¿Qué se puede hacer en un minuto?
En un minuto, con el espíritu beisbolero de que “esto no se acaba hasta que se acaba”, los 13 del puebla (11 en el campo, el chelís y la sufriente fanaticada) vieron como se ahogaba todo el esfuerzo de una temporada que bien podría calificarse de gloriosa. En sesenta segundos se fundió la aventura de esta temporada, el anhelo y la esperanza que, más que de una ciudad, fue de todos los aficionados al futbol en México.
Minuto 89 y Verón, llegando por el costado en un descuido de la defensa poblana, metía un testarazo que dejaba sembrado a Villalpando en la desolación del arco profanado. A un minuto del final los Pumas resolvían un partido en el que se vieron ampliamente superados, línea por línea, por la franja, y con ello se colgaban al cuello un triunfo que no deja de tener un gusto amargo.
Verón, precisamente quien en el partido de ida contra los tecos en los cuartos de final casi le cuesta la eliminatoria a los de azul y oro, cuando en un lapsus de locura regaló un penal de un modo infame, y que en algunos minutos más tarde se haría expulsar. Ese mismo Verón, hoy se viste de gloria al encontrarse una pelota en el área chica. La dialéctica del juego.
De cierta manera quería escribir para rendir homenaje al Puebla, ese equipo que, temporada tras temporada, era el hazmerreír del torneo mexicano y una vergüenza para los poblanos, como el Gober, como la mochería decimonónica, como Gustavo Díaz Ordaz. Ese Puebla, que tras conquistar el campeonato en la temporada del ‘91, se vio sumido en la más terrible mediocridad, sin espíritu, sin mística, y con una directiva vulgar, enana, corrupta y rapaz -¿coincidencia o fiel reflejo de la clase política local?-, que logró permanecer en la primera división gracias a la trapacería de comprar al equipo que ascendía de la primera a, que trata a los jugadores como obreros a quienes paga casi a destajo y a destiempo –¿coincidencia o reflejo de las condiciones laborales que imperan en la Volkswagen y en las maquiladoras?-. A ese Puebla y su afición siempre mártir, siempre plañidera y resignada a vivir la humillación, es un equipo al que hoy se ve con total respeto.
Con un trabajo de zapa, desde abajo, un técnico que nunca pisó una cancha, logró conjuntar una onceava de individuos sin el gran nombre, sin cartel, o con alguno que otro que había figurado y después había venido a menos como Davino –quien por cierto jugó como un grande-. Chelís logró crearles una identidad y sacarles el orgullo por una camiseta, logró llevarlos a encontrar un futbol imaginativo, libre pero a la vez ordenado y bien ensamblado en el funcionamiento colectivo, que se atrevió a retar a los equipos de las grandes nóminas y jugarles de tú a tú, esos que hasta hace poco visitaban el Cuahutemoc para ganar por trámite. La franja, de la mano de un Chelís que anunció su salida del club por estar hasta la madre de la directiva, aprendió a jugar con dignidad y decoro.
El Puebla se plantó en la cancha universitaria para disputar la vuelta de la semifinal, sin su goleador Acosta y con la pesada lapa de tener que ganar por dos de ventaja. CU era una fiesta, el recinto al que acudían los feligreses para oficiar una misa de sacrificio. Pero ante el asombro de un estadio enmudecido, la franja se presentó para ganar, y durante casi 60 minutos estuvo calificado a la final del futbol mexicano. A tres minutos del pitazo último, los Pumas conquistaron su pase para luchar por su sexto título; con el gol de Verón, brinqué y grité como todos los de sangre azul, pero de inmediato reconocí que esa era un victoria pírrica, y más aún, injusta, espuria. Los que jugaron con corazón, los del futbol, fueron los del Puebla, pero la tabla de posiciones les jugó sucio. Al término del juego corrí a escribir estas líneas, a modo de disculpa y de reconocimiento para la franja, pues así como una victoria no se obtiene, sino se conquista, así el finalista es Pumas, pero quien conquistó ese partido fue el Puebla.
En un minuto, con el espíritu beisbolero de que “esto no se acaba hasta que se acaba”, los 13 del puebla (11 en el campo, el chelís y la sufriente fanaticada) vieron como se ahogaba todo el esfuerzo de una temporada que bien podría calificarse de gloriosa. En sesenta segundos se fundió la aventura de esta temporada, el anhelo y la esperanza que, más que de una ciudad, fue de todos los aficionados al futbol en México.
Minuto 89 y Verón, llegando por el costado en un descuido de la defensa poblana, metía un testarazo que dejaba sembrado a Villalpando en la desolación del arco profanado. A un minuto del final los Pumas resolvían un partido en el que se vieron ampliamente superados, línea por línea, por la franja, y con ello se colgaban al cuello un triunfo que no deja de tener un gusto amargo.
Verón, precisamente quien en el partido de ida contra los tecos en los cuartos de final casi le cuesta la eliminatoria a los de azul y oro, cuando en un lapsus de locura regaló un penal de un modo infame, y que en algunos minutos más tarde se haría expulsar. Ese mismo Verón, hoy se viste de gloria al encontrarse una pelota en el área chica. La dialéctica del juego.
De cierta manera quería escribir para rendir homenaje al Puebla, ese equipo que, temporada tras temporada, era el hazmerreír del torneo mexicano y una vergüenza para los poblanos, como el Gober, como la mochería decimonónica, como Gustavo Díaz Ordaz. Ese Puebla, que tras conquistar el campeonato en la temporada del ‘91, se vio sumido en la más terrible mediocridad, sin espíritu, sin mística, y con una directiva vulgar, enana, corrupta y rapaz -¿coincidencia o fiel reflejo de la clase política local?-, que logró permanecer en la primera división gracias a la trapacería de comprar al equipo que ascendía de la primera a, que trata a los jugadores como obreros a quienes paga casi a destajo y a destiempo –¿coincidencia o reflejo de las condiciones laborales que imperan en la Volkswagen y en las maquiladoras?-. A ese Puebla y su afición siempre mártir, siempre plañidera y resignada a vivir la humillación, es un equipo al que hoy se ve con total respeto.
Con un trabajo de zapa, desde abajo, un técnico que nunca pisó una cancha, logró conjuntar una onceava de individuos sin el gran nombre, sin cartel, o con alguno que otro que había figurado y después había venido a menos como Davino –quien por cierto jugó como un grande-. Chelís logró crearles una identidad y sacarles el orgullo por una camiseta, logró llevarlos a encontrar un futbol imaginativo, libre pero a la vez ordenado y bien ensamblado en el funcionamiento colectivo, que se atrevió a retar a los equipos de las grandes nóminas y jugarles de tú a tú, esos que hasta hace poco visitaban el Cuahutemoc para ganar por trámite. La franja, de la mano de un Chelís que anunció su salida del club por estar hasta la madre de la directiva, aprendió a jugar con dignidad y decoro.
El Puebla se plantó en la cancha universitaria para disputar la vuelta de la semifinal, sin su goleador Acosta y con la pesada lapa de tener que ganar por dos de ventaja. CU era una fiesta, el recinto al que acudían los feligreses para oficiar una misa de sacrificio. Pero ante el asombro de un estadio enmudecido, la franja se presentó para ganar, y durante casi 60 minutos estuvo calificado a la final del futbol mexicano. A tres minutos del pitazo último, los Pumas conquistaron su pase para luchar por su sexto título; con el gol de Verón, brinqué y grité como todos los de sangre azul, pero de inmediato reconocí que esa era un victoria pírrica, y más aún, injusta, espuria. Los que jugaron con corazón, los del futbol, fueron los del Puebla, pero la tabla de posiciones les jugó sucio. Al término del juego corrí a escribir estas líneas, a modo de disculpa y de reconocimiento para la franja, pues así como una victoria no se obtiene, sino se conquista, así el finalista es Pumas, pero quien conquistó ese partido fue el Puebla.
El domingo, unos Indios a los que todos veían como el chivo expiatorio del poderoso Pachuca, que necesitaba ganar por tres tantos de ventaja, dio una lección de entrega y orgullo. De nuevo el favorito terminaba ganando a menos de cinco minutos del final. De nuevo esa sensación de que, si en el futbol hubiese justicia, tal vez el finalista sería otro.
Al final la nómina se impuso sobre el espíritu, y los Indios y la franja terminan con su osadía de jugar de igual a igual. Pero ambos han dejado una lección de lo que es ganar la dignidad en la cancha, y eso vale más que cualquier título. Tal vez será una gran final -cosa que dudo por el pobre futbol que han mostrado los Pumas-; tal vez el campeón gane con un gran partido, pero de lo que estoy seguro es que sea una final brillante o mediocre, en un tiempo lo olvidaré. Lo que recordaré por mucho tiempo será que tuve la fortuna de ver jugar a los Indios y al Puebla, y que me hicieron pensar que cualquier cosa era posible.