lunes, 30 de marzo de 2009

días y noches y años de leer un libro


i

La primera vez que leí a Galeano, para qué mentir, era lo que se dice un pelotudo. Lo sigo siendo, claro, pero en aquel entonces era uno que apenas, a palos de ciego, descubría lo que le gustaba leer. Entre el boom y Rulfo, entre Zola y Poe, deambulaba feliz con "La ley de Herodes" de Ibarguengoitia, con las memorias de Neruda y "Morirás lejos" de Pacheco. Como todo estudiante paria, tenía el bonito pasatiempo de caminar por los exiguos y lamentables anaqueles de la biblioteca, pasando lista de todos esos nombres desconocidos en los lomos. En una de esas rondas di de bruces con un título demasiado fuerte para un libro tan pequeño, casi escondido entre Ernesto Cardenal y Roque Dalton. Algo, no sé que, me hizo tomarlo y sentarme en las escaleras de la biblioteca para expurgarlo. Eran los "Días y noches de amor y de guerra" de un tal Galeano.


ii

Me levanté cuando el dolor en las nalgas me hizo caer en la cuenta del tiempo que había estado ahí, encogido, con la historia del bisabuelo de Edda Armas, aquel viejo ciego que, con sus piernas de pajarito, echaba a volar por los caminos al menor descuido. Costó trabajo, mis piernas estaban entumidas por el tiempo, por el miedo, por el coraje y el asco, por la picana, por la angustia de lo que habrá sido de aquellos arrancados de sus casas. En los techos de aquella sala escuché el motor de los aviones de un tal Castillo Armas que habían cocido a bombardeos a Guatemala, y al alzar la vista vi a otros estudiantes, ni pelotudos, ni cobardes, ni estúpidos como lo era -lo soy- yo, aguantar las noches heladas en los altos de la selva.


iii

He olvidado más lecturas de las que he leído, pero esa me la recuerdo bien. Recuerdo una lista de hijos de puta que poco a poco he ido conociendo, dictatorcillos vulgares de la peor calaña; recuerdo la tarde que tuve que salir a respirar, bajo un sol flojo y demasiado bello que me hacía dudar que lo que estaba leyendo hubiese podido ser. Recuerdo que entre todas las sensaciones que el libro me produjo, a cada página crecía no sólo la admiración por ese tal Galeano, aparecido entre Cardenal y Dalton, sino algo que podría llamar cariño. Desde aquella primera cita con el uruguayo aquel, comprendí que en libros hay grandes autores, clásicos y enormes, hay buenos y malos, pero hay otros que sin más epítetos un quiere para toda la vida.

sábado, 28 de marzo de 2009

los phillies de santo domingo

Los Phillies. ¿Quién pudo pensar en un nombre tan bizarro para un equipo de beisbol? ¿A alguien pudiera importarle? Seguro que no; después de todo, a pesar de haberse llevado la última serie mundial, es un equipo de escaso brillo, que en su larga historia –la franquicia nace en 1883- ha contado más descalabros que días de esplendor. No se trata de los pedantes Bravos de Atlanta, ese equipo que detesto desde aquellos años en que, a base de un buen pitcheo, barría con cualquiera en los noventas y que, como siempre sucede con estos equipos asquerosamente ganadores, se granjeó en nuestro país una fanaticada numerosa pero chambona. Tampoco son los Dodgers, que gracias a las glorias de Fernando Valenzuela, el gran Toro de Etchohuaquila –acaso el primer deportista mexicano en conquistar el tan mentado american dream-, sedujeron a una increíble cantidad de adeptos en los ochentas. No. Se trata de una franquicia con más pena que gloria, y por eso entrañable.
Pero, ¿el nombrecito? Lo más probable es que al Don de los periódicos la cuestión no le quitara el sueño. Posiblemente ni fuera fan y ni siquiera le gustara el beisbol. Él sólo se calzaba día tras día su misma vieja gorra, con la “P” al centro y de un rojo castigado por el sol y la lluvia, y con ella se le veía, cada mañana, aparecer por la esquina de mi cuadra.
Bigote lacio, barriga tan discreta como la estatura y en la cara esa expresión de buen tipo, la que me dio la confianza suficiente para acercarme a su puesto de revistas y husmear en las ocho columnas de los diarios, fingir interés por la primera plana del Excélsior tan sólo para lanzar una mirada a la señorita en bikini de la portada del Tv Notas o regodearme con el íntimo placer de ver en el Record que el tri había perdido una vez más contra la selección de algún país de no más de diez millones de habitantes. Cada mañana, con la devoción del feligrés, me solazaba en el bello deporte de leer los titulares para enterarme del nuevo ridículo político, narcoejecución espeluznante o escándalo farandulesco, todo en dos minutos, mientras esperaba el micro en esa esquina, sin que fuera raro que se me pasara una o hasta dos, que diablos, de por sí llegaría tarde.
De la nada vino e instaló su enclenque puesto, y con él llenó un terrible vacío, pues no existe otro en muchas cuadras a la redonda. El Don y su mujer, quien a ratos y los domingos le echaba la mano con la chamba, descubrieron que esa era tierra virgen para el evangelio noticioso y ahí decidieron probar suerte. Su expendio era modesto en sumo grado, pero lo escaso del repertorio lo cubrían con lo atinado de la selección: estaban los de cajón, El Universal, el Reforma e incluso el hediondo Crónica, pero también La Jornada, que a menudo se agotaba. Podrían sacar a Cristo de la iglesia antes de que faltara el Record, con sus grandes letras rojas y amarillas y la foto del futbolista que en aquella semana había probado la gloria efímera de siete días. Revistas de manualidades, el TvNotas y el TvyNovelas; Maribel Guardia en la portada de la H y Niurka en la del Órale! Pero el Don era ecléctico, pues junto a la revista de tatuajes estaba el proceso, y entre la National Geographic y la México desconocido encontraba acomodo un pasquín darketo. Lo que distinguía al expendio de los miles de puestos del defe era el paquete de grasas de calzado El Oso que pendía melancólico de un mecate, al alcance de cualquier mortal con cincuenta pesos.
Nuestra amistad comenzó con los temas que cimentan nuestra identidad nacional: echar madres de los políticos y discutir la alineación de la selección. El cariño se lo tomé la mañana en que me enfilaba a una de las asambleas de Obrador en el Zócalo y él, apesadumbrado, me dijo que se iría conmigo si tuviera a quien encomendarle el changarro. De ahí el Don me recibía por la mañana poniéndome al tanto de los desfiguros políticos, comentaba lo duro y lo tupido que estaban los madrazos por la vida diaria y, sobre todo, me hacía partícipe del dolor que le causaba la agonía del futbol nacional.
Maestro albañil de oficio y cruzazulino de corazón, el Don era un feroz lector de la prensa deportiva, pero igual mataba el tiempo con el Reforma o con el Proceso, y más de una vez le caí con una revista de Historia entre manos. Entre nosotros había confianza, más aún, había complicidad, esa especie de lazo comunitario que es raro encontrar en medio del ajetreo y la indiferencia que abruman al monstruo de la gran ciudad. Una mañana jodida el Don no apareció más; la esquina retomó su grisura habitual y el mundo se me volvió de golpe un poco más pequeño. Aún queda ahí, anclado junto al poste, el armazón del puesto, como los restos del naufragio que nos recuerdan, acusadores, como dejamos morir la oportunidad de ser mejores. El Don jugó las nueve entradas, soportó lo que pudo y al final sumó una derrota más. Lo dejamos perder, como al pitcher que se sume en la desolación del montículo, y seguro hoy los Phillies habrán caído de nuevo.

lunes, 23 de marzo de 2009

un lobo en la puerta 2 del foro sol (Radiohead en México. marzo 15/09, primer concierto))


Para Areli e Ilse

Miro el fuego que se encierra en el hueco de mi mano y por un instante todo es de un rojo deslumbrante, un rojo que prende en la punta del cigarro. Aspiro y con el humo entran en mí los primeros acordes. Levanto la vista y ahí están esas miles de almas gritando a todo pulmón. Todo comienza.
Al fin estamos ahí, una Karla que llega corriendo, una Areli que desfallece de la emoción e Ilse, mi hermana, presa del mismo sentimiento que las arrasa y las fulmina. La adrenalina es muy fuerte, mucho más que la de otros conciertos; eso es presenciar a una banda de culto. Contra los pronósticos y las esperanzas de muchos de nosotros, no es 2+2=5 la que abre, sino 15 step, del In Rainbows, y desde las armonías de arranque comprendo por qué estos cinco tipos revolucionaron el progresivo. –Los de reidiojed son putos-, dije en varias ocasiones durante el día y los días anteriores también, más que como una provocación a la ira colectiva como una medida desesperada por atajar un poco la euforia de Areli, quien se arreglaba como si fuera al evento de su vida, y de disimular mi propio nerviosismo. –Sólo es una gran banda- pensaba mientras salíamos de la casa alrededor de las 5 de la tarde y nos enfilábamos al Foro sol. C. U., Eugenia, División, transborde en Centro Médico. En los rostros del vagón se reproduce el mismo nerviosismo, la mirada furtiva de complicidad, “este güey también va” y los gestos como un lenguaje cifrado que sólo comparten los iniciados de un ritual, de la comunión entre una gran banda de rock y sus feligreses.
Cerca de las seis. Encontramos a Juanin, el de las rastas vaciladoras, montando guardia fuera de la casita de campaña que ha compartido con dos camaradas a la espera del concierto del lunes. Le damos el abrazo solidario a su espera, las palabras de aliento, y nos acercamos a la puerta.
Siete. Nos separamos de Adela y Ángel, quienes entran por otro acceso, y me quedo con la mirada de ambos, llena de esa angustia preconcierto, como niños en cinco de enero, que seguro es muy similar a la que tengo. Tras hacernos de la playerita del recuerdo como buenos fetichistas, decidimos esperar la hora que falta en nuestros lugares. Acceso 2, sección NA-7, fila 2; Areli e Ilse burlan la complaciente seguridad y entran felices con su respectiva grabadora en mano. Al subir las escaleras descubrimos una multitud debajo de nosotros, a ras de cancha, que espera ansiosa.
Siete treinta. Le pido tres cervezas a un individuo de casaca amarilla, lo que me granjea el “uy, que espléndido” de mi carnala. Son doscientos diez, por favor, me dice el caballero, y con el corazón afligido y a punto del soponcio por el shock, me veo obligado a devolver una. ¡Puta!
Siete cincuenta. Me encuentro a dos amigas, Ale y Brenda rocker. Les deseo el mejor concierto de sus vidas. Regreso a mi asiento en el momento en que las luces se apagan y entre la banda prende la primera ráfaga de histeria vocalizada. Kraftwerk, la banda abridora, se arranca con la primera rola. Machine, machine, machine, machine...
Ocho treinta. Llega Karla con la lengua colgante y la respiración cortada. Mata la incertidumbre: claro que trae orgullosa su arquetípica blusa rayada de todos los conciertos. “órale, que chido con la música electrónica. Ahora sí podré hacer mi famoso paso de robot”; como siempre, Karla.
Nueve cuarenta y cinco. Hace cuarenta que Kraftwerk terminó. Buen número el de los cuatro alemanes mitad hombre mitad robot. Los técnicos se llevan casi una hora en montar el escenario, Areli ha ido cada diez minutos al baño por los nervios. Todos fumamos masticando la colilla, pues sabemos que en cualquier momento…
Se apagan las luces y se hace la música. Sin saludo de por medio, sin “buenas noches mexicou”, la banda más importante de las últimas décadas comienza a tocar. El Foro se convierte en el escenario de una ceremonia que no olvidaremos jamás. Todo un mundo fascinante de armonías se despliega ante nuestros oídos. Las cuatro horas de fila por un boleto, los meses de espera, la noche de semivigilia que pasó Areli un día antes por la emoción, todo, absolutamente todo, ha valido la pena, pues al fin estamos ahí, atónitos, casi en trance, y entre rola y rola adquiero conciencia de que estoy en un concierto que hará historia; imagino que así se habrán sentido quienes vieron a Queen en aquel concierto legendario de Puebla y es Are quien me saca de la ensoñación cuando se prende a mi cuello con tal fuerza que me hace daño. Sus uñas se clavan en mi brazo, las piernas se le vuelven de papel. Ilse me mira con ojos desorbitados y contiene el llanto, mientras yo me limito a admirar con reverencia a los tales reidiojed. La luna brilla tenue con un amarillo ocre por encima del escenario; en un momento desaparece y poco a poco, despacio, resurge, con un fenómeno que no atinamos a explicar. Internamente pienso que la luna, como Areli y como mi hermana, es otra gran fan que no puede contener su emoción.