Los Phillies. ¿Quién pudo pensar en un nombre tan bizarro para un equipo de beisbol? ¿A alguien pudiera importarle? Seguro que no; después de todo, a pesar de haberse llevado la última serie mundial, es un equipo de escaso brillo, que en su larga historia –la franquicia nace en 1883- ha contado más descalabros que días de esplendor. No se trata de los pedantes Bravos de Atlanta, ese equipo que detesto desde aquellos años en que, a base de un buen pitcheo, barría con cualquiera en los noventas y que, como siempre sucede con estos equipos asquerosamente ganadores, se granjeó en nuestro país una fanaticada numerosa pero chambona. Tampoco son los Dodgers, que gracias a las glorias de Fernando Valenzuela, el gran Toro de Etchohuaquila –acaso el primer deportista mexicano en conquistar el tan mentado american dream-, sedujeron a una increíble cantidad de adeptos en los ochentas. No. Se trata de una franquicia con más pena que gloria, y por eso entrañable.
Pero, ¿el nombrecito? Lo más probable es que al Don de los periódicos la cuestión no le quitara el sueño. Posiblemente ni fuera fan y ni siquiera le gustara el beisbol. Él sólo se calzaba día tras día su misma vieja gorra, con la “P” al centro y de un rojo castigado por el sol y la lluvia, y con ella se le veía, cada mañana, aparecer por la esquina de mi cuadra.
Bigote lacio, barriga tan discreta como la estatura y en la cara esa expresión de buen tipo, la que me dio la confianza suficiente para acercarme a su puesto de revistas y husmear en las ocho columnas de los diarios, fingir interés por la primera plana del Excélsior tan sólo para lanzar una mirada a la señorita en bikini de la portada del Tv Notas o regodearme con el íntimo placer de ver en el Record que el tri había perdido una vez más contra la selección de algún país de no más de diez millones de habitantes. Cada mañana, con la devoción del feligrés, me solazaba en el bello deporte de leer los titulares para enterarme del nuevo ridículo político, narcoejecución espeluznante o escándalo farandulesco, todo en dos minutos, mientras esperaba el micro en esa esquina, sin que fuera raro que se me pasara una o hasta dos, que diablos, de por sí llegaría tarde.
De la nada vino e instaló su enclenque puesto, y con él llenó un terrible vacío, pues no existe otro en muchas cuadras a la redonda. El Don y su mujer, quien a ratos y los domingos le echaba la mano con la chamba, descubrieron que esa era tierra virgen para el evangelio noticioso y ahí decidieron probar suerte. Su expendio era modesto en sumo grado, pero lo escaso del repertorio lo cubrían con lo atinado de la selección: estaban los de cajón, El Universal, el Reforma e incluso el hediondo Crónica, pero también La Jornada, que a menudo se agotaba. Podrían sacar a Cristo de la iglesia antes de que faltara el Record, con sus grandes letras rojas y amarillas y la foto del futbolista que en aquella semana había probado la gloria efímera de siete días. Revistas de manualidades, el TvNotas y el TvyNovelas; Maribel Guardia en la portada de la H y Niurka en la del Órale! Pero el Don era ecléctico, pues junto a la revista de tatuajes estaba el proceso, y entre la National Geographic y la México desconocido encontraba acomodo un pasquín darketo. Lo que distinguía al expendio de los miles de puestos del defe era el paquete de grasas de calzado El Oso que pendía melancólico de un mecate, al alcance de cualquier mortal con cincuenta pesos.
Nuestra amistad comenzó con los temas que cimentan nuestra identidad nacional: echar madres de los políticos y discutir la alineación de la selección. El cariño se lo tomé la mañana en que me enfilaba a una de las asambleas de Obrador en el Zócalo y él, apesadumbrado, me dijo que se iría conmigo si tuviera a quien encomendarle el changarro. De ahí el Don me recibía por la mañana poniéndome al tanto de los desfiguros políticos, comentaba lo duro y lo tupido que estaban los madrazos por la vida diaria y, sobre todo, me hacía partícipe del dolor que le causaba la agonía del futbol nacional.
Maestro albañil de oficio y cruzazulino de corazón, el Don era un feroz lector de la prensa deportiva, pero igual mataba el tiempo con el Reforma o con el Proceso, y más de una vez le caí con una revista de Historia entre manos. Entre nosotros había confianza, más aún, había complicidad, esa especie de lazo comunitario que es raro encontrar en medio del ajetreo y la indiferencia que abruman al monstruo de la gran ciudad. Una mañana jodida el Don no apareció más; la esquina retomó su grisura habitual y el mundo se me volvió de golpe un poco más pequeño. Aún queda ahí, anclado junto al poste, el armazón del puesto, como los restos del naufragio que nos recuerdan, acusadores, como dejamos morir la oportunidad de ser mejores. El Don jugó las nueve entradas, soportó lo que pudo y al final sumó una derrota más. Lo dejamos perder, como al pitcher que se sume en la desolación del montículo, y seguro hoy los Phillies habrán caído de nuevo.