viernes, 27 de mayo de 2011

7:53 am: puesta en escena

Con un esfuerzo sobrehumano logro mirar la hora en el celular que milagrosamente rescato entre las almohadas: 7:53 am. Joder que es temprano, por lo menos lo es en el ritmo de mi existencia, donde las noches duran acaso un poco más de la cuenta. Sin dudarlo salto de la cama y, cuando logro darme cuenta de algo ya voy para afuera del edificio con un plato en las manos. ¡Qué descuido! ¡Cómo me olvidé de devolverle su plato a la señora! Atravieso la entrada ruinosa, de ladrillos grises y con algunas plantas colgando de viejos botes de lata ya picados por la humedad, y en el quicio del portón doblo a la derecha. Avanzo los cinco, tal vez diez metros que me separan de la esquina, y entre paso y paso apenas aventuro una mirada distraída al otro lado de la acera. Hay un conjunto de personas, como el que debe haber en una calle cualquiera de esta ciudad a las 8 de la mañana, supongo. Al vuelo alcanzo a distinguir la pirámide de fierros de un puesto de revistas y una señora con su vaporera de los tamales. Personas más, personas menos, deben ser unas diez en la estampa. Todo eso lo percibo en la ojeada de dos segundos y llego a la esquina, donde cruzo sin problema la callecita, distraído de los autos o tal vez consciente de que es imposible que pase alguno, hasta alcanzar la acera opuesta y el localito de memelas donde la matrona yergue toda su autoridad frente al enorme comal que es como un negro tambor humeante. Con toda naturalidad busco donde tirar las morusas que llevo sobre el plato y extiendo la mano para devolvérselo a su dueña. Sin mediar palabra la escena se rompe cuando las tres mujeres que están trabajando ahí, dos señoras gruesas y una joven, me miran con desconcierto y yo entiendo que el plato es mío. Como puedo murmullo un ah perdón –siempre esa manía de pedir disculpas al verme cometiendo  alguna estupidez- doy la vuelta y regreso sobre mis pasos. Me siento ridículo y un poco confundido, y porque entiendo que mi recorrido no habrá pasado inadvertido para las personas de enfrente, a quienes seguramente les habrá causado cierta extrañeza, los miro de nuevo aguantando como puedo la vergüenza. Todas las miradas están clavadas en mí y eso ya me resulta demasiado extraño. Espera, hay algo más, algo no está bien en esa escena. Claro, no hay un solo ruido, ni un auto, ni una voz, nadie habla con nadie. De hecho nadie hace nada. Algunos hombres están sentados en el suelo, al filo de la banqueta y me miran con la expresión cansina del que despacha los últimos minutos antes de comenzar la rutina diaria. Uno de ellos luce un traje gris y camisa blanca, como esos oficinistas de medio pelo. En la mirada que voy paseando sobre la escena, que apenas dura unos segundos entre la esquina y la entrada del edificio, alcanzo a mirar sobre el dorso de la mano derecha del tipo de traje una manchita de pintura naranja.  No entiendo un carajo, no sé porqué nadie se ocupa de otra cosa mejor que mirarme, digo, debe ser extraño un tal que sale con el cabello enmarañado, en pijama -¿descalzo?-, que avanza con pasos de autista 10 metros y da vuelta y con un platito en la mano, pero no tan extraño como para que todos se detengan a escudriñar mi mala facha y mi ridículo.
Tras esos cinco o diez metros que se me han hecho eternos alcanzo por fin la entrada del edificio… Titubeo. ¿Es ésta? Siento a mis espaldas las miradas ahora más extrañadas aún al verme dudar. No recuerdo vivir aquí, pero miro los botes con las plantas y me digo que tiene que ser. Idiota ¡aún estás dormido! Entro sonriendo por pensar en mi ridículo y tras un par de pasos escucho que se desata por fin la orquesta citadina de cada mañana: voces, una bicicleta, el cruzar de los autos. Ah, ya entiendo, claro, era tan sencillo: la coreografía del mundo empieza a las 8 de la mañana pero los actores, como profesionales de una obra, están listos en sus puestos algunos minutos antes. ¡Claro! Es lo más natural, sólo que no lo había percibido porque nunca piso el mundo a esas horas…
Un timbrazo, otro más. El teléfono me despierta. Miro la hora en el celular y casi no me sorprende: 7:53 am. Avanzo casi a ciegas hasta al teléfono maldiciendo a quien se la haya ocurrido llamar en la madrugada. Mmh, supongo que eso explica la manchita: se me hace que al tipo trajeado de hoy le tocó ayer el papel de pintor de casas. ¿Bueno?       

lunes, 23 de mayo de 2011

chau nonita

Cuando llegó a la casa fue mal recibida, era demasiado pequeña y demasiado poodle: en su origen la pobre traía el estigma de esos perritos mamones y absurdos. En realidad fue bien recibida por todos, sólo a mí me resultaba detestable. Esa chingadera ni es un perro, mira, a la primera se pierde debajo de algún mueble, le decía con sorna a mi hermana, quien la había llevado cuando una maestra de la primaria se la obsequió. ¿Y cómo se llama esa chingadera? Donna ¡mta, sólo le faltaba un pinche nombresito mamón!
A los pocos días de su llegada debutó mordisqueando un libro de Jordi Soler que había dejado sobre el sillón la madrugada anterior. En el momento lo tomé como una provocación directa y una agresión contra la novela que me iba gustando, ¡pinche perrito caguengue y además comelibros! Ahora, casi nueve años después, creo que la novela era más bien regular y que la Nona sólo manifestó su implacable pero acertado juicio literario. Aún conservo mi libro a medio comer.
La chingaderita comelibros fue creciendo y se fue revelando como una chica lista. De Donna el nombre le fue cambiando a Domitila, como le gritaba la vieja Nata desde la cocina, y a Nona, como le llamábamos los demás cuando le enseñábamos a jugar. Entonces cambió todo. Era lista como pocas, siempre con algún truco nuevo que aprendía de inmediato y de la nada, siempre feliz de ir y venir persiguiendo una pelota. ¡La panza Nona! Y la chica se tumbaba mirando atenta, como esperando la caricia. ¡Vuelta Nona! Y sin chistar giraba la muy condenada. Igual ladraba cuando uno le preguntaba su nombre que entendía la más mínima instrucción, siempre con ese modo de mirar a uno con un extraño dejo de sabiduría y serenidad, como si entablara diálogo, como una chica algo temperamental y algo necia que exigiese ser tratada como tal, como una integrante más de la familia. Siempre supe que ella podría aprender a hablar en alemán antes que yo, que en ese estuchito de pelo corriente y ojitos vivaces se escondía una dama.
Resultó que antes de que me diera cuenta ya la adoraba y resultó también que los años fueron pasando y que nuestra chica, entre un montón de cariños y lengüetazos, se fue poniendo viejita y antes de tomar la curva final de la senectud perruna ha decidido largar. Natalia siempre decía cuando recordaba a su Tobi, un bóxer que fue el cariño de su vida, que por eso a ella no le gustaba tener perros, porque era demasiado doloroso cuando se iban. Lo decía con una tristeza que era difícil de imaginar treinta o cuarenta años después de haberlo despedido. Y como siempre, la vieja tenía la boca llena de razón: sólo quien haya enterrado a un amigo así puede comprender la tristeza de esta tarde. 

Le sobrevive su chamaco, el Panchón, y su familia, que entierra con ella un poquito de corazón. Ve a acompañar a la vieja, acá nosotros te echaremos tanto de menos mi chica lista, la nonita tan bonita, compañera.

sábado, 14 de mayo de 2011

noches de frac

Hay noches que sin grandes aspavientos, sin como ni porque se convierten en risas a solas, en cigarrillos alegres y pasitos de baile de salón. Se transforman desde la sombra de la rutina en ceremonias de vida, en alegría que se comparte en espíritu y a la distancia. Esta noche es así, ¡esta noche París es una fiesta!, grita con voz en cuello un Hemingway que se emborracha en la barra; esta noche es de frac y de orquesta, del viejo Frank dedicándole canción tras canción a mi vieja, de Miles tocando como nunca 'Round Midnight. El radiecito suena que suena, acompasando las fantasías y las letras, y en la madrugada dos jugadores se encuentran sobre la vieja tabla de ajedrez, se traban en una lucha física sin siquiera tocarse. Reparten los movimientos en una lógica especial, capricho de la maravilla en que se ha convertido esta velada, intentando sorprender al otro pero cayendo vencidos una vez y otra más. Un peón que se adelanta, una mano casi a punto de rozar la otra, un caballo que rodea y envuelve, y un rey y una reina que vencen y rinden la plaza a merced del enemigo.
Esta noche es de gatos enfurruñados, que de pronto arañan y celan, de bocinazos disueltos en la lejanía, de besos y abrazos dejados un poco a la deriva, casi sin querer, como pistas sobre el mapa de la aventura. Los pies marcan el compás de la batería, la expectativa aumenta en cada moviemiento, y en medio de una pieza lenta irrumpe un saxofón como una gran ola que estalla al filo de los acantilados: ¡el lugar todo se convierte en un gran derroche de vida! todo es una profusión caótica de colores y texturas y por los sentidos desfila el carnaval...
Todo pasó en un instante, estremecedor y casi insoportable. Pero la mar debe regresar al horizonte en la ola que se va. Las luces se adelgazan, se agotan de tan tenues. Una sonrisa de mujer alumbra por un segundo un rincón de la noche, una sonrisa de despedida. Sobre la pista sólo quedan las últimas parejas bailando a media luz, sin apenas mover los pies, revueltas en la cadencia de un abrazo que durará la madrugada. La música es ahora apenas un soplo en el corazón del radiecito. Se enciende un cigarrillo y el fulgor de la braza se pierde por un sendero de la noche...                

miércoles, 11 de mayo de 2011

hasta la puta madre

Estamos hasta la madre, sí, ¿pero desde cuando? ¿desde donde? ¿Lo estamos desde los 116 cadáveres encontrados entre la desolación de San Fernando, Tamaulipas o de los 188 rescatados de las fosas en Durango? ¿desde los seis chavos que aparecieron en la cajuela de un auto en Cuernavaca y desde los cientos de "víctimas colaterales" que han caído? ¿o desde que podemos imaginar las 40 000 butacas del estadio Azul ocupadas por cadáveres? Yo estoy hasta la madre desde antes, desde que un domingo echaron a la mierda a los 44 000 trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas, no, antes, desde que una mañana me enteré que en este paisito triste se podía llamar gastritis a la violación tumultuaria de una anciana indígena nahuatl a manos del ejército, y democracia al pacto urdido en nuestras narices por una manada de puercos para arrebatar lo que no pudieron ganar en las urnas. 
Bajo el sol del domingo desfilaron otros muchos miles de rostros más que también están hasta la madre. Vengo de Guadalajara y vengo a denunciar al procurador de justicia, decía la mujer que estaba hasta la madre de un Estado donde las autoridades se dedican a otorgar certificados de impunidad a violadores y asesinos. La doñita que emocionada le decía a alguien por teléfono Sí, ya saludé a Granados Chapa y aquí está Ricardo Rocha, tal vez estaba hasta la madre de ver su televisión tomada por supuestos líderes de opinión y analistas políticos vestidos por el mismo traje de la abyección y el cretinismo. Entre esos amantes de las marchas por la paz con playeritas blancas y globos blancos con dibujitos de palomas, esos que en cada convocatoria por el estilo sacan a pasear sus perritos y sus ideologías también tan blancas, que están hasta la madre de vivir con miedo a que les roben la camioneta, pero también están hasta la madre de las manifestaciones de mugrosos que les bloquean las calles, esos que marcharon con sus pancartas iguales que decían "No más sangre. Narvarte" para refrendar que se marchaba juntos pero no revueltos, también entre esos caminaban miles de chavos hartos de saber que en este país ni estudiarán ni trabajarán. La pareja que sostenía una manta con un stencil que mostraba a dos granaderos golpeando a un tipo y con la leyenda "Bienvenidos a México" seguramente estaban hasta la madre de que aquí se trate a los migrantes del sur como a perros sarnosos, de que las propias autoridades del Instituto Nacional de Migración trafiquen indocumentados con los cárteles de la droga. 
Las mujeres que se bancaron los kilómetros y el sol caminando envueltas en rojas faldas de lana estaban hasta la madre de tener que soportar la vergüenza de hablar su lengua frente a los blancos, de vivir a infinitos kilómetros del hospital más cercano, de ver morir la tierra y talar los bosques, de tantos y tantos siglos de colonialismo y marginación, de masacres que no salen en el noticiero de la mañana, de vivir bajo el terror de los paramilitares y la explotación y el despojo de los caciques. De que les escupan a la cara con desprecio. ¿De qué estaba hasta la madre ese hombre, harapiento y sucio, que sentado en la acera aplaudía y gritaba contento al paso de la masa ¡Gracias por venir, gracias por marchar porque sólo así se puede!? Lo estaba de la asquerosa miseria, de no tener nada y de ser tratado como nada. Y la doña con la cartulina donde escribió una frase del Che, ¿no estaba hasta la madre de haber visto como la canasta básica se redujo a un cuarto de lo que era hace cuarenta años? ¿y su esposo, con su cartulina y su frase de Brecht, no está hasta el carajo de una sociedad donde después de los cuarenta años la gente está condenada a morir de hambre al ser rechazados en todos los empleos? Seguro que sí. Como es seguro que la impunidad vibraba en el silencio de la ira contenida de los viejos del comité 68, hasta la madre de pelear por más de cuarenta años para exigir justicia, hasta la madre de extrañar a amigos y familiares asesinados por los mismos que después integraron el crimen organizado, fundadores de la pesadilla actual. 
En una marcha encabezada por la voz doliente de un padre, un poeta, confluyeron tantas razones distintas, tanto hartazgo que tal vez se pueda condensar en algo: la inmoralidad. La inmoralidad de una clase politica que traicionó el contrato social, la de una economía que mata más por hambre y por enfermedad que las propias balas, la inmoralidad de una sociedad racista y excluyente, la del silencio cómplice, la de la riqueza ilícita, la del conservadurismo mojigato, la de quienes torturan, desaparecen, ejecutan, la del cinismo, la del olvido. La inmoralidad de todos los que, con sus actos y omisiones, nos quieren condenar a vivir sin esperanza. De esa estamos, estoy, hasta la puta madre.