jueves, 22 de abril de 2010

echándote de menos, mi gran vieja


  

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
Vallejo. Los heraldos negros

Hubiera querido responderles: "Yo. Yo soy el muerto."
Pero se conformó con sonreír.
Rulfo. Pedro Páramo


El día que mi abuela eligió para marcharse había sol. Nunca me lo dijo, pero supongo que también creía que los días soleados resultaban los más apropiados para morir. Hacía una tarde linda, brillante y de un viento suave, como debe ser una tarde ideal de domingo, como debe ser un domingo ideal para cerrar una vida buena.

Esa tarde mi vieja le ganó la partida a los médicos tan necios que hacían todo por postergarle la fiesta, y poquito a poco se me fue dejando ir, como una velita que se apaga despacito. Se fue sin sufrimientos ni dolorosas agonías que no iban con una vieja como ella, una vieja gozadora. Se fue con la alegría serena con la que los ríos caminan en su marcha al mar, y con la paz interior y la dignidad de quienes han sido generosos en vida. Los médicos, esos tipos de bata que no saben que la vida es mucho más que tejidos y venas, un tanto tristes por el desaire de mi vieja, asentaron en el acta que falleció de alguna cosa aburrida y gris, pero yo sé que en realidad Natalia decidió partir cuando el cuero le quedó demasiado viejo para un espíritu tan joven.

Mi chamaca tenía apenas 84 años, cuatro hijos y una manada de nietos. Tenía también una larga lista de muertos que extrañar y que la extrañaban tanto. Fue por eso que una noche antes vinieron a esperarla. Lupe, su cuñada fallecida años atrás, se pasó la madrugada sentada en su cama platicando con ella alegremente, deshojando memorias color sepia. A la mañana aún tuve ocasión de preguntarle si sabía cuanto la amaba, y ella, tan generosa como siempre, me respondió que sí con los ojos cargados del mismo amor. Quise decirle que siempre había tratado que estuviera orgullosa de mí, que sintiera tan sólo unas cuantas migajas de lo orgulloso que siempre estuve de ella. Quise agradecerle que me enseñara a chiflar y gozar el olor de las panaderías y a querer harto la vida, porque si había conocido el significado de la palabra felicidad fue por todo lo que pasamos juntos. Quise besarla por hacerme un chamaco alegre, por jalarme al parque con todo y bici, por las veces que complacía mi capricho de comer tortas de pierna a escondidas de mi madre, porque cuando me recogía en la primaria siempre llegaba con el milagro de un ojo de pancha recién salido del horno; por que me quiso tanto como yo a ella, el gran amor de mi vida. Quise decirle que comprendía su cansancio, su hartazgo ante ese cuerpo que ya no le seguía el paso, ese estuche que ya no podía contener un corazón tan grande, y que admiraba la entereza de su decisión de largarse con sus muertos que ya la aguardaban impacientes en el pasillo. Quise decirle eso y tantas cosas más, pero mi vieja ya conversaba con aquellos que yo no podía ver.

Que difícil es vieja, llegar a casa y encontrarla tan vacía; cargar con la maldita obligación de imaginar que la vida puede seguir sin ti. Si supieras cuantas veces dije que no sabía lo que haría cuando tú me faltaras. Pinche Nata, como me haces falta corazón. Te suplico tengas la bondad de perdonarme si me faltó algo por hacer. Discúlpame por favor esta tristeza, discúlpame si no paro de llorarte. Yo quiero cantarte para que nunca mueras. Es sólo mi egoísmo de querer tenerte siempre conmigo el que me hace sufrir tu partida, porque sé que ahora estás mejor, con los tuyos, bailando. Sé también que una parte tuya está parada junto a mí, angustiada por verme llorar mientras escribo esto. Perdóname por favor.


Sólo, vieja, recuerda nuestro trato. Yo iré a leerte hasta que se me acaben los ojos, y tu tienes que venir a visitarme de vez en vez, para contarme esas historias que tanto y tanto te disfruté...  Sólo déjame soñarte, mi corazón.