martes, 6 de septiembre de 2011

cuadro clínico de la ilusión

Trataba de ser discreto y aguantar pero esta molestia no me la banco más. Sucede que llegó usted, tan campante con sus perfumes de cariño nuevo y sus ajuares de guapa y me trastocó la vida, que al soplo de un hola me alteró el mundo conocido con la sutileza del huracán. Sucede que con la caricia de sus manos delgaditas desacomodó mis novelas de soledad, arruinó mi colección de días primorosamente esmaltados en gris y el atado de pasos perdidos que con tanto esmero guardaba en una caja. Con sus aires de novedad barrió mis calendarios de hojas de otoño y barrió el polvo que cubría las cartas de amor por escribir. ¿Pero quién se ha creído usted? Al verme reflejado en sus ojos se me apagó la mirada torva y al roce de su piel se despertó la mía, durante tanto tiempo adormecida. Con las campanas al vuelo de su risa se me callaron las canciones tristes y algunos pocos ecos del pasado. Hasta ahí la cosa era apenas soportable, podía lidiar con eso y fingir que las aguas se sujetaban a su cauce, pero todo se fue al carajo la mañana en que no encontré más el gesto indiferente en el espejo del baño, y en su lugar me sorprendieron unos ojos donde brillaba la ilusión. ¡La ilusión! ¡Pero cómo se atreve! Yo que con tanto trabajo había logrado vacunarme contra la picadura de ese bicho, y usted tan tranquila, saludando cada día con ese tierno encanto cotidiano. Comprendí entonces que presentaba los primeros síntomas de la temible enfermedad de los boleros y corrí a buscar alivio en la rutina. Busqué el antiguo desamparo que siempre me acompañaba en la oscuridad de los cines, pero ya no estaba ahí. Corrí desesperado a recuperar las letras podridas que siempre brotaban como moho en los intersticios de la madera de las mesas del café, pero nada, ahora cada palabra que escribía era una sonrisa boba y cada línea hablaba de usted. Yo era un tipo sencillo, de vicios fáciles y placeres modestos. Me ejercitaba un poco cada día con la gimnasia del recuerdo para preservarme contra la esperanza, fumaba a mis horas y dormía para no soñar. Un tipo ordinario y tranquilo, muy dado a entablar monólogos con las aceras y exento de la tentación de la vanidad o el heroísmo, que guardaba la risa un poco apolillada en el fondo del armario, que se leía en las novelas de Onetti y que cultivaba en sus ratos libres el viejo oficio del pesimismo. Un poco mezquino y un poco cobarde como cualquier otro, yo era nadie en especial. Pero tenía que aparecer usted, la belleza de usted, el deseo por usted.

Ahora resulta que me descubro amando las noches de los jueves y las charlas de telegrama, que todos los días son el bello abril y todas las canciones una coartada para extrañarla. Resulta que me obligó a hacer las paces con la sonrisa y a soñar con la medianoche de París, que siempre canto una melodía de Jo Stafford y que me paso la vigilia de las noches escribiendo un tratado sobre las constelaciones que brillan en la galaxia de su cuerpo. 
Resulta que le voy queriendo in crescendo, avanzando trechos inmensos a pasos pequeñitos, como los de aquellos besos que muero por poner a desfilar sobre sus labios carmesí. Resulta, señorita, que aunque no ha habido intención en ti de provocar lo que siento, yo le voy queriendo como un estúpido, como había olvidado que se debía querer, con el desparpajo de la ingenuidad y de la cursilería, andando a palos de ciego en el nudo de esta historia que nos ha dado la locura por contar. Resulta que mi empeño tiene cara de osadía, pues me atrevo a querer que quiera quererme, que también es tonto y que entiende muy poco de razones y contextos adversos. Resulta, señorita, que el mundo está recién pintado y que ya no concibo habitarlo sin usted, 
y la culpa es toda suya.