Tristemente un día se me ocurrió ceder a la tentación de abrir un blog. Triste porque encierra cuadros que, de no estar aquí, con un poco de fortuna tal vez hubiera ya olvidado; recuerdos de horas desoladas, que no es grato volver a visitar, y de días felices, que son los peores. Pero ahí están, para bien y para mal, esos vestigios de una vida ordinaria, y al mirarlos caigo en la cuenta de que lo peor de todo es que, de un tiempo para acá, se me han desaparecido las historias.
La última historia que pude contar, la historia más bella que conozco, la dibujé sobre la piel de una mujer maravillosa. Se la dejé ahí, escrita con una caligrafía invisible que sólo nosotros dos podíamos comprender, pensando que sólo así sobreviviría al tiempo y a la adversidad, y le rogué que, pasara lo que pasara, no la olvidara. Aún sin confesarlo, entre otras ingenuidades, creía que existían cosas capaces de escapar a lo efímero. Pero un buen día ella se fue y la historia fue olvidada, como tal vez debía suceder.
Desde entonces, la vida se ha reducido a extrañar las historias que me narraba mi mujer eterna, la vieja Nata, a un par de abrazos de mis amigos y a un cuento de tres líneas insulsas que resumen todas las tardes perdidas en la mesa de un café. Sólo soy capaz de recordar algunas noches sin luna, un par de historias de Paul Auster y una escena de La Peste. A eso se reduce casi un año de camino.
Al calor de la batalla sólo he aprendido que la vida se reduce a una cosa simple y elemental: conocer nuevas historias. Por eso existe la literatura y la palabra, por eso la gente se encierra dos horas en la soledad de los cines, y guarda fotografías y tararea canciones mientras sale a caminar sin un destino planeado, por la avidez con que busca nuevas historias donde leerse, nuevas experiencias donde vivirse. Creo que esa necesidad de historias es el viento que impulsa la nave, el único remedio posible contra la vida vacía. Entonces este pequeño espacio, de por sí tan modesto, se me ha venido a menos de modo tan dramático por no tener alguna historia pequeña que llevarse a la boca, contando una existencia fragmentaria, carente de imaginación y de cosas que narrar. Este blog, esta vida, se me convirtió de repente en una cajita de pasos perdidos.
Pero esta tarde, en que como otras he corrido a cazar historias a un cine, unas líneas en una novela estupenda, una peli de Woody Allen y la fortuna de encontrarme con algunos conocidos del pasado, me han hecho recordar de qué se trata este oficio de respirar, y que tal vez, uno nunca sabe, la casualidad puede traer nuevos relatos que contar. Esta tarde sencilla he entendido que aún los pasos perdidos pueden llegar a algún lugar.
...descubrió que sus pasos, al no llevarlo a ninguna parte, lo conducían al interior de sí mismo. Estaba haciendo un viaje interior, y se encontraba perdido, pero lejos de preocuparlo, esta idea se convirtió en fuente de felicidad y alborozo... y entonces se dijo a sí mismo, con un tono casi triunfante: Estoy perdido.
Auster. La invención de la soledad
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