Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores,
después... a sus simpatizantes, enseguida... a aquellos que permanecen indiferentes,
y finalmente mataremos a los tímidos.
(General Ibérico Saint Jean. Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Mayo de 1977)
Si uno tuviera la certeza de que el día de mañana, o pasado mañana, habrá de morir, ¿Qué haría?
¿Qué habrá hecho ese hombre aquel 24 de marzo de 1977, consciente de que sus horas estaban contadas? Imagino que se afeitó como cada mañana, como lo hizo incluso aquella vez, años atrás, cuando tuvo que salir huyendo a un escondrijo en El Tigre, ante la amenaza real de que los militares se presentaran por él de un momento a otro. Imagino también que desayunó facturas y café con leche, pensando tal vez que aún podía echarse para atrás y callar y mandar a la mierda esa carta que le quemaba el bolsillo de la campera. A los milicos les debía varias y ésta lo condenaba a una muerte segura. La idea sólo duró un segundo al recordar que se lo debía a los miles de desaparecidos, a su hija Victoria, que se había dado un tiro en la sien escasos seis meses antes, al verse acorralada por los milicos. Exiliarse, con sus cincuenta años y un nombre bien colocado en el periodismo, salir corriendo para Cuba o Francia, o incluso México, como tantos otros, y una vez logrado un mínimo resguardo publicar la puta carta en algún medio internacional, poner a salvo el pellejo. No, esa nunca fue alternativa, no para un tipo que se había fajado en la lucha dentro de los Montoneros, no para alguien que en las propias narices de los milicos golpistas había tenido los tamaños para crear la Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA). No era su estilo.
¿Qué habrá hecho ese hombre aquel 24 de marzo de 1977, consciente de que sus horas estaban contadas? Imagino que se afeitó como cada mañana, como lo hizo incluso aquella vez, años atrás, cuando tuvo que salir huyendo a un escondrijo en El Tigre, ante la amenaza real de que los militares se presentaran por él de un momento a otro. Imagino también que desayunó facturas y café con leche, pensando tal vez que aún podía echarse para atrás y callar y mandar a la mierda esa carta que le quemaba el bolsillo de la campera. A los milicos les debía varias y ésta lo condenaba a una muerte segura. La idea sólo duró un segundo al recordar que se lo debía a los miles de desaparecidos, a su hija Victoria, que se había dado un tiro en la sien escasos seis meses antes, al verse acorralada por los milicos. Exiliarse, con sus cincuenta años y un nombre bien colocado en el periodismo, salir corriendo para Cuba o Francia, o incluso México, como tantos otros, y una vez logrado un mínimo resguardo publicar la puta carta en algún medio internacional, poner a salvo el pellejo. No, esa nunca fue alternativa, no para un tipo que se había fajado en la lucha dentro de los Montoneros, no para alguien que en las propias narices de los milicos golpistas había tenido los tamaños para crear la Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA). No era su estilo.
Empedernido jugador de ajedrez, me gusta pensar que aquel día, sabiendo que daba pasos de hombre muerto, se encaminó a uno de tantos cafés con la esperanza de disputar alguna partida que le exigiera, como una última ironía por la partida que ya tenía perdida de antemano con la vida. Fumar un atado de cigarrillos, por qué no levantar una copa de fernet para brindar a la memoria de aquellos que se habían adelantado, y no poder evitar pensar en el sabor de esa pastilla de cianuro que su amigo Paco Urondo había logrado tragar cuando ya los milicos lo tenían. Le dolía tanto dejar a su otra hija, Patricia, en medio de ese país devorado por los lobos. Un bife con fritas y algo de vino, comer sin hambre pero con el gozo del que sabe que tal vez sea la última. Puedo imaginarlo caminando a casa por Corrientes, despidiéndose de esa ciudad triste, echando una mirada a los escaparates de las librerías que tan bien conocía, sospechando el lugar que en ellos ocuparían las novelas que no llegaría a escribir. Tal vez en casa cebar un mate, sentarse al escritorio bajo la luz velada de la lamparita de pantalla verde y dar los últimos toques a la carta. ¿Qué mierda estaba haciendo? Le asqueba la idea de jugar al mártir pero no podía callarse. Por lo menos esa debía ser la nota suicida más elaborada y mejor documentada que se había escrito. Sonrió al pensarlo, con cansancio, con miedo pero resignado. Así debía ser, era su labor y no podía negarla aunque lo cagaran a patadas. Mandó copias a los principales diarios y a algunos medios extranjeros, sabiendo que jamás la vería publicada. Al volver, en el cajón de abajo del escritorio encontró el frío de la 22; estaba cargada, envuelta en una franela. ¿Lo llevarían a la ESMA? Había escuchado en boca de algunos sobrevivientes lo que era la Capucha, y sabía muy bien que el no tendría el privilegio de contarlo. ¿Habrá dormido aquella noche? ¿Habrá caminado hasta el librero para escoger algo? ¿Qué podía leer ese hombre, un amante de la literatura fantástica, cuando su realidad superaba cualquier ficción? Lo veo buscando en La trama celeste esa cita de Blanqui:
Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.
La mañana siguiente fue calurosa, con ese vaho húmedo de marzo. En el puesto de periódicos de Yrigoyen y Sáenz Peña revisó por última vez las portadas de los diarios, sólo para corroborar que Clarín y La Nación y La Prensa guardaban un silencio cómplice. No esperaba menos de esa manga de culorotos, por eso había cerrado su nota “sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido”. Caminó un par de cuadras sintiendo el peso del calor y del arma en la cintura del pantalón. Sobre Congreso, casi llegando a Entre Ríos, percibió bajo el sol el brillo del Falcon negro que rodaba a unos metros de él y lo supo. Alcanzó un árbol ya con la 22 amartillada en la mano; que vinieran por él porque no era ninguna oveja. Años después, contaría un sobreviviente de la ESMA lo que le escuchó a un tal oficial Weber, quien se vanagloriaba de haber sido uno de los hombres de la patota que fue por Walsh aquella mañana. “Lo cagamos a tiros y no se caía el hijo de puta”.
Rodolfo Walsh, Carta abierta de un escritor a la Junta Militar:
Sobre el golpe de estado en Argentina del 24 de marzo de 1976: