Este cuadernito mío no es de arena y finalmente, tras una complicada travesía de más de año y medio, sus hojas, blancas como velas que le llevaban impulsadas por la caricia del azar, se han terminado. Juntos, ese compañero que compré por dos pesos en un botadero de libros y yo, echamos a andar por mar abierto, agarrando rumbo en medio del temporal. Con una brújula sin norte y la suerte tirada a la contra, anduvimos a los tumbos aquí y allá, buscando en el firmamento la certeza de una estrella a la cual amarrar el curso.
Caprichosas fueron las corrientes del azar que a veces empujaron con la suave melodía del oleaje calmo y otras con violentos golpes de mar, pero nunca les sacamos la vuelta. Así conocimos por igual algunas veladas memorables entre tragos y abrazos que días sombríos, encallados en las arenas del cabo de Poca Esperanza, y la risa se nos confundió con el llanto y la nostalgia con la rutina, pero nunca dejamos de bogar.
En los trazos apretados y tensos que plagan ese cuadernillo leo lo que fue mi vida en aquellos meses. Las primeras anotaciones son sobre la tesis y mis torpes intentos por resistir el exilio a punta de trabajo. Hablan de epidemias, del miedo que impregnaba los aires de ciudades viejas, y así se siguen, con reportes de médicos decimonónicos y anotaciones de libros que comparten página con soliloquios retorcidos, con peleas con la memoria y el olvido prendidas a una vida vacía como notas al pie y posts grises como nubes cargadas de lluvia. Hay muchas notas que arrojé a las aguas en botellas que nadie recogió, cartas de melancolía y de falso rencor sin destinatario ni remitente y rayitas en grupos de cinco arañadas sobre la monotonía de muros infranqueables. Hay nombres que llegaron y nombres que se fueron, nombres que perdí y uno que otro que aún extraño. Hay muchas tardes perdidas sobre la mesa de un café, todas igualmente absurdas, tan viciadas que son como una sola repetida hasta el hartazgo. Entre cuentos del fracaso y crónicas de caminante sin camino está la dirección de la Universidad del País Vasco, apartado 1397, Bilbao; está la historia de la tarde lluviosa en que proyectaron Enamorada en el Auditorio Nacional, una tarde de luto en que la vieja hizo tanta falta, y suenan aún los ecos de una noche feliz en conventillo, con sus viejos cantando tangos, su gato gordo sobre la mesa y con aquella sonrisa tan diáfana que aún ahora puedo ver de cuando en cuando al cerrar los ojos. Está todo, están las notas del curso que daba los miércoles en aquellas tardes felices que se adentraban en la madrugada, entre cervezas y canciones de Joaquín y de Silvio, y están los boletos de la cineteca que cuentan la misma película aburrida del tipo solo que corría a buscar refugio en la obscuridad de una sala, en tardes de mal talante. Están todos los verdes que bailaban con el sol entre el follaje de los árboles del Franz Mayer, y están sus mesitas de frío marmol y mi amigo el poeta y sus partidas de ajedrez, y claro, está Auster bebiendo café mientras me contaba lo sola que estaba la soledad.
En ese cuaderno, con sus tapas viejas y castigadas por tanta marcha leo la bitácora de una vida que ha quedado atrás, con la amenaza de naufragio en cada día, con su bien y su mal y sus olvidos y sus recuerdos y sus expresos dobles y sus bares cerrados a la madrugada. Entre las últimas páginas aparece el comienzo de una nueva travesía, en los mares del sur de la ciudad. La rosa de los vientos floreció otra vez con un nuevo norte, un nuevo camino adoquinado con lecturas a las tres de la mañana y silencios de biblioteca, una nueva oportunidad para ver hasta donde da el aguante. Y esta última paginita cierra feliz con el asombroso descubrimiento de que París aún me esperaba a la medianoche, que al azar aún le quedan algunos cuentos de besos y abrazos por contar. Así cerramos este viaje compañero, guárdame esa vida vieja y levantemos la copa por lo afortunados que hemos sido al conocer los secretos del oleaje, que a cada golpe sabe traer una nueva oportunidad.