jueves, 31 de marzo de 2011

insomnes atrapados en una larga noche

Elija usted en cual de éstas muertes se puso a pensar...
Hace mucho que me vengo pensando ¿qué hubiera hecho yo? La duda era inevitable al imaginar con asco a todos aquellos que con su silencio fueron cómplices, que no apretaron el gatillo ni empuñaron la picana, pero que sabían que otros lo hacían y no hicieron nada.
¡Avestruz!


Anoche escuche
varias explosiones
tiros de escopeta y de revólver
autos acelerados, frenos, gritos
ecos de botas en la calle
toques de puerta,
quejas, por dioses, platos rotos
estaban dando la telenovela
por eso nadie miró pa'fuera

¡Avestruz!


El centro clandestino de Virrey Cevallos era distinto a los otros que operaban en Buenos Aires en los años de la larga noche. No era una gran base militar, ni un cuartel policíaco, y tampoco contaba con dimensiones que lo hicieran notable como el Olimpo o el garage mecánico de Automotores Orletti. Era sólo una casita cualquiera, tan común y corriente como las demás en el céntrico barrio de Montserrat, a unas cuantas cuadras del Congreso. "Casi" tan común, salvo por esos Ford Falcon que se pasaban el día entrando y saliendo. "Casi" tan común porque con los autos entraban y salían tipos de trajes igualmente grises, mala cara y pelo a lo milico, que por la mañana llegaban y que salían a la misma hora de la tarde, cada día, con una regularidad imposible de ignorar. Algunos vecinos, viejos moradores de la cuadra, respondieron cuando se les preguntó, años más tarde, que nunca vieron nada sospechoso, como si los autos, los tipos o el par de hombres que siempre se alcanzaban a distinguir, fuertemente armados custodiando al otro lado de la ventana, fueran la decoración habitual en el vecindario. Vecina, vecino ¿es que acaso no tiene su propio malencarado, plomo en mano y pelo al ras, cuidando su puerta? ¡que extraño! 
Es absurdo, lo sé, es estúpido y anacrónico, bien me lo sé, pero es humano preguntarse si hubiera tenido las agallas para no callar. Lo es si se piensa en aquellos que fueron forzados a decidir, en esos vecinos a los que no me atrevo a juzgar. No había frente a quien denunciar, no existía más camino de protesta que la militancia y la clandestinidad, jugarse el pellejo y el de los tuyos. ¿Se puede reprochar entonces a todos aquellos que con su silencio fueron cómplices? En ese centro clandestino de detención y tortura camuflado de casita suburbial en la calle de Virrey Cevallos al 628, habían apenas un par de celdas diminutas, la salita de los suplicios y una sala comedor y de juntas, donde el grupo de tareas planeaba las detenciones del día. Sólo era una pared lo que dividía el infierno de las torturas y el confort del departamento donde vivía un matrimonio con su bebé. La pareja, desesperada por los gritos incesantes que habitaban al otro lado del muro, decidió largarse, escapar y tratar de imaginar que la vida podía seguir, que su hija podría crecer en un mundo sin muros y sin gritos de sufrimiento. ¿Podían hacer algo más? Como ellos largó el hombre que vivía frente a la casa, cuando asqueado por la culpa, por la impotencia, vendió el departamento y rajó. ¿En su silencio y su huida cargaron con esos treinta mil desaparecidos? 
Elija usted en cual de éstas muertes se puso a pensar...        


Todos sabían lo que pasaba en esas mazmorras, y agachaban la mirada y aceleraban el paso y apretaban un poco más fuerte la mano del niño cuando pasaban por enfrente, sin poder evitar la desagradable sensación del vello que se eriza, la sangre que palpita en la sien, el lenguaje corporal del miedo. Claro que habían los que pasaban y pensaban para sus adentros "algo habrá hecho", "se lo merece, comunista de mierda". Dichosos los indiferentes, los que lograron burlar las trampas de la consciencia, porque de ellos sería el reino de la noche. Esos dormían tranquilos.     


Y no es el que duerme tranquilo
después de asesinar sin saber
Y ríe en su casa
Con el cuerpo limpio de muerte
En su espalda


Los que tuvieron que decidir entre el silencio y la acción también fueron víctimas, pues no tenían opción... ¿o sí?... Sospecho que esos no dormían, preguntándoselo, y así siguieron la vida, revolviéndose entre las sábanas, sin atreverse a dar una respuesta. 

viernes, 25 de marzo de 2011

marzo 24: teratología histórica

Para la gente de google, moderno oráculo portador de todas las respuestas, el día de hoy tenemos algo que recordar: se conmemora el 137 aniversario del natalicio de Harry Houdini. ¿Acaso a alguien le importa un carajo? supongo que no encontraron una efeméride más interesante que esa. Ya lo decía el general Videla: un fusilado puede levantar una tolvanera, pero treinta mil ausencias sólo ameritan el beneficio de la duda. Treinta y cinco años después google le da la razón.


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Como el de los superhéroes, como el de los santos -más parco sin duda-, el universo de los monstruos es infinito, plagado de criaturas fascinantes, aberrantes, imágenes vivas del terror, pero que no podemos dejar de perseguir, y como sucede con el santoral, cada quien se encuentra con su monstruo favorito. El mío lo encontré hace años, y apenas me enteré de su existencia nació una fascinación a primera vista. Cómo sucedía en los tiempos anteriores a la imagen, a mi monstruo lo hallé en la literatura, casi por accidente, la tarde en que tomé un libro de un nombre demasiado grande para un tomo tan pequeño, y desde la primera línea se apoderó de mi imaginación. Hizo brotar en mí un miedo que no sabía que existía, revelándome de un golpe angustias profundas que hasta ese momento desconocía. Mi monstruo no tenía poderes sobrenaturales, no aparecía y desaparecía ni era producto de algún maleficio, no tenía garras ni muchos ojos ni se transformaba a la luz de la luna llena. Bien visto, mi monstruo era más bien muy poquita cosa, feo físicamente aunque dentro de los límites de lo humano; perverso eso sí, pero falto de imaginación; se alimentaba de sangre, a su modo, y se nutría del miedo de la gente, pero no era más que un pobre diablo, unas veces más ridículo que otras. Mi monstruo tenía distintos nombres según la cultura en donde se le encontrara, a veces tenía lentes o bigote, y la única constante era que siempre venía envuelto en un horrendo disfraz verde. 
Desde nuestro primer encuentro me ató a él una extraña relación, mitad repugnancia, mitad curiosidad. ¿Cómo este monstruo, me preguntaba siempre, siendo tan poca cosa, tan vulgar, era capaz de tanta atrocidad? Con su montón de secuaces, monstruos menores y grises que siempre le acompañaban, sembraba el terror y la desolación a su paso. Mi monstruo se llamaba dictador.


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Hay dolores que le duelen a uno sin haberlos padecido, tan sólo por pensar en la simple posibilidad de que a otro le dolió en el vivo pellejo. Uno lee y escucha, se sumerge en el triste mar de testimonios y se pregunta en qué punto se hubiera quebrado, porque jamás hubiera sido capaz de soportar tanto. Sin hablar de la detención clandestina, de la tortura, del encierro, más allá del dolor físico al que la imaginación ni siquiera se atreve a aproximarse, uno simplemente hubiera sido incapaz de soportar el miedo, la desaparición de la compañera, de los hijos, la llamada que te avisa que tu amigo ha muerto, que a fulanito lo levantaron. ¿Quien lo hubiera podido aguantar? ¿quien puede atravesar tanta tristeza y conservar la vida? ¿que caso tendría? 


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Bajo la dictadura argentina Rodolfo Walsh soportó perder a su hija en un enfrentamiento con los milicos. ¿Cómo? Tuvo el valor de levantar el puño. ¿De donde lo sacó? La mujer de Hector Oesterheld, guionista de tiras cómicas y creador del Eternauta, sufrió no sólo el secuestro de su esposo, no sólo la desaparición de sus cuatro hijas y sus yernos, sino además la pérdida de sus dos nietos. "Tengo una familia exterminada... ¿por qué yo estoy viva? no lo sé, es el gran interrogante de mi vida" se le escucha decir más de veinte años después. Puedo entender la ambición y la carencia más absoluta de humanidad de quienes impusieron el terror, puedo aceptar que exista la crueldad recubierta de indiferencia en quienes articularon la barbarie por propia mano, puedo comprender el miedo de quienes sabían que todo esto se daba, día tras día tras día, justo en el sótano de la casa de a lado y preferían volver la vista. Lo que no puedo comprender es cómo Elsa Oesterheld tuvo la fortaleza de seguir viviendo.
Lo que me gusta en el arte es encontrar que alguien realizó algo que yo ni siquiera hubiera podido ser capaz de imaginar. Lo que me llena de ternura de este mar de historias, de una ternura que duele, es conocer, desde mi abrumadora insignificancia y cobardía, cuanto valor cabe en el corazón de quien luchaba, cuanta fuerza encierra el espíritu de quien soporta, cuanta humanidad y dignidad corría por las venas de eso cuerpos destrozados por la picana, la tortura y el encierro.


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Un guardia un poco más bueno me dejó ir al baño debido a una gran diarrea que tenía. Ahí afané unas hojas de diarios que había y me las llevé a escondidas. Leyéndolas me enteré de la muerte de Chaplin y lo comenté. El viejo se conmovió... dijo que quería mucho a Chaplin. 
Uno de los recuerdos más inolvidables que recuerdo de Hector se refiere a la noche buena del '77. Los guardianes nos dieron permiso para quitarnos las capuchas y para fumar un cigarrillo. También nos permitieron hablar entre nosotros cinco minutos... entonces Hector dijo que por ser el más viejo de todos los presos quería saludar uno por uno a los que allí estábamos. Nunca olvidaré aquel último apretón de manos. Hector Oesterheld tenía unos sesenta años cuando sucedieron estos hechos. Su estado físico era muy, muy penoso. Ignoro cual pudo haber sido su suerte. Yo fui liberado en enero del '78... él permanecía en aquel lugar, y nunca más supe de él.   
Testimonio de Eduardo Arias.


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Desde su celda en Campo de Mayo, Videla leyó lo que decía alguien en el diario de hoy: en la Argentina no mataron a treinta mil, mataron a uno treinta mil veces. Ese uno se llamaba Walsh, se llamaba Oesterheld, se llamaba madre y se llamaba hermano y se llamaba... Lo que la memoria defiende del olvido no es la historia de una masacre, sino una sola historia con treinta mil variantes, muchas aún por contar. Ese es su triunfo por encima de la masa de la cifra y del anonimato que olvida. Perdió general.  
Pero en algo sí acertó, cuando el 22 de diciembre, en el juicio que le reiteró la perpetua, dijo que libró “no una guerra sucia, sino una guerra justa que aún no ha terminado”. Es cierto general, mientras existan los monstruos, mientras haya quien derrocha y quien no come, quien olvide y quien recuerde, esa guerra justa no terminará. 


Entrevista a Elsa Oesterheld:
(parte uno)
http://www.youtube.com/watch?v=EuK5hCIZS00&feature=player_embedded

(parte dos)
http://www.youtube.com/watch?v=vdmw5jBhzaY&feature=player_embedded      

jueves, 10 de marzo de 2011

crónicas del expreso doble

Aburrido de estar aburrido se me ocurre que me gusta una chica. La puedo ver algo difusa, cuatro mesas más allá. Es un perfil, una piel que luce delicada y un lindo cabello del color de la noche. Es tan sólo eso, una chica más sentada en un café, sin rostro ni nombre, de la que sólo sé que es delgada y que me gusta la manera en que coloca su mano izquierda en el aire, sobre la nada, como acariciándola con esa indiferente suavidad. Me ha gustado esa mujer que es como cualquier otra, sin que me importe conocer la silueta de sus labios o el color de sus ojos. No me ha atraído por ser particularmente linda o notoria, sino solamente por esa manera en que descansa los codos sobre la mesa, mientras conversa con su amiga frente a una taza de café. Se la ve tan relajada así, tan propia en el cotidiano ejercicio de llevar la vida y dejarse ir en sus aguas. Acaso me he enamorado en estos pocos minutos, otra vez, como tantas otras, cumpliendo la rutina de enamorarse y abandonarse en un simple trayecto de autobús, en un simple cruce sobre la acera o en cualquier otra situación igualmente absurda. Pero no soy tan estúpido como para ignorar que no me he enamorado en absoluto, y que lo único que sucede aquí es una vuelta de tuerca más al inocente juego de imaginar lo que podría ser y no será. Ahora mismo podría levantarme y sortear la azarosa travesía de los seis metros que me separan de su mesa, con pasos torpes que mal intenten simular seguridad, llegarme hasta ella y mirarle a los ojos. Tal vez sea ese el momento en que, por primera vez en la vida, tenga algo inteligente que decir, en que asome a mis labios la frase correcta, el encantamiento que logre mover la roca a la puerta de la cueva. Tal vez, imagino con cándida imbecilidad, mi grisura encierre algo que le pueda despertar curiosidad. 
Comienzan a levantar las mesas, el café está a punto de cerrar y nuestra historia se despeña en la inminencia del olvido, nuestro romance que sí, fue un tanto breve, pero no por eso ha quedado exento de un adiós tan doloroso como el que más. Me quedo inmóvil en mi silla, preguntándome qué fue lo que falló, rebuscando en los detalles de nuestro pasado qué fue lo que hice mal. Supongo que el primer error y el más grande de todos los que cometí con ella fue enamorarme de un perfil un cabello y una mano; el segundo, no habérselo dicho. Dejo unas monedas sobre la mesa y salgo a la calle solitaria sin mirar atrás.    

jueves, 3 de marzo de 2011

minería 2011, sobre lo aburrida que es una feria de libros sin plata y sin agallas para robar

Como sucede cada año, al salir de ahí, con las pocas y humildes presas que logré cazar -y que seguramente no habré de leer, como ha sucedido con las presas de los años anteriores-, prometí al cielo no volver el año siguiente, ritual que también se repite cada año. La feria del libro de Minería es la mayor cita editorial para esta ciudad, superando en glamour a la feria del zócalo, más linda porque se puede fumar, y a las pequeñas ferias de saldos que de un tiempo para acá viene organizando Paco Taibo, y para los parias que no contamos con la plata suficiente para pagarnos la vuelta a tierras cristeras, significa la mejor alternativa para practicar algunas horas el bello deporte de morbosear libros, meterle mano a un par, y devolverlos al estante preguntando cómo mierda piensan las editoriales que les podría pagar semejante suma.
Como cada año, tal vez atraído por las muchas y los muchos que se apelotonaban a la entrada, palpé en mi bolsillo trasero el par de billetes de baja estofa que traía, espanté de un manotazo el recuerdo de la promesa que formulé la última vez, y me deje llevar por el canto de las sirenas editoras. De nuevo el inmenso stand de la unam, sólo atractivo para los entendidos; de nuevo el patio central con los grandes dinosaurios: Alfaguara, Océano, Grijalbo y vainas similares, de nuevo todo. Una vueltita rápida por los libros de academia, nomás por no dejar, y rápido lanzarse a los sitios de saldos. Ya se sabe que Siglo XXI siempre saca vejestorios nada despreciables de sus bodegas, que Planeta monta en un rincón una mesa de saldos, que Proceso pone las ediciones especiales diez varos por debajo y que en un pasillo hay un hombre gordo de gafas que remata una ensalada de cosas publicadas por Mondadori, así que sin dilación me encaminé en la peregrinación de los saldos y piojitos, únicos materiales accesibles para un bolsillo con más sueños y buenas intenciones que monedas.
La primera escala cumplió con lo previsto: tres mesas llenas de viejos estudios sobre movimientos sociales, libros de economía (zzzzzz) y uno que otro remilgo decente. En los muros, libros bonitos por los que esperaré diez años hasta que Siglo XXI los coloque en la mesa para mortales, bajo el cartelito amarillo de "ofertas". Segunda escala: Planeta. Entrando, inmediatamente a mano derecha, una veintena de títulos de Seix Barral España, interesantes y ridículamente caros, que me hacen imaginar que, por ese precio, seguro un tipo los trajo a nado por todo el Atlántico. Hola y con permiso, que mi cita está al fondo, en la mesa de sal... ¿y la mesa de saldos? ¡hijos de la chingada!, esta vez no les dio la gana sacar libros para los de a pie, y donde en años anteriores estuvo alguna cosa de Bioy Casares, de Kawabata o algún somnoliento título de historia de Crítica en cuarenta varitos, ahora no había más que bestselleros. Va ojetes, esta no se las perdonaré.
Me recobro como puedo y con mi presupuesto ridículo subo a ver a los de Proceso. Con ellos no hay falla, son banda. Bajo y veo al gordo de gafas, fiel a la cita, con su revoltura de feng shui para el baño y superación personal, pero que no deja de tener alguna cosa interesante medio escondida. Para mi pueril poder adquisitivo ahí acabó la feria. Lo demás fueron pasos ociosos entre precios de primer mundo. El pabellón de la belleza con Acantilado, Siruela y Anagrama, reservando sus encantos para billeteras más gordas y cultas que la mía; la galería de arte en las portadas de Alianza, la letra gourmet de alguna editorial española ($350 por una pequeña edición muy mona de El fantasma de Canterville, jo! supongo que lo editó el mismísimo Gutenberg en persona) y sefiní. Alfaguara con sus montañas de lo mismo pero más caro, Océano con su catálogo aburrido y a precio de oro, Tusquets con la nueva de Murakami, al mismo precio que en Gandhi. Chido. 
Salgo a la calle con un librito sobre la cultura del 900, para enterarme de quien era el tal Joyce, el tal Musil y demás tales, un libro sobre los últimos conocimientos que se tienen sobre el sueño y otro de Pérez Tamayo sobre enfermedades viejas, mis salditos de Siglo XXI, y al mirarlos me pregunto si alguna vez en la vida los leeré. Conozco la respuesta. Creo que lo único que leeré son las memorias de Elenita Garro sobre la España del '37 y el de Fresán que rescaté entre los tratados doctorales del feng shui y dietas milagrosas sin dejar de comer. Caigo en la cuenta de que antes las ferias eran más chéveres, porque guardaban la expectativa de un posible robo furtivo, de esos tres segundos de descuido en que me podía hacer de alguna cosa, pero ahora soy más veterano, más cobarde y pusilánime. Me resigno, levanto a los cielos la mirada y el puño, y en silencio me prometo que no volveré al siguiente año.