lunes, 29 de noviembre de 2010

Apenas un segundo de inmersión

Una de las primeras cosas que quedaron proscritas fue Radiohead, porque olía demasiado a casa y porque sonaba demasiado a ti. Sobre todo, porque me arrastraba a una obscuridad y una historia y una mano contando una historia sobre esa otra mano en la obscuridad, y el llanto y los años y la tristeza que, adivinaba, habría de terminar con los años y el amor. Por eso quedó proscrito cuando ni siquiera me quedó el valor de calzarme un par de audífonos y salir a patear la tarde, acompasando mi miseria con el Kid A, just like the old old times.

¿Con quien hablas? otra vez debajo de un árbol charlando con fantasmas, pobre imbécil.

Ya te decía, que la música se fue al carajo, y en su lugar sólo quedó ruido, y tras el ruido silencio, un silencio espeso, impenetrable, como el que debe habitar en el fondo de los mares. Profundidad, abajo, más abajo, perdiéndose en la inconmensurable lejanía que separa las rocas del viento y a los vivos de los muertos. Sé que entiendes de qué hablo, que también sentiste los pulmones invadidos de nada y los ojos llenos de obscuridad. Y allá abajo entendí lo que no pude saber en tantos años, cuando en mitad de la inmersión, incapaz de soportarlo, aterrado por la asfixia, soltaba tu mano y braceaba desesperado hacia la superficie. Entendí muchas cosas entonces y muchas de tus palabras adquirieron sentido, sólo hasta que las escuché en medio del silencio.
¿Cobardía? ¿Imbecilidad? ¿Egoísmo? fue todo y fue que soy demasiado simple para comprender tantas cosas que me superan. La gente teme a lo que es incapaz de entender. Pero cuando se está en aquel lugar, en el reino de los sueños sin sueños, atrapado en uno mismo, sólo hay una persona con quien hablar. Le dije que se había equivocado tanto, que una disculpa no bastaba cuando no fue capaz de retener el aire unos cuantos segundos más y tirar y dejar la vida tirando, y mientras hablaba levantaba la mirada, buscando una mano que de repente rompiera la inmovilidad de ese dulce sepulcro salado, una mano que, bien lo sabía, no habría de llegar.
¿Que tiene que ver Radiohead con todo esto? por supuesto nada. Supongo que tras tanto tiempo abajo me quedó la costumbre de perderme en monólogos obtusos. Poco a poco, con el ritmo lentísimo que se debe guardar en ascensos de ese tipo, emprendí la vuelta. Tomó su tiempo pues los pulmones debían ajustarse a los cambios de presión y acostumbrarse poco a poco a la sensación de respirar, pero hubo un par de manos que jalaron de mí, pacientemente, hasta acercarme a la claridad. Abajo dejé muchas cosas cuyo peso no podía soportar, y las junté todas y les encimé algunas rocas, y en esos lechos donde no hay tiempo ni memoria yacen aún, sepultadas por la noche. Y una vez afuera empecé por inventarme un nombre nuevo, algo sencillo, ordinario en buena medida, pero cálido, y volví a aprender el complejo mecanismo que suma un movimiento de los labios a otro para producir sonidos y el que pone un pie delante del otro, flexionar ligeramente la rodilla y levantar el pie que se quedó atrás para impulsarlo hacia el frente mientras el primer pie sostiene la masa corporal, en el delicado equilibrio de un instante, hasta que el otro se planta y todo se repite. Es todo muy complejo y ha costado trabajo asimilarlo, pero voy mejorando.
Y cuando la gente me ve ahora, con mi piel teñida de una ligera tonalidad verdosa apenas perceptible, ensayando con torpeza lo aprendido, experimentan un momentáneo desconcierto, un vago dejo de repulsión que adivino en sus miradas, porque intuyen que no soy del todo como ellos. Tienen razón, porque por mucho que me esfuerzo por vestirme en eso que llaman normalidad, uno nunca vuelve a ser el que era antes de estar en las profundidades. Por eso, de vez en vez, en vez, no puedo evitar recordar ese tiempo que pasé sumergido en la noche sin estrellas, experimentar en la piel de nuevo el frío absoluto que envolvía mi cuerpo inmóvil. Por eso cuando quedo solo en medio de esta noche de grillos y de aire, casi siempre dejo ir unos segundos sin respirar, imaginando con nostalgia el limo que ha brotado sobre las piedras que cubren los restos, invocándote con el silencio de los pensamientos, porque algo de las profundidades quedó en mí.

Qué estúpido. Sólo quería decir que esta noche volví a escuchar a Radiohead.       

 

jueves, 25 de noviembre de 2010

cajita de pasos perdidos

Tristemente un día se me ocurrió ceder a la tentación de abrir un blog. Triste porque encierra cuadros que, de no estar aquí, con un poco de fortuna tal vez hubiera ya olvidado; recuerdos de horas desoladas, que no es grato volver a visitar, y de días felices, que son los peores. Pero ahí están, para bien y para mal, esos vestigios de una vida ordinaria, y al mirarlos caigo en la cuenta de que lo peor de todo es que, de un tiempo para acá, se me han desaparecido las historias.

La última historia que pude contar, la historia más bella que conozco, la dibujé sobre la piel de una mujer maravillosa. Se la dejé ahí, escrita con una caligrafía invisible que sólo nosotros dos podíamos comprender, pensando que sólo así sobreviviría al tiempo y a la adversidad, y le rogué que, pasara lo que pasara, no la olvidara. Aún sin confesarlo, entre otras ingenuidades, creía que existían cosas capaces de escapar a lo efímero. Pero un buen  día ella se fue y la historia fue olvidada, como tal vez debía suceder.
Desde entonces, la vida se ha reducido a extrañar las historias que me narraba mi mujer eterna, la vieja Nata, a un par de abrazos de mis amigos y a un cuento de tres líneas insulsas que resumen todas las tardes perdidas en la mesa de un café. Sólo soy capaz de recordar algunas noches sin luna, un par de historias de Paul Auster y una escena de La Peste. A eso se reduce casi un año de camino.  

Al calor de la batalla sólo he aprendido que la vida se reduce a una cosa simple y elemental: conocer nuevas historias. Por eso existe la literatura y la palabra, por eso la gente se encierra dos horas en la soledad de los cines, y guarda fotografías y tararea canciones mientras sale a caminar sin un destino planeado, por la avidez con que busca nuevas historias donde leerse, nuevas experiencias donde vivirse. Creo que esa necesidad de historias es el viento que impulsa la nave, el único remedio posible contra la vida vacía. Entonces este pequeño espacio, de por sí tan modesto, se me ha venido a menos de modo tan dramático por no tener alguna historia pequeña que llevarse a la boca, contando una existencia fragmentaria, carente de imaginación y de cosas que narrar. Este blog, esta vida, se me convirtió de repente en una cajita de pasos perdidos.

Pero esta tarde, en que como otras he corrido a cazar historias a un cine, unas líneas en una novela estupenda, una peli de Woody Allen y la fortuna de encontrarme con algunos conocidos del pasado, me han hecho recordar de qué se trata este oficio de respirar, y que tal vez, uno nunca sabe, la casualidad puede traer nuevos relatos que contar. Esta tarde sencilla he entendido que aún los pasos perdidos pueden llegar a algún lugar.

...descubrió que sus pasos, al no llevarlo a ninguna parte, lo conducían al interior de sí mismo. Estaba haciendo un viaje interior, y se encontraba perdido, pero lejos de preocuparlo, esta idea se convirtió en fuente de felicidad y alborozo... y entonces se dijo a sí mismo, con un tono casi triunfante: Estoy perdido.
Auster. La invención de la soledad  

lunes, 8 de noviembre de 2010

jirones

Hay un ejército anónimo recorriendo la ciudad, una horda de hombres y mujeres de tela, que en silencio y con la frente caída avanzan a ningún lado, sin rumbo, sembrando pasos que no darán fruto alguno. Ahí van, con la vida hecha jirones, sin poder reconocerse en el pasado, y los miro deambular, exentos de la terrible tentación de albergar esperanzas, perdidos en monólogos absurdos, cada uno con su propia desdicha a cuestas, sin ni siquiera tomarse la molestia de mirar al frente. ¿Qué caso tendría hacerlo, si no existe el mañana ni el lugar a donde van?
No tienen ojos, bocas ni oídos, para qué, si no hay otros ojos en los que puedan verse reflejados, si no hay nadie que escuche o que pronuncie su nombre. Sólo tienen pies para poder disolverse en la indiferencia de la ciudad. Sólo marchan, arrastrando el rumor de sus plantas sobre las piedras curtidas por los siglos. Si uno se les acerca un poco, puede escucharles los recuerdos, las falsas memorias de todas sus derrotas. Son sólo eso, un batallón de vencidos, exhaustos y destrozados.


Ellos lo saben: Nada te importa en la ciudad si nadie espera...