domingo, 2 de diciembre de 2012

el rey ha muerto. viva el rey

Cuatro con uno de la mañana. Afuera, aún suenan esporádicas sirenas cruzando a toda velocidad por Eje Central, sirenas de ambulancia, sirenas de policía. Sirenas crueles con cantos de desgracia. 
Es una larga noche la que ha seguido a un día aún más largo, un día que parecía que no terminaría, que sus llamas y gritos y golpes y disparos no cesarían nunca. Ayer, el alba sorprendió a cientos de jóvenes con una molotov en la mano, a mujeres y hombres con el escozor del gas y del miedo revuelto en la garganta, luchando entre las brumas contra las murallas de San Lázaro. En el castillo, la corona cambiaba de cabeza, ¡El Rey ha muerto! ¡Viva el Rey! y la corte se entregaba al festín pantagruélico del poder. Tras las murallas, los siervos se revelaban contra tanta maldita miseria humana, armados con palos y con dignidad, con hoces y con la razón, exhibiendo a los poderosos en toda su podredumbre. El rey está desnudo.
En el correr de las horas la lucha cambiaría de escenario. Sobre Avenida Reforma se pelearía cuerpo a cuerpo, en cada esquina y bajo cada nuevo embate de los granaderos tratando desesperadamente de recuperar el reino, un reino edificado sobre la fuerza de sus toletes y sus escudos, pero del que también están excluidos. ¡Ustedes también son pueblo culeros! ¡Once mil pesos, eso vale tu puta vida cabrón! ¡No tienen madre culeros! Las palabras son una cortina de flechas envenenadas de ira y de rencor que llueven sobre aquellos pobres infelices, podridos en su triste abyección. Palabras de justicia y de reclamo que no logran penetrar su coraza y su imbecilidad. Cierran filas, embisten con sus escudos, algunos con el filoso cinismo de su sonrisa, otros con la mirada bovina. Avanzan. Los cascos de sus botas resuenan sobre el asfalto, intimidan, amedrentan, puños apretados, hocicos que bufan. Atacan. Golpean, en grupos de tres, de cinco, sistemáticamente, envilecidamente, castigando el terrible delito de pensar. 
San Lázaro fue una zona de guerra, pero Reforma quedó reducida a una zona de resistencia. Más allá de Bellas Artes y de Avenida Juárez, la gente tan sólo va armada de su valentía y su razón. Mujeres muy mayores asisten a los chavos, los protegen resistiendo hombro con hombro, valientes y tiernas, valientes y serenamente furiosas, sentadas frente a las camionetas cargadas de granaderos. "No peguen", le implora una mujer octogenaria a un granadero aferrándose a su brazo, "No peguen porque será como en el 68". El tipo se revuelve y huye, derrotado por la fortaleza de aquella anciana. A su alrededor, el miedo se transforma en cientos de gritos, ¡fuera peña!, gritos que se vuelven un sólo puño. La ciudad exhibe su fuerza, la fuerza de los débiles.
Las cifras oficiales, esa punta del iceberg, hablan de 92 detenidos y ocho heridos. Como siempre, esa cifras cuentan más en lo que callan que en lo que dicen, y en ese silencio ominoso está la cabeza destrozada por impacto de bala del maestro de teatro de Oaxaca, está el silbido de las balas de goma disparadas afuera de San Lázaro y el llanto de la chica que gritaba por sus compañeros secuestrados en una camioneta. Están también los aplausos triunfantes del contingente que logró escapar de un cerco sobre Madero. Están los crujidos de decenas de cuerpos lastimados, los sollozos de padres y familiares que reclaman por sus hijos horas más tarde, afuera de un ministerio público en la colonia Doctores, ellos mismos acorralados de repente por los policías. Están esas sirenas que, a mis espaldas, asaltan la madrugada del Eje Central.
Y mañana, hoy, es una incógnita a medias. Los organismos de limpia otra vez lavarán la plaza a manguerazos, los diarios hablarán de los violentos y los destrozos, de las amenazas al estado de derecho y de la unidad del pueblo mexicano. Para muchos, para millones, el primero de diciembre será apenas un mito, la mentira malvada y molesta que se sacude de un manotazo. Una vez más, como tantas otras, esta madrugada es una puesta a prueba de la memoria colectiva, generalmente tan limitada al corto plazo. Asomará el sol en cuestión de minutos y la primera plana de los diarios anotará los pronósticos para la final de fútbol. El rey saldrá al balcón y proclamará la fortaleza de las instituciones. Entonces, nos habremos salvado.        

    
  

domingo, 11 de noviembre de 2012

refundación

Hace tanto que no experimento esa dulce sensación de subir un post. Hasta hace poco más de un año conservaba el placer de escribir alguna cosa, de jugar a leer y ser leído por algún visitante accidental, y después simplemente el blog se me perdió. De hecho se me perdió mucho antes, cuando pasó de ser mi agradable rincón de vanalidades a ser un pequeño muro de los lamentos casero. Que nauseabundos suelen ser los clichés, pero lo cierto es que yo soy la personificación de uno de los peores: la gente sólo escribe cuando se siente de la mierda. Sí, es algo tan ordinario, pero es tristemente real.
En el 2010 subí una buena cantidad de posts, buena por lo menos para alguien que por naturaleza tiene tan poco por decir. Fue una época compleja, uno de esos años que no se deben ni se pueden olvidar. En esos días aprendí al fragor de la batalla lo que era ser un forastero en su propia existencia -la frase, genial, es austeriana-, y me vi como ese pescador sin sombra de Wilde, dando tumbos por una ciudad ancha y ajena. Después escampó, y los melodramáticos tormentones cedieron su lugar a días con sol de abril. La vida, que se me había detenido, volvió a echar a andar, ahora en un doctorado y con la maravillosa complicidad de una mujer excepcional. Así, por el tiempo perdido que comenzó a escasear drásticamente y por la alegría que de buenas a primeras abundó, solté las amarras del blog.
Durante este largo distanciamiento, de tiempo en tiempo me asaltaba la nostalgia por subir algo, pero nada más esbozaba un par de líneas de inmediato caía en la cuenta de los múltiples y muchas veces escandalosos defectos de mi escritura, de las fórmulas trilladas a las que siempre recurría y de lo ridículamente acotado que era y es mi vocabulario. Decepcionado, acababa sepultando esas dos líneas insulsas en el tiradero de los borradores para no verlas jamás, y así se me apagaron las pocas intentonas de volver.
Pensé también que este blog había cumplido su tiempo de vida, que habían cambiado tanto las cosas, habían desaparecido los que eran sus poquísimos lectores y había desaparecido aquel que escribía, por lo que tal vez lo correcto era comenzar de nuevo por el primer post, cambiar de casaca y subir al montículo para hacer el lanzamiento inaugural tras una temporada perdedora. Pero eso significaba perder viejas letras, y con ellas perder el pasado que, bueno o malo, es el único que tengo. Así que no, carajo, no. Por más que este blogsito humilde se me haya ido a la mierda, prefiero recomenzarlo con todos sus defectos que empezar de cero.
Lo único que quiero decir, -decirme, pues dudo mucho que por aquí quede algún lector- es que este blog se pone de nuevo en funciones, sin patéticas disertaciones introspectivas -espero- ni mensajes en botellas. Tampoco se encontrarán sesudas reflexiones literarias, estampitas filosóficas o agudos análisis sobre el ser y la nada, no, ni madres. Las disertaciones cultas con toda su pedantería, el iluminismo de acera y el profundísimo profundismo lo dejo en manos de otros más entendidos o más impúdicos.
Aquí sólo se hallarán historias mundanas y de lo mundano, relatos chiquitos que están en cada esquina, de gente chiquita con vidas chiquitas. Se hallarán las anécdotas irrelevantes, las nostalgias y las manías, los cariños y corajes del que escribe, también, un tipo pequeño. Si están mal escritas, si carecen de sentido y de importancia, realmente me tiene sin cuidado. Vuelvo a tomar el timón de esta nave desvencijada que tanto he extrañado, eso sí, con el corazón bien despierto al viento y al aguacero.

   

jueves, 9 de febrero de 2012

la noche de lo eterno. Luis Aberto en Vélez

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez, y vaya mierda volver en un día triste.
Hace tiempo veía una entrevista vieja, como de los setentas. Era un programa de televisión donde un tipo le preguntaba a otro, flaco y desgarbado, con los cabellos convertidos en una batalla y armado con una guitarra entre las manos, qué era lo que pretendía lograr en la vida. El chico, de lo más tranquilo y de lo más humilde, bajaba la mirada, se acomodaba la guitarra y respondía que sólo quería transformar el mundo. El conductor, sorprendido, se le echaba a reír a la cara, mientras el flaco lo miraba como extrañado, sin entender qué era lo que le causaba tanta gracia. Hablaba en serio.
Aquel flaco sólo podía ser Luis Alberto Spinetta, siempre etéreo, siempre con esa maravillosa desfachatez ante la vida. No sé si cambió al mundo, pero sé que a muchos nos hizo vivir mejor en éste.
Ese flaco ha partido, y tratando de guardar un poco la tristeza, he buscado un viejo post que nunca subí. Chau flaco, y gracias por recordarnos que Toda la vida tiene música.  


Diciembre 4, 2009
Desde que atravesaba el par de cuadras camino al estadio entendía lo que estaba a punto de presenciar. Lo sentía al mirar la emoción sin maquillajes en los rostros de aquellos tipos de la vieja guardia, que con el boleto aferrado marchaban en devota procesión hasta la cancha de Vélez. Lo entendí desde mucho antes, cuando hacía la cola para comprar el boleto, el primer día de venta, en la bella librería del Ateneo, y miraba a los chabones que compraban cuatro o cinco o seis entradas, y al recibirlas le gritaban a alguien por el celular "¡ya las tengo, ya las tengo!". Por esos días la euforia ante el regreso de Charly a un masivo barría hasta el último rincón de la ciudad, tanto que hasta la Rolling Stone le había dedicado la portada. En medio de tamaña conmoción el concierto del flaco quedaba en un lugar discreto, pero yo tenía que verlo. Como Belascoarán, que en Adiós Madrid viajaba a las Españas tan sólo por plantarse en  un concierto de Sabina, así había agarrado yo camino para el sur, persiguiendo las huellas del flaco.
Había entendido, o eso creía, porque sólo comprendí todo en su perfecta dimensión hasta alcanzar las gradas, que en un santiamén quedaban abarrotadas hasta las escaleras y los pasillos, y al contemplar la cancha, cubierta en buena parte por sillas, y la gente que poco a poco cumplía el lleno, con la misma solemnidad con que irían a escuchar un concierto de Chopin. Vélez se vestía de gala para recibir a una criatura mitológica llamada Luis Alberto Spinetta.
El verano arrancaba ya y decidí ir ligero, lo que fue una soberana estupidez. Aún antes de que comenzara la música y de que la noche empezara a caer, un tipo cercano a mí, rudo y con su disfraz de rocker muy bien planchado, le preguntaba al hombre que vendía refrescos si no había posibilidad de que le consiguiera un matecito para el frío. Y es que en la grada el viento mordía inclemente, pero todos estábamos listos a aguantar la nevada si era necesario, que en esa ceremonia celebraríamos los cuarenta años de música del flaco y no era cosa de rajarse, no ante lo que todos sabíamos sería un concierto legendario.
Pero ni el más ilusionado alcanzaba a imaginar lo que se nos vendría encima, con las cinco horas y media que el flaco se despachó sin titubear, a sus sesenta tacos, con Cerati tocando Te para tres y Bajan, con Fito compartiendo piano y vocales en Las cosas tienen movimiento y Asilo en tu corazón, con Charly quemando los restos de cuerdas vocales en Rezo por vos. Y sobre el escenario, que cambiaba de instrumentos con cada nueva aparición, desfilaron Invisible, Pescado Rabioso, Jade y Los Socios del desierto, las bandas eternas del flaco, transportándonos en un viaje estelar por las constelaciones del jazz, del rock y el blues.
Yo, en mi papel de forastero en aquel culto y con mi parco conocimiento de apenas un par de discos en la materia -uno de ellos el imprescindible La la lá, ese disco freak del flaco y fito que el chompa tuvo a bien rolarme-, me dejaba llevar por los acordes, entre aves-sirena y planetas multicolores, acompañado por un par de fazos que me acercó la generosidad de un chabón sentado a mi lado, en una experiencia alucinante, viajando a lomo de armonías hasta sentir que estaba solo en ese estadio, en una travesía interior que cerraba mis días en el sur. Esa ceremonia, celebrada exactamente un año atrás en la misma noche en que escribo estas líneas (2010), representó el final de un viaje y el inicio de otro que aún continúa, y para los que tuvimos el honor de presenciarla, sin duda alguna, quedará como una de las mejores noches de nuestras vidas.