Que maneras más curiosas
de recordar tiene uno...
Una mañana de sábado soleado se impacta en los cristales, y de repente me da por escuchar a Silvio. El Al final de este viaje me trae siempre recuerdos de los tiempos primigenios, aquellos en que ella me regaló el ajedrez y el gusto por la trova, cuando, de ser un estúpido neófito en materia política, pasé a ser un estúpido neófito menos desinformado, cosa que también le debo a esa gran mujer. Cursábamos el primer semestre de la carrera, ella en algo misteriosamente llamado lingüística y literatura hispánica y yo haciendo el gran ridículo en diseño gráfico. Por aquellos tiempos quemaba las noches intentando bocetos y láminas que nunca acababan de cuadrar, mientras en el radiecito sonaba una y otra vez el cassette de aquel álbum de Silvio, que encontró algo de reposo hasta que cayeron en mis manos el Descartes y el Mano a mano, nuevos y dignos relevos para acompañar la frustración de aquellas noches estériles.
Al siguiente año acepté con resignación mi torpeza creativa y vino así una nueva carrera, y con ella un nuevo disco. El chaval que daba sus primeros pasos de chairo, que no entraba a sus clases de teoría del diseño por leer Azteca, se mudaba a un espacio que le permitiera desarrollar su auténtica naturaleza chaira: el Colegio de Historia. Aquel nuevo disco fue el Tríptico uno, en versión pirata de diez varitos para continuar la tradición, que alternado por momentos con el Mano a mano y el Mujeres, con algo de Delgadillo y hasta una que otra de Filio (¡chales!), constituyó el soundtrack de esos días.
de recordar tiene uno...
Una mañana de sábado soleado se impacta en los cristales, y de repente me da por escuchar a Silvio. El Al final de este viaje me trae siempre recuerdos de los tiempos primigenios, aquellos en que ella me regaló el ajedrez y el gusto por la trova, cuando, de ser un estúpido neófito en materia política, pasé a ser un estúpido neófito menos desinformado, cosa que también le debo a esa gran mujer. Cursábamos el primer semestre de la carrera, ella en algo misteriosamente llamado lingüística y literatura hispánica y yo haciendo el gran ridículo en diseño gráfico. Por aquellos tiempos quemaba las noches intentando bocetos y láminas que nunca acababan de cuadrar, mientras en el radiecito sonaba una y otra vez el cassette de aquel álbum de Silvio, que encontró algo de reposo hasta que cayeron en mis manos el Descartes y el Mano a mano, nuevos y dignos relevos para acompañar la frustración de aquellas noches estériles.
Al siguiente año acepté con resignación mi torpeza creativa y vino así una nueva carrera, y con ella un nuevo disco. El chaval que daba sus primeros pasos de chairo, que no entraba a sus clases de teoría del diseño por leer Azteca, se mudaba a un espacio que le permitiera desarrollar su auténtica naturaleza chaira: el Colegio de Historia. Aquel nuevo disco fue el Tríptico uno, en versión pirata de diez varitos para continuar la tradición, que alternado por momentos con el Mano a mano y el Mujeres, con algo de Delgadillo y hasta una que otra de Filio (¡chales!), constituyó el soundtrack de esos días.
En estos días no sale el sol, sino tu rostro...
Y entonces hoy, a casi diez años luz de aquellos tiempos, me dio por escuchar el Tríptico, y con él rescatar en la nostalgia aquellos tiempos, con el típico conejillo de filosofía y letras que no soltaba el morral de palma, la camisita de manta y sus disquitos de trova. Para los sábados había una ruta única: algunas páginas de aburrida historia en la biblioteca y después una escala imprescindible en la ya mítica panificadora San Pedro, comprar un par de maravillas azucaradas y una coca de lata, y ya bien pertrechado, enfilar hacia el Barrio del Artista si había buen día y sentarse a leer la novelita en turno. Si llovía, el espacio idóneo era el atrio de esta iglesia, que compartía con el viejo que siempre toca el acordeón en la entrada. Era simplemente la mejor sala de lectura de la ciudad, y en ella veía rodar las tardes tristes, sentado al pie de esta puerta de madera del xviii.
Y entonces hoy, a casi diez años luz de aquellos tiempos, me dio por escuchar el Tríptico, y con él rescatar en la nostalgia aquellos tiempos, con el típico conejillo de filosofía y letras que no soltaba el morral de palma, la camisita de manta y sus disquitos de trova. Para los sábados había una ruta única: algunas páginas de aburrida historia en la biblioteca y después una escala imprescindible en la ya mítica panificadora San Pedro, comprar un par de maravillas azucaradas y una coca de lata, y ya bien pertrechado, enfilar hacia el Barrio del Artista si había buen día y sentarse a leer la novelita en turno. Si llovía, el espacio idóneo era el atrio de esta iglesia, que compartía con el viejo que siempre toca el acordeón en la entrada. Era simplemente la mejor sala de lectura de la ciudad, y en ella veía rodar las tardes tristes, sentado al pie de esta puerta de madera del xviii.
En aquellos tiempos leí pocos libros para cualquier lector común, pero muchos para un chabón casi analfabeta y ansioso de desquitar tantos años perdidos, lo curioso es que busco en la memoria y me viene uno, no el que más me haya gustado ni el más significativo. Me viene el Manuscrito encontrado en Zaragoza, y sobre todo esa tarde de lluvia cerrada en que lo leí, con las nalgas castigadas por la piedra de este atrio, el panzote de azúcar, la coquita, y varios cigarrillos, muchos para un novato y ridículos para el fumador de ahora. Fue una tarde espléndida, que me hizo regresar a casa admirando la noche con su cielo recién escampado, y pensando que no tenía todo lo que quería, pero quería todo lo que tenía.
En el arco principal de esta fachada
estuvo colgada, por orden de la Inquisición,
la cabeza de don Antonio de Benavidez (el tapado),
falso visitador de España
ejecutado el 12 de julio de 1684
Esta tarde se han casado Cesar y Karina. Desfilaron por mi atrio este sábado trece a las siete de la noche. Es la primera vez que presencio una boda.
Había asistido a unas cuantas, pero la fatalidad de la impuntualidad siempre me relegó al poco honroso papel de gorrear las fiestas. Así que esta fue mi primera boda, y aunque todo discurrió normalmente, no puedo negar que me sentí un poco defraudado. No fue que el novio se desmayara o que al padre se le cayera la hostia en el escote de la novia, no, nada de material para estúpidos videos caseros. Fue sólo que me quedé esperando el instante en que el sacerdote se dirige a los asistentes para preguntar si alguien sabe de algún impedimento para esa unión. Tal parece que esa práctica, que a mí me resultaba bastante democrática, es ahora sólo un mito en una canción de los Tigres del Norte. Yo aguardaba ese momento estelar, en que todos guardaríamos un silencio incómodo pero expectante, mirándonos las caras los unos a los otros para ver quien era aquella que saltaba con tres chavitos igualitos al novio, o si aparecía Dustin Hoffman para llevarse a la novia en un autobús. Total que nada de eso sucedió, no, no sucedió, y debo confesar que todo el tiempo me pregunte si, en un acceso de encono imbécil, saltaría desde mi última banca del galerón y gritaría con mi mejor intento de voz de hombre que ellos no se podían casar, porque en esta iglesia habían colgado la cabeza de el tapado en 1684, porque la novia era mi esposa, o porque estaba seguro que ellos no se querían tanto, ni tantito como otros que he conocido y que no se casaron. Hubieran sido mis cinco minutos de fama.
Por supuesto no conocía ni a Cesar, ni a Karina, ni a ninguno de los presentes, pero de todo corazón les deseé en silencio la mejor de las vidas y que llegasen a viejos con cariño, aún cuando supiese que no se querían ni la mitad de lo que... de lo que.
Ay de estos días terribles,
asesinos del mundo.
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