jueves, 16 de diciembre de 2010

uno de tantos ensayos

Hoy llegó una de esas mañanas en que uno despierta entre arenas movedizas, todavía lanzando desesperados manotazos al sueño que se escurre entre los últimos restos de la noche.  Fue una de esas mañanas tan habituales hasta hace unos meses y que había logrado ir dejando de a poco. Te soñé, una vez más.
Habrá sido porque ayer pensé en que Emilia es un buen nombre para una niña, o tal vez porque anoche, entre trago y trago, regresé al viejo deporte de hablar de ti. Mi víctima, alguien que te conoció hace un par de años, se desquitó soltando a quemarropa la pregunta inevitable. Claro, dije, sin dudarlo un sólo instante. Claro que volvería a ese lugar. Mi respuesta era demasiado predecible.
Los sueños son el museo del ayer y la fábrica del mañana, dice Fresán, y no sé por qué ayer te dignaste a visitarme, si tu silencio ha sido implacable durante todos estos meses, tanto que hasta en los sueños me habías abandonado. Pero ahí estabas, tan bella como te recuerdo. Y hoy, hace un instante, mientras intentaba recuperarme de la resaca de extrañarte, la casualidad ha tocado a la puerta, dejando en el buzón un correo tuyo, después de una ausencia tan larga. Creo que te fabriqué al soñarte. Si es así, ¿funcionará si te sueño cada noche? 
Puedo pasarme la vida intentándolo



lunes, 29 de noviembre de 2010

Apenas un segundo de inmersión

Una de las primeras cosas que quedaron proscritas fue Radiohead, porque olía demasiado a casa y porque sonaba demasiado a ti. Sobre todo, porque me arrastraba a una obscuridad y una historia y una mano contando una historia sobre esa otra mano en la obscuridad, y el llanto y los años y la tristeza que, adivinaba, habría de terminar con los años y el amor. Por eso quedó proscrito cuando ni siquiera me quedó el valor de calzarme un par de audífonos y salir a patear la tarde, acompasando mi miseria con el Kid A, just like the old old times.

¿Con quien hablas? otra vez debajo de un árbol charlando con fantasmas, pobre imbécil.

Ya te decía, que la música se fue al carajo, y en su lugar sólo quedó ruido, y tras el ruido silencio, un silencio espeso, impenetrable, como el que debe habitar en el fondo de los mares. Profundidad, abajo, más abajo, perdiéndose en la inconmensurable lejanía que separa las rocas del viento y a los vivos de los muertos. Sé que entiendes de qué hablo, que también sentiste los pulmones invadidos de nada y los ojos llenos de obscuridad. Y allá abajo entendí lo que no pude saber en tantos años, cuando en mitad de la inmersión, incapaz de soportarlo, aterrado por la asfixia, soltaba tu mano y braceaba desesperado hacia la superficie. Entendí muchas cosas entonces y muchas de tus palabras adquirieron sentido, sólo hasta que las escuché en medio del silencio.
¿Cobardía? ¿Imbecilidad? ¿Egoísmo? fue todo y fue que soy demasiado simple para comprender tantas cosas que me superan. La gente teme a lo que es incapaz de entender. Pero cuando se está en aquel lugar, en el reino de los sueños sin sueños, atrapado en uno mismo, sólo hay una persona con quien hablar. Le dije que se había equivocado tanto, que una disculpa no bastaba cuando no fue capaz de retener el aire unos cuantos segundos más y tirar y dejar la vida tirando, y mientras hablaba levantaba la mirada, buscando una mano que de repente rompiera la inmovilidad de ese dulce sepulcro salado, una mano que, bien lo sabía, no habría de llegar.
¿Que tiene que ver Radiohead con todo esto? por supuesto nada. Supongo que tras tanto tiempo abajo me quedó la costumbre de perderme en monólogos obtusos. Poco a poco, con el ritmo lentísimo que se debe guardar en ascensos de ese tipo, emprendí la vuelta. Tomó su tiempo pues los pulmones debían ajustarse a los cambios de presión y acostumbrarse poco a poco a la sensación de respirar, pero hubo un par de manos que jalaron de mí, pacientemente, hasta acercarme a la claridad. Abajo dejé muchas cosas cuyo peso no podía soportar, y las junté todas y les encimé algunas rocas, y en esos lechos donde no hay tiempo ni memoria yacen aún, sepultadas por la noche. Y una vez afuera empecé por inventarme un nombre nuevo, algo sencillo, ordinario en buena medida, pero cálido, y volví a aprender el complejo mecanismo que suma un movimiento de los labios a otro para producir sonidos y el que pone un pie delante del otro, flexionar ligeramente la rodilla y levantar el pie que se quedó atrás para impulsarlo hacia el frente mientras el primer pie sostiene la masa corporal, en el delicado equilibrio de un instante, hasta que el otro se planta y todo se repite. Es todo muy complejo y ha costado trabajo asimilarlo, pero voy mejorando.
Y cuando la gente me ve ahora, con mi piel teñida de una ligera tonalidad verdosa apenas perceptible, ensayando con torpeza lo aprendido, experimentan un momentáneo desconcierto, un vago dejo de repulsión que adivino en sus miradas, porque intuyen que no soy del todo como ellos. Tienen razón, porque por mucho que me esfuerzo por vestirme en eso que llaman normalidad, uno nunca vuelve a ser el que era antes de estar en las profundidades. Por eso, de vez en vez, en vez, no puedo evitar recordar ese tiempo que pasé sumergido en la noche sin estrellas, experimentar en la piel de nuevo el frío absoluto que envolvía mi cuerpo inmóvil. Por eso cuando quedo solo en medio de esta noche de grillos y de aire, casi siempre dejo ir unos segundos sin respirar, imaginando con nostalgia el limo que ha brotado sobre las piedras que cubren los restos, invocándote con el silencio de los pensamientos, porque algo de las profundidades quedó en mí.

Qué estúpido. Sólo quería decir que esta noche volví a escuchar a Radiohead.       

 

jueves, 25 de noviembre de 2010

cajita de pasos perdidos

Tristemente un día se me ocurrió ceder a la tentación de abrir un blog. Triste porque encierra cuadros que, de no estar aquí, con un poco de fortuna tal vez hubiera ya olvidado; recuerdos de horas desoladas, que no es grato volver a visitar, y de días felices, que son los peores. Pero ahí están, para bien y para mal, esos vestigios de una vida ordinaria, y al mirarlos caigo en la cuenta de que lo peor de todo es que, de un tiempo para acá, se me han desaparecido las historias.

La última historia que pude contar, la historia más bella que conozco, la dibujé sobre la piel de una mujer maravillosa. Se la dejé ahí, escrita con una caligrafía invisible que sólo nosotros dos podíamos comprender, pensando que sólo así sobreviviría al tiempo y a la adversidad, y le rogué que, pasara lo que pasara, no la olvidara. Aún sin confesarlo, entre otras ingenuidades, creía que existían cosas capaces de escapar a lo efímero. Pero un buen  día ella se fue y la historia fue olvidada, como tal vez debía suceder.
Desde entonces, la vida se ha reducido a extrañar las historias que me narraba mi mujer eterna, la vieja Nata, a un par de abrazos de mis amigos y a un cuento de tres líneas insulsas que resumen todas las tardes perdidas en la mesa de un café. Sólo soy capaz de recordar algunas noches sin luna, un par de historias de Paul Auster y una escena de La Peste. A eso se reduce casi un año de camino.  

Al calor de la batalla sólo he aprendido que la vida se reduce a una cosa simple y elemental: conocer nuevas historias. Por eso existe la literatura y la palabra, por eso la gente se encierra dos horas en la soledad de los cines, y guarda fotografías y tararea canciones mientras sale a caminar sin un destino planeado, por la avidez con que busca nuevas historias donde leerse, nuevas experiencias donde vivirse. Creo que esa necesidad de historias es el viento que impulsa la nave, el único remedio posible contra la vida vacía. Entonces este pequeño espacio, de por sí tan modesto, se me ha venido a menos de modo tan dramático por no tener alguna historia pequeña que llevarse a la boca, contando una existencia fragmentaria, carente de imaginación y de cosas que narrar. Este blog, esta vida, se me convirtió de repente en una cajita de pasos perdidos.

Pero esta tarde, en que como otras he corrido a cazar historias a un cine, unas líneas en una novela estupenda, una peli de Woody Allen y la fortuna de encontrarme con algunos conocidos del pasado, me han hecho recordar de qué se trata este oficio de respirar, y que tal vez, uno nunca sabe, la casualidad puede traer nuevos relatos que contar. Esta tarde sencilla he entendido que aún los pasos perdidos pueden llegar a algún lugar.

...descubrió que sus pasos, al no llevarlo a ninguna parte, lo conducían al interior de sí mismo. Estaba haciendo un viaje interior, y se encontraba perdido, pero lejos de preocuparlo, esta idea se convirtió en fuente de felicidad y alborozo... y entonces se dijo a sí mismo, con un tono casi triunfante: Estoy perdido.
Auster. La invención de la soledad  

lunes, 8 de noviembre de 2010

jirones

Hay un ejército anónimo recorriendo la ciudad, una horda de hombres y mujeres de tela, que en silencio y con la frente caída avanzan a ningún lado, sin rumbo, sembrando pasos que no darán fruto alguno. Ahí van, con la vida hecha jirones, sin poder reconocerse en el pasado, y los miro deambular, exentos de la terrible tentación de albergar esperanzas, perdidos en monólogos absurdos, cada uno con su propia desdicha a cuestas, sin ni siquiera tomarse la molestia de mirar al frente. ¿Qué caso tendría hacerlo, si no existe el mañana ni el lugar a donde van?
No tienen ojos, bocas ni oídos, para qué, si no hay otros ojos en los que puedan verse reflejados, si no hay nadie que escuche o que pronuncie su nombre. Sólo tienen pies para poder disolverse en la indiferencia de la ciudad. Sólo marchan, arrastrando el rumor de sus plantas sobre las piedras curtidas por los siglos. Si uno se les acerca un poco, puede escucharles los recuerdos, las falsas memorias de todas sus derrotas. Son sólo eso, un batallón de vencidos, exhaustos y destrozados.


Ellos lo saben: Nada te importa en la ciudad si nadie espera...  


domingo, 17 de octubre de 2010

déjà vu

Sólo borronear algo, sin importancia, cerrar los ojos y soltar la mano mientras aguardo la cita con el amanecer. Sólo un cigarrillo más, qué importa. Sólo salir por la ciudad y tomar cualquier calle, doblando esquinas al azar. Solo.
En esas tardes sólo me pierdo por ahí, dejándome arrastrar por la gente o por la inercia, con pasos lentos y mirada baja, como buscando un rastro que seguir. Escucho una voz mencionar Horizonte 107.9, ¿qué? el radio, escuchar esa estación de radio por las noches, mientras hacía una tesis, ...en una casa, un lugar que era mío. Había alguien, una mujer, lentes, leer, fumar en las noches mientras sonaba alguna pieza lenta en el radio...
Frío que se disfruta, de vientos tristes que juegan con el cabello y penetran en los huesos. Una tarde sentí el mismo frío y el mismo sol suave y el mismo gusto, una tarde en un mercado, con una calaverita de cartón, roja, un diablo, entre las manos. Un regalo, un cactus. Alguien a quien le gustaban los cactus y le desagradaba el viento; alguien que me dijo que no sabía estar solo...
Entre viejas copias que arrastro desde hace años encuentro una escritura que no pertenece a mi mano, una frase al margen, una caricia de letritas dejada así, como al paso, como una trampa, como un vestigio de pueblos antiguos, una piecita de barro perdida entre arenas insondables de tiempo, un vestigio de la imaginación.
A cada paso saltan señales que no sé interpretar, déjà vu, esto lo viví, alguna vez... supongo que en otra vida,   supongo que alguna vez fui otro... ¿Cómo me llamaría entonces? Samsa, me gusta Samsa... Claro, de nuevo inventando memorias de algo que he hurtado de un libro, tiene que ser eso, tienen que ser las copias de alguien más, porque es estúpido concebir que existen vidas anteriores, e igualmente absurdo sospechar que he encontrado la manera de robar los recuerdos de otro. Claro, sólo invento... ¿Donde lo leí? no recuerdo... pero tengo la sensación de que fue una historia bella.

domingo, 26 de septiembre de 2010

sin nada que decir

Carajo, lo mucho que me gustaría tener algo que escribir, alguna idea medianamente jocosa que me tirara de la mano y me sacara dos líneas por lo menos bien articuladas, pero no la hay, y el post 50 sigue esperando. Entre la bulla de los días pasados quería contar cómo la banda se tomaba las calles el 14 de septiembre, danzando con sus chavitos del brazo en medio de los vendedores ambulantes de Madero, tan sólo para que los chamacos contemplaran el alumbrado del zócalo, de ese zócalo que les estaría prohibido al día siguiente. Disfruté tanto esa tarde, despachando unos esquites y deambulando entre el leperaje que ha resistido cien y doscientos años y más, con el orgullo de ser de los de a pie, de los que tampoco entrarían a la plaza, y con mi propio ñamñito que contemplaba admirado tanto foquito, que al final no pude traducirlo a palabras. 
Después se vino una celebración mítica, los cien años de la madre de este país, la bella Universidad Nacional Autónoma de México, y el gozo y el orgullo me abrumaron hasta pensar que no había más que anotar que la UNAM es un amor para toda la vida, como lo siente cualquiera que haya pasado por ahí.
Y hoy, cansado de tantas horas iguales frente a la máquina, sólo espero ver salir el sol, que a pasos lentos se viene insinuando en este cielo parduzco, sin tener nada que decir. Es este el momento en que queda en la cajetilla el último cigarrillo, en que ya no tiene caso pensar en la siguiente taza de café, cuando se está molido, con la espalda partida y el estómago destrozado y los miembros entumecidos por el frío y la monotonía, pero con la fatiga que se disuelve en un extraño sentimiento de satisfacción por haber avanzado un par de pasos en la batalla de la tesis. Comienza a clarear, en el mundo despiertan despacio los sonidos de la vida cotidiana y las sombras, que me acompañaron la jornada entera, por fin se largan a dormir. 
Arde la braza en la punta de este último sobreviviente. Es el principio del fin y yo no he dado con algo que justifique un post. Sólo tengo una idea en la cabeza, la de que esperan muchas noches como ésta, de letras cansadas y sabor metálico en la boca, y no se si podré  soportarlo. Tengo miedo, demasiado; tengo la voz de mi asesora preguntando ¿sabes lo que es trabajar bajo presión?, pero también tengo la sonrisa que le he arrancado con la noticia a un puñado de seres imprescindibles. Por más increíble que resulte, cuando no había para donde tirar, se ha presentado un nuevo anzuelo para la curiosidad: un doctorado. Quien lo diría.
Me rindo, el post 50 se irá sin nada que decir. Ya debe haber una tiendita abierta y se me ocurre un café. Sale el sol.     

lunes, 6 de septiembre de 2010

matando la tarde con un tal Pérez

En este mundo hay dos tipos de personas: los que pueden darse el lujo de pronunciar la frase "en este mundo hay dos tipos de personas" sin correr el riesgo de quedar como verdaderos estúpidos, y los que están condenados a todo lo contrario. Para variar me encuentro en el tipo b, por eso nunca uso tan buena frase más allá de la ironía, porque respeto mucho a los del tipo a. Para ser del tipo a se debe ser gente muy bragada, muy bien puesta en el oficio de conocer a los hombres, y de preferencia tener el semblante, el poncho y el sombrero de Clint Eatswood en el bueno, el malo y el feo. Si usted no cuenta con esto y se atreve a decir esa frase, resígnese a quedar como un simple y vulgar pelotudo pajaronalgón.
El caso es que creo que en este mundo no hay dos, sino tres tipos de personas: los iluminados que se precian de saber de literatura -incluso a veces en realidad saben- y desfilan exhibiendo su escandaloso plumaje por la vida; los que no han olvidado que ante todo la lectura y el disfrute de la literatura es la actividad lúdica por antonomasia; y los que viven bien sin pensar en cuestiones tan imbéciles como ésta. Entre la gente de los tres tipos que conozco, creo que sólo una vez le he escuchado decir a alguien que disfrutaba con una novela de Pérez-Reverte. Pareciera ser que las divinas garzas ilustradas consideraran las novelas de este flaco como un objeto menor, sin arte, literatura muy alfaguara -aunque pudieran ser lectores de closet de este autor- y por ello indigna de sus profundas cavilaciones, lo que al Reverte, me gusta imaginar, debe llenarle de tranquilidad. Supongo que los y las que viven sin llenarse de pajas sobre libros, difícilmente les importará de qué hablo, pero apuesto que si les contara alguna de sus tramas les encantaría. En cambio, a los que son lectores por el puro gusto nomás, pa darle hilacha al vuelo de la imaginación, las novelas del Arturo tal constituyen siempre un placer, como una buena tarde de tragos, un gol del triunfo o alguna vaina por el estilo.
Al tal Pérez se le da lo más de bien el difícil arte de contar historias, y se las sabe de  piratas, libreros, ajedrecistas, coleccionistas de arte o espadachines de la vieja guardia. Por eso da gusto leerlo, porque el tipo no ha olvidado el valor que tiene una buena historia y la gracia que es necesaria pa contarla, con el ritmo y el tono idóneo, imprimiéndole a la mujer misteriosa el cabello más hermoso, el sonido seco a los golpes en las peleas de tugurio y la belleza a los cuentos de fracaso. Así que en medio de esta tarde, en que le di de palos a una tesis que jamás terminará por ser decente, me rendí y acudí a husmear consuelo en las cajas. En una de Ariel encontré "La carta esférica", que quise leer desde hace años y que olvidé cuándo compré. De un manotazo me espanté el bicho del remordimiento de "perder" el tiempo en "novelitas" y me tiré a fondo, como en los viejos buenos tiempos, con nescafé frío y cigarrito, a encontrarme con este flaco al que tenía rato de no visitar. Claro, como suele suceder con este buen conversador, y con un escucha que viene pensando mucho en viajes fallidos y corazones ligeros de equipaje, bastó que me contara un par de líneas de la historia de un marinero condenado a tierra, para que me sintiese de nuevo en casa, en una casa.

Entonces él todavía miraba determinadas cosas desde lejos, o desde afuera [...] Pero ahora con la certeza, más próxima al alivio que a la decepción, de que ninguna de aquellas inquietantes maravillas le estaba destinada. En su caso, saberse fuera del circuito, conocer la ausencia de su nombre en la lista de los Reyes Magos, lo tranquilizaba. Era bueno no esperar nada de la gente, y que la bolsa de viaje fuese lo bastante ligera como para echársela al hombro y caminar hasta el puerto más próximo sin lamentar lo que se dejaba atrás. Bienvenidos a bordo.          

domingo, 5 de septiembre de 2010

pequeña noche de inmensa luz

Es una noche linda, relinda, con la lluvia vuelta gotas que brincan aquí y allá, una luz que brinda refugio y esta mesita casi a la intemperie. Es una noche alegre aunque no hay nadie que ría; no hay nadie, y a la vez están los que siempre están. Me siento bobo porque el cariño se me sale por los poros, y entonces es como si alrededor de esta mesita de madrugada estuvieran las personas que quiero tanto. Miro a la bella Nata sonreirme y me hundo en la bondad de esos ojitos cálidos y tiernos. Como te quiero vieja, como te siento tan cerca, tanto que casi puedo pasear los dedos por las arruguitas de esas manos que siempre besé. Gracias por venir, mi corazón. Mira, están mis amigos, los que se han bancado muchas tardes de café y muchas jornadas menos afortunadas, como los grandes, aguantando siempre la rabia y la tristeza, siempre colocando la mano en el hombro y celebrando las risas y los silencios. A ellos vieja, sin mentirte, les debo la vida. 
Todos te echamos de menos, los que conociste y los que, por las prisas del viaje, no pude darme el gusto de presentarte, pero que han escuchado tanto de lo bella que eres que te quieren igual. A ella le conoces de siempre, porque nuestra amistad es vieja y fuerte como los árboles de grandes sombras. A ella le dijiste que niña tan linda cuando le conociste, y mira, ellos son mis carnales, unos chairos que me encontré en Tlacotalpan y que no te quisieron despertar aquella noche. Su cariño es de las cosas más grandes que me han pasado en la vida, y seguro has visto lo que han hecho por mí. ¿Los otros dos pelotudos? andan por ahí, hace rato que no les veo, pero ahí siguen los chavales, echándote de menos. ¿Los demás? y no sé vieja, andarán caminando por senderos que les llevaron lejos, tu sabes cómo es esto, pero igual te mandan saludos. Ahora vieja date la vueltita por casa y dale un beso a los demás, que no me perdonarían si se enteraran que has pasado a saludarme. Asómate un poco a sus sueños para que veas que siempre te sueñan en cosas bonitas. Les harás tan felices.
Gracias por venir vieja, me has inundado el corazón de caricias y de flores. Abraza a la Negra y a la abuela Manuela y ven siempre que puedas, que siempre tengo un beso que te está esperando. Siempre.        

sábado, 21 de agosto de 2010

I read the news today... Un día en la vida, tan sólo uno más...

Woke up, fell out of bed,
Dragged a comb across my head
Found my way downstairs and drank a cup,
And looking up I noticed I was late.

Found my coat and grabbed my hat
Made the bus in seconds flat
Found my way upstairs and had a smoke
Somebody spoke and I went into a dream...

Despertar tarde, mirar esa hora de más en el reloj y hacerse a la idea de que hoy tampoco habrá desayuno. Entrar al agua caliente y agradecer este legado de la sensibilidad burguesa del siglo xix. Despedir con nostalgia la taza de café que no bebí, cerrar la puerta a mis espaldas, y con el chasquido de la cerradura adquirir la conciencia de que me he dejado la llave dentro. Enfrentar un sol que reverbera sobre las aceras con desfachatada alegría, mirar a la señora que lleva al chavalito a la escuela y aceptar sin más remedio esa íntima veta de optimismo estúpido, que me hace imaginar, ante despertares como éste, que hoy sólo puede ser un gran día. 
Mil o diez mil almas en un vagón del metro con las que durante siete estaciones comparto las prisas de siempre. En el paseo distraído de la mirada sobre los compañeros de esta efímera comuna, encontrar al hombre que lee el diario amarillista de tres pesos, y por rutina husmear en los encabezados la desgracia de hoy: POR SIETE VAROS... No quiero ver más, no es necesario, ya sé que han matado a un pobre infeliz por unas cuantas monedas. ¡Putas madres!, en qué nos hemos convertido. Salir corriendo del vagón y justo unos pasos antes de regresar a ese sol radiante, a ese día que es mi pequeña trinchera de vida, caer en la trampa, dando de frente con la primera plana de aquel diario: una mujer que no rebasó los treinta años, yace en medio de un mar obscuro que mana del pequeño orificio en su frente. Bajo la leyenda de los siete varos, en letras más pequeñas, distingo la palabra "maestra" y aprieto el paso, como un idiota, incapaz de soportar más...
Salto a la calle sin comprender qué es lo que ha sucedido y miro a la gente con el rostro desencajado, queriendo gritarles ¡auxilio! ¡llamen a una ambulancia!, que allá abajo, en el metro, ha ocurrido la peor desgracia de la historia...         que nos hemos convertido en unas malditas bestias sin alma, que sólo era una maestra, que tenía sueños y planes y amores y sonrisas...        ¡y por qué coño nadie llama a la ambulancia! que en la foto de ese pasquín de mierda vi la mirada extinta de esos ojos...        ¡que le han disparado a una mujer!... ... ... ...    
           pero el grito, el horror, el dolor, se ahoga en mi garganta, mientras las personas pasan a mi lado mirándome con indiferencia. ¿Es que acaso no se dan cuenta? ¿Como pueden seguir viviendo con la vergüenza de compartir la especie con el cerdo que fue capaz de cometer semejante atrocidad? ¿De donde sacó estómago el sujeto del metro para contemplar tal crimen y cambiar la página y buscar la foto de la mujer  en pelotas o las notas del futbol? No lo puedo comprender. Cruzo la avenida y miro a dos mujeres que vienen en dirección contraria, apuradas en el camino de su rutina diaria y pienso que tal vez ellas también sean maestras; que aquella mujer que yace en el metro ayer se levantó pensando que debía pagar la luz y que llegaría tarde al trabajo por el tráfico, que olvidó apagar el boiler, que le gustaría ir al cine en estos días, que era un día más, sólo un día más...
...                                                    
    ...
        ...
Con la muerte de esa mujer se me murió un poco de humanidad. El trabajo no ayudó mucho, pasando horas leyendo notas del periódico sobre la violencia y el narcotráfico. Sicarios lo acribillan al salir de su hogar; aparecieron diez amordazados y con tiro de gracia; el hoy occiso fungía como alcalde; se presumen nexos con el cartel de, el presidente se mostró optimista por los logros obtenidos en la lucha contra el crimen organizado; los cuerpos sin vida de las tres mujeres fueron hallados. No encuentro un mínimo pretexto para reconciliarme con el género humano. 
Por la tarde acompaño a una bella mujer que se dirige a tomar un autobús; frente a un elevador, sin pretexto alguno, me dice que me quiere y me regala una sonrisa dulce y un abrazo. En los ojos de mi amiga veo reflejado el cariño que le tengo y reparo en que no pasa un sólo día sin que pueda guardarme las ganas de decirle cuanto le quiero y el agradecimiento inconmensurable que le tengo; nos despedimos. Más tarde, en un café al que no me había atrevido a llegar desde aquella tarde lluviosa, abrazo a mi carnalita teporocha, y la noche nos encuentra riéndonos de nosotros mismos, de nuestros días más afortunados y nuestras pequeñas miserias cotidianas, comiendo un churro en una banca. Reunimos nuestras pocas monedas y bebemos cerveza, hablando del gusto de una vieja novela que no sabíamos que compartíamos, de la pura buena onda que es el Uruguay y de bichos, con un enano de ocho años disfrazado de hombre araña. 
Regreso a casa en la última corrida del metro. Frente a mí viajan una chica pelirroja y un chabón cagados de risa, de esa risa de carnales que vale por todos los reinos de este mundo. Salgo y camino por Tlalpan. Un chaval enfundado en minifalda, top y zapatillas me pide un cigarrillo que le ayude a bancarse el frío de la noche. Que haya suerte, le digo, y me paga con una sonrisa y algunas palabras que no alcanzo a distinguir. Cruzo con algunos hombres y mujeres que se preparan para una nueva jornada, jugándose la vida en los desolados parajes de la prostitución, un día más, tan sólo un día más.

En la soledad de las calles un viento fresco me acaricia y mece mis cabellos descompuestos. La Brenda de mi alma, la Javi carnalita, los chabones que regalaban su risa generosa en el metro de medianoche, los seres que se baten en las calles sórdidas por lograr un pan que llevarse a la boca, esta obscuridad serena y este viento, me permiten tragar el sabor amargo de haber sido cómplice del peor crimen de la historia, hacer las pases de nuevo y encontrar el valor suficiente para aceptar que lo sublime y lo grotesco forman parte de una misma obra; el valor para encarar la primera plana de mañana. Un día más.                 
    

viernes, 6 de agosto de 2010

diatriba contra las historias de triunfo, o Grand y las trampas de la fe

Sabiduría de las enseñanzas homéricas: las historias de fracasados son las mejores. Las de triunfadores, con sus protagonistas tan perfectos, tan valientes y buenos y pulcros y bien planchados, son lineales, asquerosamente predecibles, y siempre tienen ese hediondo tufillo de superioridad. Las historias de triunfo exhiben satisfechas la zanahoria con la que guían al lector por la senda de la virtud: esas bellas lecciones de vida que ponen al optimismo y la actitud positiva como los remedios infalibles. Las historias del fracaso en cambio, dejan que el individuo se pierda en las aguas turbias del azar, aferrándose al madero que encuentre, equivocándose, tropezando, tan vulnerable y humano. Para mí esas son las imprescindibles, con sus páginas plagadas de aventuras fallidas, de proezas enanas y victorias ajenas. Las historias de fracasados no tienen pendones ni trofeos, no hay close up al rictus de dolor del protagonista un segundo antes de que aflore el heroísmo; por el contrario, el tipo nunca rescata a la chica ni gana una pelea, no huye del ridículo y no vive hambriento del aplauso, sólo vive, cargando con sus múltiples defectos, paseando su desgarbo bajo las tardes de lluvia, tranquilo, sabiendo que ya vendrán tiempos peores.

Los triunfadores y sus cuentos son tan parcos, tan insustanciales, porque tienen el camino trazado; no se equivocan porque no se dan el lujo de tomar una mala decisión. Las historias de fracasados narran las vidas de héroes mitológicos que nunca lograron engañar al cíclope,  de esos que pudieron hacer las cosas distintas, pero se saben sujetos falibles y así deciden y deciden mal. Por eso cuentan los desatinos de aquellos que miraron a los ojos a Medusa y que alguna vez intentaron seducir a las sirenas con sus cantos desafinados. Son historias pobladas tan sólo por personajes secundarios, pero por ello más auténticas, más cercanas. Sus protagonistas se revuelven entre miserias y dramas ridículos y sueños pequeños y asaltos fallidos; tipos mundanos que, a su modo extraño y particular, lograron ser un poco héroes, porque han vencido la vergüenza y la vanidad, y han aprendido a levantar su copa y brindar igual en la fortuna que en la adversidad.

Ahí está el tipo parado en medio de la estación desierta o viendo como se le esfuma la vida detrás de un escritorio. Sabe que la partida está perdida de antemano, pero eso no lo disuade de regresar a la mesa de juego y apostar la poca necedad que le queda, tener un par bajo, doblar la apuesta y seguir burlándose del infortunio. Así le corre la vida, desprovista de esperanza, pero impulsada por la curiosidad de saber ahora qué se le vendrá encima; con el ánimo de pensar que la dignidad no es una condecoración refulgente que se lleva en el pecho, sino una pequeña medalla de latón, abollada y oxidada, que se carga con cariño en el bolsillo del traje gris.

Así es la historia de Joseph Grand, un nombre secundario en La Peste. De apariencia modesta y trabajo en una dependencia fantasma, aislado por su torpeza con el lenguaje, Grand encarna la derrota, la fe perdida y la vida que se detuvo en un momento, sin que el cuerpo se le enterara. Pero continúa peleando, noche tras noche, pensando en la mujer que le ha olvidado y soñando con escribir. La obra de su vida se reduce a una sola línea, que por supuesto resulta anodina, pero él continúa siempre, buscando el adjetivo preciso, repitiendo una y otra vez el fracaso. Y sin embargo, dice el doctor Rieux sobre él, "era uno de esos hombres, tan escasos en nuestra ciudad como en cualquier otra, a los que no les falta nunca el valor para tener buenos sentimientos". Esos son los imprescindibles. 

martes, 27 de julio de 2010

Joseph Cartaphilus, vendedor de periódicos


Al mirar a aquel hombre, pequeño y ajado, encorvado sobre la mesita desvencijada que sostiene el tablero de ajedrez, no puedo evitar imaginar cuantas veces habrá jugado esa partida, u otras, de movimientos distintos, que por la fuerza de la repetición acaban siendo la misma. En él todo es viejo, como terroso, con la huella de la lenta procesión de años que le han pasado encima, en sus ropas gastadas y acaso un poco grandes, en esas botas negras y toscas con la punta despellejada, en la piel de su rostro, marcada por arrugas profundas curtidas por el sol. El cabello blanco casi azul, una breve e informe mata de pelos ralos blancos que pudiera llamarse bigote, pero sobre todo unos ojos de zorro y su mirada aguda, dan la impresión de estar frente a un viejo sabio y astuto, que encerrara más años de los que la piel pudiera contar.  
Todo en su diminuto mundo, una casetita de periódicos y la mesa improvisada para colocar el tablero, transmite esa sensación de antigüedad: revistas de modas pasadas y un par de fotos descoloridas de gran formato, que exhiben la fortaleza de un hombre levantándose del piso sobre un sólo brazo. Entre la penumbra interior de la estrecha caseta, se adivinan algunas pilas de diarios viejos y un bracero pequeño, junto a una botella con restos de salsa Valentina y un envase de Coca Cola; al fondo, dos veladoras a punto de extinguirse, dentro de una latita de chiles La Morena y de un jarro de barro, que alumbran con lo poco que les queda de vida una imagen de la Virgen María. Viejo y gastado es el tablero sobre el que disputa esa partida, con las blancas encabezadas por un diminuto soldadito de plástico, remplazando al típico peón perdido.
¿Todas juegan? pregunta el viejo a su oponente, un hombre ordinario que hace esfuerzos tremendos para seguirle la batalla. Todas juegan, responde el tipo sin hacerle mucha gracia, y sonrío con el viejo, mientras sigo la partida fascinado por aquel humilde vendedor de periódicos, tan invisible ante los ojos de los que no se preocupan por mirar. El hombre lucha, ataca, pero cae. En la nueva partida intenta una apertura distinta, alineando el alfil de su reina en diagonal con la torre. Corre el tiempo y cuando está a punto de vencer, sin saber como, es vencido. Así discurren los siguientes juegos, siempre con el mismo resultado, mientras yo no puedo seguir mi camino por el embrujo de aquel viejo. Lo que más me atrae es la manera en que pasea la mirada a través del tablero, como saltando inquieta de un escaque a otro, con la misma velocidad con que desplaza sus huestes hasta fulminar al rey enemigo. Este hombre me recuerda tanto a aquel otro que hace siglos, en un patio de la cárcel de Samarkanda, jugó muchísimo al ajedrez. De inmediato pienso en el anticuario Joseph Cartaphilus, ese que alguna vez fue Marco Flaminio Rufo, tribuno de Roma, y en lo normal que sería encontrarlo en una ciudad como ésta, vendiendo diarios en una esquina cualquiera.
El viejo se apunta una nueva campaña victoriosa con un temerario pero sutil movimiento de caballo y torre, un mate que seguramente ha jugado en alguna ocasión anterior, como seguramente ha jugado ya, por lo menos una vez, todas las combinaciones posibles del ajedrez. Enciendo un cigarrillo y al volverme para seguir mi camino, me detengo un instante, sin albergar ninguna duda, y le pregunto así, como quien pregunta sobre cualquier cosa conociendo de antemano la respuesta, qué sabe de la Odisea. Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.
              

jueves, 22 de julio de 2010

nota para regalo de bodas pincho

Ese regalo sólo se podía salvar con una explicación de por medio:

El hombre de la tienda de talavera me miró con lástima cuando le mencioné mi presupuesto. Seguro pensó que los treinta minutos que le robaría valían más que eso, pero igual se jodió, y mal disimulando la mueca de disgusto me dijo –eso sí, en el tono más amable que encontró- que por esa miseria sólo podía aspirar a un platón o a un florerito, incluso sugirió un platito-reloj que tenía la leyenda “dios bendiga este hogar”. Lo rechacé inmediatamente porque me pareció demasiado ordinario, demasiado anodino para una mujer que quiero tanto. El tipo por supuesto no se rindió y se tiró a fondo hablando de las bondades del florerito: ¡podían colocarlo en cualquier parte! ¡Era el obsequio más práctico! ¡Estaba rebonito! bueno, sí  estaba rebonito, pero sobre todo, ¡era el último recurso que le quedaba a un paria como yo para no presentarse a la boda de su carnalita con la vergüenza de las manos vacías! Esto último no lo dijo pero lo pensó todo el tiempo. Al final del estira y afloje le dije que nel, que no quería llevarme un regalo “práctico”. Quería un regalo especial.
Así, le solté que me llevaría el espejo pequeño –que había visto en la tienda de enfrente- y que gracias por su tiempo. El pobre hombre me miró iracundo, pero aún tuvo el coraje de decir que en la parte de arriba había más floreros, que un espejito era absurdo, casi una porquería inservible pues no lo podrían colgar en la sala por ser tan pequeño. Simplemente era ridículo, el regalo de bodas más ridículo que se podía imaginar.

Varias horas más tarde miro mi espejito y creo que el pobre infeliz tenía razón. Es el regalo más estúpido que mis amigos habrán de recibir. Por eso me veía obligado a agregar esta nota aclaratoria, que de haberles regalado algo práctico como una plancha o un florerito,  de haber siquiera husmeado en la mesa de regalos buscando el salerito y el pimientero, me hubiera ahorrado la pena de escribir.
Tzin, Paco, mi regalo tiene truco. Sirve para maldita la cosa, y acaso en este punto ambos están pensando que les hubiera venido mucho mejor la plancha, el florero o incluso el puto relojito de dios bendiga este hogar. Chance y hasta el Paco ha reprochado ya la ocurrencia de haberme invitado, más aún después de ser el único en ir de jeans y tenis. Pero bueno, les decía que este tal espejito tiene maña, y es que les ruego, les suplico, que sin importar donde lo cuelguen –ojalá lo cuelguen en algún lado-, cada vez que se miren, en un día cualquiera, en medio de la rutina o tras una rutinaria pelea cualquiera, se miren en él y encuentren a una persona dichosa, plena, que ha encontrado a otro ser maravilloso a quien amar, y recuerden que ese es el gran hallazgo. Quiero que se miren y sonrían por ser felices, por ser inmensamente felices. Ese es mi mayor deseo.

Después de aclarar eso, ahora sí puedo entregarles mi verdadero regalo, el que supe les daría desde el primer momento. Tranqui, es aún más estúpido que el espejo y creo que todavía más inútil. Se trata sólo de unas cuantas líneas, que para mí encierran toda la música y el sueño que debe ser esta vida. Sé que ustedes sabrán lograrlo, por eso las pongo en sus manos:

Les deseo que su vida juntos sea un hogar indestructible, que tenga “un sol en cada puerta, una luna en cada ventana y estrellas errantes en los cuartos. Que tenga un laberinto de risas, que su cocina sea cruce de caminos; su jardín, cause de todos los ríos, y ella toda, el nacimiento de los pueblos. Que cada balcón sea una patria diferente; sus muebles florecerán, de sus copas brotarán surtidores, de las sábanas, alfombras mágicas para viajar al sueño.”   
Les deseo que con hilos que unen sin atar “borden servilletas, con iniciales entrelazadas, con ese hilo mágico, irrompible, que hace de dos nombres uno, con el mismo hilo invisible que une la flor con la luz, la manzana al perfume, la mujer al hombre…

Ese es nuestro verdadero regalo, de Elena Garro y mío... ¿Qué diría el hombre de la tienda si se enterara de esto? 

lunes, 5 de julio de 2010

marejada

Peleo con las correcciones de un capítulo. Me piden que agregue algo pero eso rompe la estructura narrativa del texto, maldita sea. Llevo días sin lograr resolver esto. Me distraigo en los libros que, a merced de los misteriosos códigos que sistematizan el desorden, se apilan sobre mi mesa de trabajo: "Prisión perpetua" de Piglia, encima de "La invención de la soledad" de Auster y "La peste" de Camus. Otro cigarrillo, ¿por qué debo alterar la introducción, si a mí me gusta como está? Mi asesora lo mandó por seguir la etiqueta académica, joder. Entre la molestia y el embotamiento, reparo en el hecho curioso de que hay una secuencia precisamente en la forma en que están colocados los libros: la letra del apellido del primero es la letra del nombre del de abajo. Piglia-Paul-Auster-Albert. Vaya ridícula casualidad. ¿casualidad? ¿existe tal cosa? o en realidad es uno de esos detalles, sin importancia aparente, que encierran claves de cosas mucho más grandes, que rebasan la lógica ordinaria, como siempre apunta el propio Auster...
Suena el teléfono, respondo y por un segundo pienso que al otro lado de la línea encontraré una voz preguntándome si ésta es la agencia de detectives, como le sucede a Daniel Quinn en Ciudad de Cristal. No, es mi hermana, quien deshecha me dice que no la han aceptado en Música. Intento tranquilizarla, levanto la vista sabiendo la tristeza que de golpe le ha inundado. Mi vista se encuentra con un mosquito que pasea en lo alto de la pared, hijo de puta. Puedo escuchar como se quiebra la voz de Ilse con el llanto irrefrenable y furioso que le sube por la garganta. No hay posibilidad de alivio; había trabajado muy duro por esto y se lo han arrebatado. Su tristeza se desliza por el obscuro túnel que une su voz y la mía y entra en mí. Me abro paso entre el desconsuelo de ambos y le digo que la quiero y que ahora mismo la alcanzo para diluir el coraje a punta de tragos, pero cuelga antes de que tenga otra oportunidad de convencerla.
Regreso a mi mesa de trabajo, contemplo las líneas del escrito que no encuentran armonía. Me duele el dolor de mi hermana. Recuerdo al hijo de puta que volaba confiado en la pared y al buscarlo no encuentro más que una araña saltando salvajemente sobre su presa. Lo envuelve, tendiendo con la perfecta sincronía de sus patas las líneas invisibles que lo suspenden en la nada, como si los extraños movimientos que dibuja fuesen una suerte de encantamiento que paraliza al mosco. Las alas del pobre infeliz se agitan todavía un segundo antes de que el conjuro se complete.
Todo transcurre en un instante, como una gruesa marejada que irrumpe y azota furiosa la vida de los seres.

jueves, 1 de julio de 2010

ensayo vulgar de noche de año nuevo

                                Decoración de interiores (julio 1.10)

1
Página en blanco de una noche ordinaria. Es terrible llegar a esta noche y que sea tan ridículamente ordinaria, cuando en teoría debía haber sido, si no especial por lo menos más afortunada. Hoy 30 de junio (de hecho ya es mañana 1 de julio pero siempre he creído que los días terminan hasta que uno decide dormir), hoy 30 de junio fue, para mí, el último día de una década. Iré a dormir y mañana, cuando despierte, tendré 30 años. ¿Son pocos? ¿son muchos? son tan pocos para tener un espíritu tan avejentado, son tantos que resulta penoso no haber logrado absolutamente nada. Todo es relativo.

Desde hace algún tiempo sabía que sería difícil dar este cambio de década, después de todo los 30 son como el momento crucial, el border después del cual uno se convierte en un adulto joven o en un joven ya viejo, según lo obtuso que cada quien sea para verlo. No sé bien a bien como se aprende eso, pero creo que en el imaginario colectivo (desde la clase media baja alta hasta la élite) los 20 son para vivir la chaviza a plenitud, son diez años en que uno puede seguir haciendo estupideces de chamacos pero con el varo para hacerlas correctamente, pues se supone que ya se cuenta con trabajo. Los 20 son cruciales: son el fin de la licenciatura, la incorporación en el abyecto mundo laboral, tal vez la buenaondés pequeñoburguesa de una maestría con bequita; son los años de la independencia y del comienzo de la vida en pareja, cuando la selección natural nos hace el paro de acomodarnos en algún lugar. Los 30 entonces, son un nuevo episodio, donde uno se dedica a incrementar lo obtenido, a ambicionar cada vez más una vida cómoda. Es cuando la banda comienza a deshacerse de las consignas y a orientar los pasos por el resplandor del oro. La gente normalmente se casa -los pocos que aún no lo han hecho- y tienen hijos -los aún más escasos que no los han tenido-. Los 30 es cuando se distingue con claridad, según el canon del darwinismo social, el mundo de los triunfadores, esos que tienen casa, pretensiones, nave y esposita con crío(s), de los que no lo son, los eslabones primarios de la cadena alimenticia, que no tienen en qué caerse muertos, sin trabajo, sin relaciones firmes, sin nada. La mía claro, es la fila b.

3
Esta noche es como una noche de año nuevo, pero con la diferencia de que en lugar de hacer balance de un año se hace de diez, que no hay uvas ni alcohol y que a nadie más le importa un carajo. Por eso es tan patético llegar a ella en condiciones tan vulgares, sentado a la madrugada frente a la compu escribiendo cosas absurdas, como es costumbre. Comprendo que lo que pesa no es ver como transcurren los años, sino darse cuenta de lo poco que se ha conseguido en ellos. Pesa mirarse en el espejo y tener que desviar la mirada al encontrar un reflejo tan ajado y gris. En estos diez años fui feliz, pero de un tiempo para acá el espíritu se me avinagró y se me hizo mucho más mezquino. Acumulé  algunas decepciones, cumplí nuevas derrotas, me envilecí y le fallé a seres queridos, aunque no di el panzonazo ni he perdido el cabello, así que supongo no me puedo quejar. Terminé una licenciatura y cursé una maestría, es decir soy el mismo pobre pendejo que era hace diez años pero con más noches perdidas en trabajos inútiles. Mi riqueza se reduce a un puñado de libros arrumbados en cajas, un par de tazas y un cenicero; mi reino es tan vasto como una mesa de café y un rincón en la habitación de mi hermanito, en la casa de mi madre a donde vine a encallar después del naufragio. Joder, ni siquiera tengo el beneficio de un espacio propio donde rumiar mis frustraciones. Los números más que rojos son ridículos, por eso es mejor no perder el tiempo en balances.

4
Este año nuevo no hay nada que celebrar. Creo que la vida no se mide en días y mucho menos en indicadores tan vanos como las posesiones, sino en buenos momentos y en personas con quienes se cultivan cariños. Por eso el recuento es lamentable, pues perdí a tanta gente, amigos que quise mucho y que el viento barrió como hojas secas. Perdí un montón de cartas y algunos abrazos. Entre mis errores, mi manera pueril de querer y mi falta de miras perdí un amor, uno que simplemente no podía darme el lujo de perder. Por encima de todo, perdí a mi viejita, a mi natalia, y con ella se me fueron los últimos despojos de alegría.

Con tantos adioses, con cada persona que he extraviado en el camino, he perdido una parte buena de lo que alguna vez fui, y ahora sólo queda esto. Miro atrás y encuentro que mis huellas se han perdido y que para algunos he sido tan digno de olvido. En algún punto di una vuelta equivocada y lo extravié todo. La esperanza, la imaginación, la curiosidad, la necedad, todo se volvió nada. Así llego a esta noche, en la que sólo me importa agradecer a unas cuantas personas que han permanecido aquí y que no leerán esto (sólo ga mantiene la generosidad de perder el tiempo en leer esto). Gracias, porque sin ustedes me interesaría muy poco despertar mañana.   
                       

miércoles, 16 de junio de 2010

con la suerte de mi lado o gracias estebancito maravilla

Comencé a envejecer el día que supe que nada de lo que soñaba me sería concedido. Así empieza la novela que jamás escribiré.

No recuerdo cual fue el último libro que logré terminar nada de lo que escribo sirve me he desecho de viejas costumbres rasurarme en las mañanas mudarme de ropa la hora escuchar a Joaquín perder el tiempo en librerías usar celular decir nosotros contar los cigarrillos que he fumado hoy abrazar tratar de concluir José Trigo el va que va preparar hot cakes esperar saludar inventar canciones estúpidas ver el sol de las cinco de la tarde leer en los camiones lamentar lo que he olvidado comprar flores tratar de evitar escribir pendejadas tratar de evitar decir pendejadas helados dejar que ese bichito siga su camino la muchachada pedir perdón croissants comprar el periódico pisar un museo jugar dominó con los amigos feisbuc despensa en el super llevar un diario en blanco hablar de cosas que no entiendo procurar que este blog sea medianamente decente tres puntos

Me he desecho de algunas cosas y algunas cosas me han deshecho, pero esta noche, esta noche es linda porque gano más de lo que pierdo con una tercia que traigo escondida bajo la manga, y me retiro de la mesa con la suerte casi a favor dos puntos

El siempre justo y necesario Stevie Wonder pegándole durísimo al feelling
">
Aunque esta belleza tiene las versiones grandísimas del propio Stevie Wonder, la del viejo lobo James Brown moviendo salvajemente el botiquín en París y las de Marvin Gaye y Bobby Hebb, me late para esta noche la del Jay
 




Y pa rematar un clásico más del Estebancito Maravilla






gracias joven maravilla y cía por una linda noche   
   
           

domingo, 13 de junio de 2010

juéguele, apuéstele, o de como Santos se robará las elecciones en Colombia



El próximo domingo 20 juega Paraguay a las 6:30 am, Italia a las 9:00, y el plato fuerte llega a la 1:30 con Brasil. Pero como buen enfermo apostador voy a la segura, así que no pondré mis riquezas en los botines de ninguno de los tres, sino en la elección presidencial de Colombia, que ese día se juega la segunda vuelta.


En nuestros paisitos, las oligarquías bananeras combinan las enseñanzas de la vieja escuela, como la compra de votos, la manipulación de programas sociales, las campañas de fango y el robo y embarazo de urnas, con la tecnología del gangsterismo cibernético: padrones electorales rasurados, algoritmos que restan votos a uno y le aumentan al otro y cifras alteradas en los conteos electrónicos. En 2006 nos tocó a nosotros, ahora le llegó el turno a Colombia. Así pasó en la primera vuelta de los comicios presidenciales y así sucederá el próximo domingo cuando Santos, alias el gober parseprecioso del petatiux, un vulgar chango de Uribe, se robe las elecciones de nuevo.
La cosa ya está cantada y las evidencias del fraude de la primera vuelta son la crónica de un robo anunciado para el domingo. Another pueblo bites the dust.

Acá las pruebas del fraude, desde el blog de unos compas de la resistencia contra el timo vivido y por vivir:
  http://reexistencia.wordpress.com/2010/06/10/%C2%BFpruebas-de-fraude-electoral-recopilatorio/

Usté también juéguele, apuéstele, que aquí no hay pierde...
   

martes, 18 de mayo de 2010

palabras al viento

Tarde de viento, de ese que barre recuerdos.

¿Qué queda de nosotros,
si cuando se pone ese sol que ya brilló una vez,
cuando se instala la suave obscuridad de la tarde,
nuestras palabras han perdido todo sentido?

Tras el vendaval, escarbo en los papeles regados aquí y allá, esos que se amarillaron en el correr de los años y que ahora resultan tan ajenos, tan carentes de sentido. Cuentan historias en lenguas ya olvidadas, incomprensibles, con palabras que ahora están tan huérfanas. Por eso en los códices las palabras son vírgulas suspendidas en el aire, porque están hechas para volar, para que cuando todo se vuelva mentira tan sólo se pierdan en el viento, como pajarillos tristes que emigran al sur para jamás volver. 
Que absurdo es intentar encarcelar palabras de promesas y de sueños en rejas de papel, para que no se escapen, para que perduren. Se quedarán ahí, es cierto, en las sombras de una cajita donde no conocerán el tiempo, pero afuera la vida sigue, y esas pobres palabras no se enterarán de lo inútiles que se han vuelto, hasta que un día, uno demasiado tarde como éste, alguien abra la cajita y las libere, y será tan triste para ellas descubrirse en sus trajes roídos, recordarse tan vivas como flores de colores y verse ahora decrépitas y marchitas. Se preguntarán cómo pudo haber pasado, cómo, si apenas hace un instante estaban tan llenas de esperanza. ¿Cómo? ¿Donde está la mano que las escribió? ¿Quien las dejó caer? y dará pena verlas bajar la mirada, avergonzadas de lo que alguna vez fueron.     
Por eso aquellos que son listos saben que cuando el demasiado tarde llega, lo único que queda por hacer es prender fuego a las prisiones, dejar que las promesas ardan en la pira de un acto de fe, para que las palabras se eleven con el humo y vuelvan a ser libres de volar, hasta perderse en cielos del pasado, de donde nunca debieron haber salido.  

jueves, 13 de mayo de 2010

entre las llamas















El amor es ese país siempre tercermundista. Una república sujeta a dictaduras y a cracks financieros y a revoluciones y a sequías y a epidemias. Un reino donde tarde o temprano hay un terremoto, donde siempre alguien saldrá caminando por entre las ruinas y las llamas, sin poder entender qué es lo que ha sucedido y por qué a mí ¿eh?



Fresán, Los jardines...

martes, 4 de mayo de 2010

por el Monsi, bohemios

Tiene fibrosis pulmonar, esa puta enfermedad crónico degenerativa que más tarde o más temprano habrá de costarnos su vida. Costarnos, sí, a quienes lo leen y a quienes lo ignoran, a los que se han paseado por el Estanquillo y a quienes sólo saben que su nombre es uno de los más extraños de los que a veces salen en la telera hablando de cosas incomprensibles. Nos costará a todos porque, como lo fue Alfonso Reyes en su momento, como sucedió con Cosío Villegas y chance con el pesado de Paz, Monsiváis es y ha sido el más lúcido, el de curiosidad más despierta entre los intelectuales de los últimos treinta años, y entre ellos, tal vez el de mayor integridad política, con lo difícil que es eso.
Pero nos costará sobre todo porque, desde Salvador Novo, nadie ha sabido relatar nuestros tiempos como el Moncho, con nuestras miserias y fracasos y películas de oro y boleros y glorias efímeras. Sin él la memoria de lo cotidiano se quedará sin nadie que la cuente. Cuando parta nos quedaremos sin nuestro mejor cronista, y además sin uno de los tipos más emblemáticos en las batallas más caras de la izquierda. ¿Ahora quién podrá defendernos contra la derecha siempre obtusa, contra el PAN, contra el desquebrajamiento del estado laico y la amenaza a las garantías individuales? ¿con quien brindarán los tres gatos del por mi madre bohemios? ¿quien le pondrá al lenguaje su traje de domingos? ¿quien pepenará chácharas en la Lagunilla para enseñarnos nuestra vieja cultura popular? 


*

Esto no pretende ser un homenaje ni mucho menos, que es sólo el ramplón blog de un cualquierpendejo. Ni siquiera de uno listo, porque muy a menudo, de cada tres palabras que le leía al Monsi desconocía dos, como en un subtítulo que le recuerdo, de un trabajo sobre el México de los 40, que decía "ínclitas razas ubérrimas". Vaya tipo genial. Tampoco intenta ser una hagiografía ni ninguna payasada similar. Es sólo que a este cualquierpendejo el duele pensar que, como sucedió cuando se retiró el don que vendía los periódicos en la esquina de mi vieja calle, cuando no tengamos a Monsiváis habremos perdido a alguien que nos hacía buenos, que nos dignificaba como sociedad.
Hoy cumple 72 años y se anuncia mejoría en su salud, pero la fibrosis, como la espada de Damocles, pende sobre él. Larga vida a ese gran tipo que es el Moncho, en presencia y en la letra, que lo fugitivo permanece. 


  *Estupenda obra del Mother/Monkey collective:
          

martes, 27 de abril de 2010

claro de noche sin luna

Sabes, la vida se me ha hecho un poco más chiquita sin ti, como si a las horas, vacías ya de por sí, se les hubiera escapado el último reducto vital. Más chiquita, que es una manera de decir que se me ha vuelto mucho más absurda de lo que ya era.
El sábado pasaron Pito Pérez, la de Tin tan. La vi solo, sabiendo que quince días atrás la hubiéramos disfrutado juntos. Si recuerdo bien, alguna vez discutimos sobre este tema tan delicado, tu te inclinabas por la de López Tarso mientras yo defendía la del Tin tan. Me hiciste falta para decirte -ah, y ese Andrés Soler cómo me cae bien-; quise preguntarte si habías leído el libro y si aún lo recordabas, pensando ya en correr por él y leerte un par de episodios, pero al voltear me golpeó tu vieja silla vacía. ¿Ahora a quien le digo lo mucho que me gustaba Marga López? ¿con quien puedo hablar de lo mami que era la Elsa Aguirre? Y así se me van quedando mudos los días, con estas palabras bobas que ya no has de escuchar.
Dan casi las cuatro de la mañana, con esta obscuridad plagada de grillos y silencios cotidianos, y aquí estoy vieja, pensando en la falta que me haces. En estos tiempos se me ha juntado una bola de cosas que se atoran en la garganta; a buena hora se te ocurrió echar a correr. Disculpa vieja, es una madrugada triste, y todo lo que quisiera es un poco de paz interior entre tanta tristeza. ¿Donde andarás? Saúl dice que te toca volver sobre tus pasos a cada uno de los lugares que fueron significativos en tu vida, así que avisa cuando vienes vieja, prometo hacer café.
Estoy cansado nata, tan cansado de todo. Se buena y dame un poco de tranquilidad. Siéntate aquí junto a mí, fumemos en silencio y escuchemos el claro de luna de Debussy, mientras la noche se acurruca en las sombras. 

jueves, 22 de abril de 2010

echándote de menos, mi gran vieja


  

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
Vallejo. Los heraldos negros

Hubiera querido responderles: "Yo. Yo soy el muerto."
Pero se conformó con sonreír.
Rulfo. Pedro Páramo


El día que mi abuela eligió para marcharse había sol. Nunca me lo dijo, pero supongo que también creía que los días soleados resultaban los más apropiados para morir. Hacía una tarde linda, brillante y de un viento suave, como debe ser una tarde ideal de domingo, como debe ser un domingo ideal para cerrar una vida buena.

Esa tarde mi vieja le ganó la partida a los médicos tan necios que hacían todo por postergarle la fiesta, y poquito a poco se me fue dejando ir, como una velita que se apaga despacito. Se fue sin sufrimientos ni dolorosas agonías que no iban con una vieja como ella, una vieja gozadora. Se fue con la alegría serena con la que los ríos caminan en su marcha al mar, y con la paz interior y la dignidad de quienes han sido generosos en vida. Los médicos, esos tipos de bata que no saben que la vida es mucho más que tejidos y venas, un tanto tristes por el desaire de mi vieja, asentaron en el acta que falleció de alguna cosa aburrida y gris, pero yo sé que en realidad Natalia decidió partir cuando el cuero le quedó demasiado viejo para un espíritu tan joven.

Mi chamaca tenía apenas 84 años, cuatro hijos y una manada de nietos. Tenía también una larga lista de muertos que extrañar y que la extrañaban tanto. Fue por eso que una noche antes vinieron a esperarla. Lupe, su cuñada fallecida años atrás, se pasó la madrugada sentada en su cama platicando con ella alegremente, deshojando memorias color sepia. A la mañana aún tuve ocasión de preguntarle si sabía cuanto la amaba, y ella, tan generosa como siempre, me respondió que sí con los ojos cargados del mismo amor. Quise decirle que siempre había tratado que estuviera orgullosa de mí, que sintiera tan sólo unas cuantas migajas de lo orgulloso que siempre estuve de ella. Quise agradecerle que me enseñara a chiflar y gozar el olor de las panaderías y a querer harto la vida, porque si había conocido el significado de la palabra felicidad fue por todo lo que pasamos juntos. Quise besarla por hacerme un chamaco alegre, por jalarme al parque con todo y bici, por las veces que complacía mi capricho de comer tortas de pierna a escondidas de mi madre, porque cuando me recogía en la primaria siempre llegaba con el milagro de un ojo de pancha recién salido del horno; por que me quiso tanto como yo a ella, el gran amor de mi vida. Quise decirle que comprendía su cansancio, su hartazgo ante ese cuerpo que ya no le seguía el paso, ese estuche que ya no podía contener un corazón tan grande, y que admiraba la entereza de su decisión de largarse con sus muertos que ya la aguardaban impacientes en el pasillo. Quise decirle eso y tantas cosas más, pero mi vieja ya conversaba con aquellos que yo no podía ver.

Que difícil es vieja, llegar a casa y encontrarla tan vacía; cargar con la maldita obligación de imaginar que la vida puede seguir sin ti. Si supieras cuantas veces dije que no sabía lo que haría cuando tú me faltaras. Pinche Nata, como me haces falta corazón. Te suplico tengas la bondad de perdonarme si me faltó algo por hacer. Discúlpame por favor esta tristeza, discúlpame si no paro de llorarte. Yo quiero cantarte para que nunca mueras. Es sólo mi egoísmo de querer tenerte siempre conmigo el que me hace sufrir tu partida, porque sé que ahora estás mejor, con los tuyos, bailando. Sé también que una parte tuya está parada junto a mí, angustiada por verme llorar mientras escribo esto. Perdóname por favor.


Sólo, vieja, recuerda nuestro trato. Yo iré a leerte hasta que se me acaben los ojos, y tu tienes que venir a visitarme de vez en vez, para contarme esas historias que tanto y tanto te disfruté...  Sólo déjame soñarte, mi corazón.

 

sábado, 10 de abril de 2010

...

Le escuché a un tipo decir

                      que somos cementerios,
                             somos campos santos,

donde yacen aquellos que alguna vez fuimos.


Será por eso que la soledad se parece tanto al luto. 

jueves, 25 de marzo de 2010

el último marzo 24 de Rodolfo Walsh

Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores,
después... a sus simpatizantes, enseguida... a aquellos que permanecen indiferentes,
y finalmente mataremos a los tímidos.
(General Ibérico Saint Jean. Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Mayo de 1977)

Si uno tuviera la certeza de que el día de mañana, o pasado mañana, habrá de morir, ¿Qué haría?
¿Qué habrá hecho ese hombre aquel 24 de marzo de 1977, consciente de que sus horas estaban contadas? Imagino que se afeitó como cada mañana, como lo hizo incluso aquella vez, años atrás, cuando tuvo que salir huyendo a un escondrijo en El Tigre, ante la amenaza real de que los militares se presentaran por él de un momento a otro. Imagino también que desayunó facturas y café con leche, pensando tal vez que aún podía echarse para atrás y callar y mandar a la mierda esa carta que le quemaba el bolsillo de la campera. A los milicos les debía varias y ésta lo condenaba a una muerte segura. La idea sólo duró un segundo al recordar que se lo debía a los miles de desaparecidos, a su hija Victoria, que se había dado un tiro en la sien escasos seis meses antes, al verse acorralada por los milicos. Exiliarse, con sus cincuenta años y un nombre bien colocado en el periodismo, salir corriendo para Cuba o Francia, o incluso México, como tantos otros, y una vez logrado un mínimo resguardo publicar la puta carta en algún medio internacional, poner a salvo el pellejo. No, esa nunca fue alternativa, no para un tipo que se había fajado en la lucha dentro de los Montoneros, no para alguien que en las propias narices de los milicos golpistas había tenido los tamaños para crear la Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA). No era su estilo.

Empedernido jugador de ajedrez, me gusta pensar que aquel día, sabiendo que daba pasos de hombre muerto, se encaminó a uno de tantos cafés con la esperanza de disputar alguna partida que le exigiera, como una última ironía por la partida que ya tenía perdida de antemano con la vida. Fumar un atado de cigarrillos, por qué no levantar una copa de fernet para brindar a la memoria de aquellos que se habían adelantado, y no poder evitar pensar en el sabor de esa pastilla de cianuro que su amigo Paco Urondo había logrado tragar cuando ya los milicos lo tenían. Le dolía tanto dejar a su otra hija, Patricia, en medio de ese país devorado por los lobos. Un bife con fritas y algo de vino, comer sin hambre pero con el gozo del que sabe que tal vez sea la última. Puedo imaginarlo caminando a casa por Corrientes, despidiéndose de esa ciudad triste, echando una mirada a los escaparates de las librerías que tan bien conocía, sospechando el lugar que en ellos ocuparían las novelas que no llegaría a escribir. Tal vez en casa cebar un mate, sentarse al escritorio bajo la luz velada de la lamparita de pantalla verde y dar los últimos toques a la carta. ¿Qué mierda estaba haciendo? Le asqueba la idea de jugar al mártir pero no podía callarse. Por lo menos esa debía ser la nota suicida más elaborada y mejor documentada que se había escrito. Sonrió al pensarlo, con cansancio, con miedo pero resignado. Así debía ser, era su labor y no podía negarla aunque lo cagaran a patadas. Mandó copias a los principales diarios y a algunos medios extranjeros, sabiendo que jamás la vería publicada. Al volver, en el cajón de abajo del escritorio encontró el frío de la 22; estaba cargada, envuelta en una franela. ¿Lo llevarían a la ESMA? Había escuchado en boca de algunos sobrevivientes lo que era la Capucha, y sabía muy bien que el no tendría el privilegio de contarlo. ¿Habrá dormido aquella noche? ¿Habrá caminado hasta el librero para escoger algo? ¿Qué podía leer ese hombre, un amante de la literatura fantástica, cuando su realidad superaba cualquier ficción? Lo veo buscando en La trama celeste esa cita de Blanqui:


Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.

La mañana siguiente fue calurosa, con ese vaho húmedo de marzo. En el puesto de periódicos de Yrigoyen y Sáenz Peña revisó por última vez las portadas de los diarios, sólo para corroborar que Clarín y La Nación y La Prensa guardaban un silencio cómplice. No esperaba menos de esa manga de culorotos, por eso había cerrado su nota “sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido”. Caminó un par de cuadras sintiendo el peso del calor y del arma en la cintura del pantalón. Sobre Congreso, casi llegando a Entre Ríos, percibió bajo el sol el brillo del Falcon negro que rodaba a unos metros de él y lo supo. Alcanzó un árbol ya con la 22 amartillada en la mano; que vinieran por él porque no era ninguna oveja. Años después, contaría un sobreviviente de la ESMA lo que le escuchó a un tal oficial Weber, quien se vanagloriaba de haber sido uno de los hombres de la patota que fue por Walsh aquella mañana. “Lo cagamos a tiros y no se caía el hijo de puta”.

Rodolfo Walsh, Carta abierta de un escritor a la Junta Militar:
Sobre el golpe de estado en Argentina del 24 de marzo de 1976:

jueves, 11 de marzo de 2010

tregua

Tras tantos y tantos días de salvaje batalla, acaso por fatiga, acaso por retomar fuerzas para poder blandir nuetras armas con aún mayor violencia, ambos bandos acordamos una tregua el día de hoy, un espacio para ahuyentar a las negras aves de rapiña que picotean los despojos de nuestros muertos, para enterrarlos en ofrenda a dioses crueles y dejar el campo listo para la guerra. Mañana.
Descansamos de todo el desgaste que ha dejado la lucha y de la nostalgia de recordar que algún día fuimos felices. Mientras lamemos nuestras llagas percibimos la desolación que pesa en esta tierra yerma y lloramos al mirar los días que han quedado atrás. Lloramos por todos los momentos en que fallecimos y resucitamos, con más dolor por la última herida, por la nueva herida mortal que se sumaba a las anteriores. Lloramos por todo lo llorado, con el mazo y el escudo que se escurren de nuestras manos acabadas. En esta guerra inmisericorde hemos perdido demasiado, amigos que han caído con nosotros, nosotros que hemos caído junto amigos. Se ahogó el canto en sangre y se perdió el color entre tanta oscuridad. Perdimos nuestros hogares, abrasados por el fuego y el odio. Perdimos el ayer y el mañana, cuando la memoria y la esperanza fueron sacrificadas y devoradas por los perros, una junto a la otra. Nuestras insignias nos fueron arrancadas, y las hazañas y derrotas que eran nuestra vida se fundieron en una historia hoy por todos olvidada. Nos perdimos a nosotros mismos, y así lo hemos perdido todo.
¿Que importa saber quién empezó esta guerra? ¿Que relevancia tiene enumerar razones y deslealtades cuando los hombres han dejado de ser hombres y el mundo se ha terminado? Nada importa ya si se ha perdido la última semilla, si la palabra es sólo mentira; nada si el agua ha dejado de calmar la sed, si el viento se ha vengado de nuestra intransigencia negándonos el consuelo de su caricia, si el sol se ha hundido en la melancolía de la tierra para no emerger jamás. Ahora sólo nos queda seguir peleando, morir mañana una vez más al caer atravesado por la ciega furia de la lanza, y después levantarse, con otro dolor monótono, para empuñar la espada y matar a otro que también se levantará, con el mismo cuerpo ajado, pero con la mirada aún más triste, tan triste como la nuestra.
Mañana continuará esta absurda batalla, para ambos tan perdida de antemano. Mañana nos batiremos de nuevo contra la tristeza, con garras y dientes, aún sabiendo que la victoria jamás compensará nuestros sufrimientos. Pero hoy, hoy podemos sentarnos sobre el barro y buscar ese espacio donde no se siente nada, ni alivio ni dolor, sólo algo parecido al reposo que trae la inexistencia. Hoy aceptamos la suerte que nos ha tocado y afilamos la obsidiana, con serenidad, con paciencia, aguardando la ira del nuevo día.
Anales de las guerras eternas. Año ocho caña