martes, 27 de julio de 2010

Joseph Cartaphilus, vendedor de periódicos


Al mirar a aquel hombre, pequeño y ajado, encorvado sobre la mesita desvencijada que sostiene el tablero de ajedrez, no puedo evitar imaginar cuantas veces habrá jugado esa partida, u otras, de movimientos distintos, que por la fuerza de la repetición acaban siendo la misma. En él todo es viejo, como terroso, con la huella de la lenta procesión de años que le han pasado encima, en sus ropas gastadas y acaso un poco grandes, en esas botas negras y toscas con la punta despellejada, en la piel de su rostro, marcada por arrugas profundas curtidas por el sol. El cabello blanco casi azul, una breve e informe mata de pelos ralos blancos que pudiera llamarse bigote, pero sobre todo unos ojos de zorro y su mirada aguda, dan la impresión de estar frente a un viejo sabio y astuto, que encerrara más años de los que la piel pudiera contar.  
Todo en su diminuto mundo, una casetita de periódicos y la mesa improvisada para colocar el tablero, transmite esa sensación de antigüedad: revistas de modas pasadas y un par de fotos descoloridas de gran formato, que exhiben la fortaleza de un hombre levantándose del piso sobre un sólo brazo. Entre la penumbra interior de la estrecha caseta, se adivinan algunas pilas de diarios viejos y un bracero pequeño, junto a una botella con restos de salsa Valentina y un envase de Coca Cola; al fondo, dos veladoras a punto de extinguirse, dentro de una latita de chiles La Morena y de un jarro de barro, que alumbran con lo poco que les queda de vida una imagen de la Virgen María. Viejo y gastado es el tablero sobre el que disputa esa partida, con las blancas encabezadas por un diminuto soldadito de plástico, remplazando al típico peón perdido.
¿Todas juegan? pregunta el viejo a su oponente, un hombre ordinario que hace esfuerzos tremendos para seguirle la batalla. Todas juegan, responde el tipo sin hacerle mucha gracia, y sonrío con el viejo, mientras sigo la partida fascinado por aquel humilde vendedor de periódicos, tan invisible ante los ojos de los que no se preocupan por mirar. El hombre lucha, ataca, pero cae. En la nueva partida intenta una apertura distinta, alineando el alfil de su reina en diagonal con la torre. Corre el tiempo y cuando está a punto de vencer, sin saber como, es vencido. Así discurren los siguientes juegos, siempre con el mismo resultado, mientras yo no puedo seguir mi camino por el embrujo de aquel viejo. Lo que más me atrae es la manera en que pasea la mirada a través del tablero, como saltando inquieta de un escaque a otro, con la misma velocidad con que desplaza sus huestes hasta fulminar al rey enemigo. Este hombre me recuerda tanto a aquel otro que hace siglos, en un patio de la cárcel de Samarkanda, jugó muchísimo al ajedrez. De inmediato pienso en el anticuario Joseph Cartaphilus, ese que alguna vez fue Marco Flaminio Rufo, tribuno de Roma, y en lo normal que sería encontrarlo en una ciudad como ésta, vendiendo diarios en una esquina cualquiera.
El viejo se apunta una nueva campaña victoriosa con un temerario pero sutil movimiento de caballo y torre, un mate que seguramente ha jugado en alguna ocasión anterior, como seguramente ha jugado ya, por lo menos una vez, todas las combinaciones posibles del ajedrez. Enciendo un cigarrillo y al volverme para seguir mi camino, me detengo un instante, sin albergar ninguna duda, y le pregunto así, como quien pregunta sobre cualquier cosa conociendo de antemano la respuesta, qué sabe de la Odisea. Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.
              

jueves, 22 de julio de 2010

nota para regalo de bodas pincho

Ese regalo sólo se podía salvar con una explicación de por medio:

El hombre de la tienda de talavera me miró con lástima cuando le mencioné mi presupuesto. Seguro pensó que los treinta minutos que le robaría valían más que eso, pero igual se jodió, y mal disimulando la mueca de disgusto me dijo –eso sí, en el tono más amable que encontró- que por esa miseria sólo podía aspirar a un platón o a un florerito, incluso sugirió un platito-reloj que tenía la leyenda “dios bendiga este hogar”. Lo rechacé inmediatamente porque me pareció demasiado ordinario, demasiado anodino para una mujer que quiero tanto. El tipo por supuesto no se rindió y se tiró a fondo hablando de las bondades del florerito: ¡podían colocarlo en cualquier parte! ¡Era el obsequio más práctico! ¡Estaba rebonito! bueno, sí  estaba rebonito, pero sobre todo, ¡era el último recurso que le quedaba a un paria como yo para no presentarse a la boda de su carnalita con la vergüenza de las manos vacías! Esto último no lo dijo pero lo pensó todo el tiempo. Al final del estira y afloje le dije que nel, que no quería llevarme un regalo “práctico”. Quería un regalo especial.
Así, le solté que me llevaría el espejo pequeño –que había visto en la tienda de enfrente- y que gracias por su tiempo. El pobre hombre me miró iracundo, pero aún tuvo el coraje de decir que en la parte de arriba había más floreros, que un espejito era absurdo, casi una porquería inservible pues no lo podrían colgar en la sala por ser tan pequeño. Simplemente era ridículo, el regalo de bodas más ridículo que se podía imaginar.

Varias horas más tarde miro mi espejito y creo que el pobre infeliz tenía razón. Es el regalo más estúpido que mis amigos habrán de recibir. Por eso me veía obligado a agregar esta nota aclaratoria, que de haberles regalado algo práctico como una plancha o un florerito,  de haber siquiera husmeado en la mesa de regalos buscando el salerito y el pimientero, me hubiera ahorrado la pena de escribir.
Tzin, Paco, mi regalo tiene truco. Sirve para maldita la cosa, y acaso en este punto ambos están pensando que les hubiera venido mucho mejor la plancha, el florero o incluso el puto relojito de dios bendiga este hogar. Chance y hasta el Paco ha reprochado ya la ocurrencia de haberme invitado, más aún después de ser el único en ir de jeans y tenis. Pero bueno, les decía que este tal espejito tiene maña, y es que les ruego, les suplico, que sin importar donde lo cuelguen –ojalá lo cuelguen en algún lado-, cada vez que se miren, en un día cualquiera, en medio de la rutina o tras una rutinaria pelea cualquiera, se miren en él y encuentren a una persona dichosa, plena, que ha encontrado a otro ser maravilloso a quien amar, y recuerden que ese es el gran hallazgo. Quiero que se miren y sonrían por ser felices, por ser inmensamente felices. Ese es mi mayor deseo.

Después de aclarar eso, ahora sí puedo entregarles mi verdadero regalo, el que supe les daría desde el primer momento. Tranqui, es aún más estúpido que el espejo y creo que todavía más inútil. Se trata sólo de unas cuantas líneas, que para mí encierran toda la música y el sueño que debe ser esta vida. Sé que ustedes sabrán lograrlo, por eso las pongo en sus manos:

Les deseo que su vida juntos sea un hogar indestructible, que tenga “un sol en cada puerta, una luna en cada ventana y estrellas errantes en los cuartos. Que tenga un laberinto de risas, que su cocina sea cruce de caminos; su jardín, cause de todos los ríos, y ella toda, el nacimiento de los pueblos. Que cada balcón sea una patria diferente; sus muebles florecerán, de sus copas brotarán surtidores, de las sábanas, alfombras mágicas para viajar al sueño.”   
Les deseo que con hilos que unen sin atar “borden servilletas, con iniciales entrelazadas, con ese hilo mágico, irrompible, que hace de dos nombres uno, con el mismo hilo invisible que une la flor con la luz, la manzana al perfume, la mujer al hombre…

Ese es nuestro verdadero regalo, de Elena Garro y mío... ¿Qué diría el hombre de la tienda si se enterara de esto? 

lunes, 5 de julio de 2010

marejada

Peleo con las correcciones de un capítulo. Me piden que agregue algo pero eso rompe la estructura narrativa del texto, maldita sea. Llevo días sin lograr resolver esto. Me distraigo en los libros que, a merced de los misteriosos códigos que sistematizan el desorden, se apilan sobre mi mesa de trabajo: "Prisión perpetua" de Piglia, encima de "La invención de la soledad" de Auster y "La peste" de Camus. Otro cigarrillo, ¿por qué debo alterar la introducción, si a mí me gusta como está? Mi asesora lo mandó por seguir la etiqueta académica, joder. Entre la molestia y el embotamiento, reparo en el hecho curioso de que hay una secuencia precisamente en la forma en que están colocados los libros: la letra del apellido del primero es la letra del nombre del de abajo. Piglia-Paul-Auster-Albert. Vaya ridícula casualidad. ¿casualidad? ¿existe tal cosa? o en realidad es uno de esos detalles, sin importancia aparente, que encierran claves de cosas mucho más grandes, que rebasan la lógica ordinaria, como siempre apunta el propio Auster...
Suena el teléfono, respondo y por un segundo pienso que al otro lado de la línea encontraré una voz preguntándome si ésta es la agencia de detectives, como le sucede a Daniel Quinn en Ciudad de Cristal. No, es mi hermana, quien deshecha me dice que no la han aceptado en Música. Intento tranquilizarla, levanto la vista sabiendo la tristeza que de golpe le ha inundado. Mi vista se encuentra con un mosquito que pasea en lo alto de la pared, hijo de puta. Puedo escuchar como se quiebra la voz de Ilse con el llanto irrefrenable y furioso que le sube por la garganta. No hay posibilidad de alivio; había trabajado muy duro por esto y se lo han arrebatado. Su tristeza se desliza por el obscuro túnel que une su voz y la mía y entra en mí. Me abro paso entre el desconsuelo de ambos y le digo que la quiero y que ahora mismo la alcanzo para diluir el coraje a punta de tragos, pero cuelga antes de que tenga otra oportunidad de convencerla.
Regreso a mi mesa de trabajo, contemplo las líneas del escrito que no encuentran armonía. Me duele el dolor de mi hermana. Recuerdo al hijo de puta que volaba confiado en la pared y al buscarlo no encuentro más que una araña saltando salvajemente sobre su presa. Lo envuelve, tendiendo con la perfecta sincronía de sus patas las líneas invisibles que lo suspenden en la nada, como si los extraños movimientos que dibuja fuesen una suerte de encantamiento que paraliza al mosco. Las alas del pobre infeliz se agitan todavía un segundo antes de que el conjuro se complete.
Todo transcurre en un instante, como una gruesa marejada que irrumpe y azota furiosa la vida de los seres.

jueves, 1 de julio de 2010

ensayo vulgar de noche de año nuevo

                                Decoración de interiores (julio 1.10)

1
Página en blanco de una noche ordinaria. Es terrible llegar a esta noche y que sea tan ridículamente ordinaria, cuando en teoría debía haber sido, si no especial por lo menos más afortunada. Hoy 30 de junio (de hecho ya es mañana 1 de julio pero siempre he creído que los días terminan hasta que uno decide dormir), hoy 30 de junio fue, para mí, el último día de una década. Iré a dormir y mañana, cuando despierte, tendré 30 años. ¿Son pocos? ¿son muchos? son tan pocos para tener un espíritu tan avejentado, son tantos que resulta penoso no haber logrado absolutamente nada. Todo es relativo.

Desde hace algún tiempo sabía que sería difícil dar este cambio de década, después de todo los 30 son como el momento crucial, el border después del cual uno se convierte en un adulto joven o en un joven ya viejo, según lo obtuso que cada quien sea para verlo. No sé bien a bien como se aprende eso, pero creo que en el imaginario colectivo (desde la clase media baja alta hasta la élite) los 20 son para vivir la chaviza a plenitud, son diez años en que uno puede seguir haciendo estupideces de chamacos pero con el varo para hacerlas correctamente, pues se supone que ya se cuenta con trabajo. Los 20 son cruciales: son el fin de la licenciatura, la incorporación en el abyecto mundo laboral, tal vez la buenaondés pequeñoburguesa de una maestría con bequita; son los años de la independencia y del comienzo de la vida en pareja, cuando la selección natural nos hace el paro de acomodarnos en algún lugar. Los 30 entonces, son un nuevo episodio, donde uno se dedica a incrementar lo obtenido, a ambicionar cada vez más una vida cómoda. Es cuando la banda comienza a deshacerse de las consignas y a orientar los pasos por el resplandor del oro. La gente normalmente se casa -los pocos que aún no lo han hecho- y tienen hijos -los aún más escasos que no los han tenido-. Los 30 es cuando se distingue con claridad, según el canon del darwinismo social, el mundo de los triunfadores, esos que tienen casa, pretensiones, nave y esposita con crío(s), de los que no lo son, los eslabones primarios de la cadena alimenticia, que no tienen en qué caerse muertos, sin trabajo, sin relaciones firmes, sin nada. La mía claro, es la fila b.

3
Esta noche es como una noche de año nuevo, pero con la diferencia de que en lugar de hacer balance de un año se hace de diez, que no hay uvas ni alcohol y que a nadie más le importa un carajo. Por eso es tan patético llegar a ella en condiciones tan vulgares, sentado a la madrugada frente a la compu escribiendo cosas absurdas, como es costumbre. Comprendo que lo que pesa no es ver como transcurren los años, sino darse cuenta de lo poco que se ha conseguido en ellos. Pesa mirarse en el espejo y tener que desviar la mirada al encontrar un reflejo tan ajado y gris. En estos diez años fui feliz, pero de un tiempo para acá el espíritu se me avinagró y se me hizo mucho más mezquino. Acumulé  algunas decepciones, cumplí nuevas derrotas, me envilecí y le fallé a seres queridos, aunque no di el panzonazo ni he perdido el cabello, así que supongo no me puedo quejar. Terminé una licenciatura y cursé una maestría, es decir soy el mismo pobre pendejo que era hace diez años pero con más noches perdidas en trabajos inútiles. Mi riqueza se reduce a un puñado de libros arrumbados en cajas, un par de tazas y un cenicero; mi reino es tan vasto como una mesa de café y un rincón en la habitación de mi hermanito, en la casa de mi madre a donde vine a encallar después del naufragio. Joder, ni siquiera tengo el beneficio de un espacio propio donde rumiar mis frustraciones. Los números más que rojos son ridículos, por eso es mejor no perder el tiempo en balances.

4
Este año nuevo no hay nada que celebrar. Creo que la vida no se mide en días y mucho menos en indicadores tan vanos como las posesiones, sino en buenos momentos y en personas con quienes se cultivan cariños. Por eso el recuento es lamentable, pues perdí a tanta gente, amigos que quise mucho y que el viento barrió como hojas secas. Perdí un montón de cartas y algunos abrazos. Entre mis errores, mi manera pueril de querer y mi falta de miras perdí un amor, uno que simplemente no podía darme el lujo de perder. Por encima de todo, perdí a mi viejita, a mi natalia, y con ella se me fueron los últimos despojos de alegría.

Con tantos adioses, con cada persona que he extraviado en el camino, he perdido una parte buena de lo que alguna vez fui, y ahora sólo queda esto. Miro atrás y encuentro que mis huellas se han perdido y que para algunos he sido tan digno de olvido. En algún punto di una vuelta equivocada y lo extravié todo. La esperanza, la imaginación, la curiosidad, la necedad, todo se volvió nada. Así llego a esta noche, en la que sólo me importa agradecer a unas cuantas personas que han permanecido aquí y que no leerán esto (sólo ga mantiene la generosidad de perder el tiempo en leer esto). Gracias, porque sin ustedes me interesaría muy poco despertar mañana.