda que es el Uruguay y de bichos, con un enano de ocho años disfrazado de hombre araña. 
Regreso a casa en la última corrida del metro. Frente a mí viajan una chica pelirroja y un chabón cagados de risa, de esa risa de carnales que vale por todos los reinos de este mundo. Salgo y camino por Tlalpan. Un chaval enfundado en minifalda, top y zapatillas me pide un cigarrillo que le ayude a bancarse el frío de la noche. Que haya suerte, le digo, y me paga con una sonrisa y algunas palabras que no alcanzo a distinguir. Cruzo con algunos hombres y mujeres que se preparan para una nueva jornada, jugándose la vida en los desolados parajes de la prostitución, un día más, tan sólo un día más.

En la soledad de las calles un viento fresco me acaricia y mece mis cabellos descompuestos. La Brenda de mi alma, la Javi carnalita, los chabones que regalaban su risa generosa en el metro de medianoche, los seres que se baten en las calles sórdidas por lograr un pan que llevarse a la boca, esta obscuridad serena y este viento, me permiten tragar el sabor amargo de haber sido cómplice del peor crimen de la historia, hacer las pases de nuevo y encontrar el valor suficiente para aceptar que lo sublime y lo grotesco forman parte de una misma obra; el valor para encarar la primera plana de mañana. Un día más.                 
    

viernes, 6 de agosto de 2010

diatriba contra las historias de triunfo, o Grand y las trampas de la fe

Sabiduría de las enseñanzas homéricas: las historias de fracasados son las mejores. Las de triunfadores, con sus protagonistas tan perfectos, tan valientes y buenos y pulcros y bien planchados, son lineales, asquerosamente predecibles, y siempre tienen ese hediondo tufillo de superioridad. Las historias de triunfo exhiben satisfechas la zanahoria con la que guían al lector por la senda de la virtud: esas bellas lecciones de vida que ponen al optimismo y la actitud positiva como los remedios infalibles. Las historias del fracaso en cambio, dejan que el individuo se pierda en las aguas turbias del azar, aferrándose al madero que encuentre, equivocándose, tropezando, tan vulnerable y humano. Para mí esas son las imprescindibles, con sus páginas plagadas de aventuras fallidas, de proezas enanas y victorias ajenas. Las historias de fracasados no tienen pendones ni trofeos, no hay close up al rictus de dolor del protagonista un segundo antes de que aflore el heroísmo; por el contrario, el tipo nunca rescata a la chica ni gana una pelea, no huye del ridículo y no vive hambriento del aplauso, sólo vive, cargando con sus múltiples defectos, paseando su desgarbo bajo las tardes de lluvia, tranquilo, sabiendo que ya vendrán tiempos peores.

Los triunfadores y sus cuentos son tan parcos, tan insustanciales, porque tienen el camino trazado; no se equivocan porque no se dan el lujo de tomar una mala decisión. Las historias de fracasados narran las vidas de héroes mitológicos que nunca lograron engañar al cíclope,  de esos que pudieron hacer las cosas distintas, pero se saben sujetos falibles y así deciden y deciden mal. Por eso cuentan los desatinos de aquellos que miraron a los ojos a Medusa y que alguna vez intentaron seducir a las sirenas con sus cantos desafinados. Son historias pobladas tan sólo por personajes secundarios, pero por ello más auténticas, más cercanas. Sus protagonistas se revuelven entre miserias y dramas ridículos y sueños pequeños y asaltos fallidos; tipos mundanos que, a su modo extraño y particular, lograron ser un poco héroes, porque han vencido la vergüenza y la vanidad, y han aprendido a levantar su copa y brindar igual en la fortuna que en la adversidad.

Ahí está el tipo parado en medio de la estación desierta o viendo como se le esfuma la vida detrás de un escritorio. Sabe que la partida está perdida de antemano, pero eso no lo disuade de regresar a la mesa de juego y apostar la poca necedad que le queda, tener un par bajo, doblar la apuesta y seguir burlándose del infortunio. Así le corre la vida, desprovista de esperanza, pero impulsada por la curiosidad de saber ahora qué se le vendrá encima; con el ánimo de pensar que la dignidad no es una condecoración refulgente que se lleva en el pecho, sino una pequeña medalla de latón, abollada y oxidada, que se carga con cariño en el bolsillo del traje gris.

Así es la historia de Joseph Grand, un nombre secundario en La Peste. De apariencia modesta y trabajo en una dependencia fantasma, aislado por su torpeza con el lenguaje, Grand encarna la derrota, la fe perdida y la vida que se detuvo en un momento, sin que el cuerpo se le enterara. Pero continúa peleando, noche tras noche, pensando en la mujer que le ha olvidado y soñando con escribir. La obra de su vida se reduce a una sola línea, que por supuesto resulta anodina, pero él continúa siempre, buscando el adjetivo preciso, repitiendo una y otra vez el fracaso. Y sin embargo, dice el doctor Rieux sobre él, "era uno de esos hombres, tan escasos en nuestra ciudad como en cualquier otra, a los que no les falta nunca el valor para tener buenos sentimientos". Esos son los imprescindibles.