Ha pasado mucho tiempo desde la última vez, y vaya mierda volver en un día triste.
Hace tiempo veía una entrevista vieja, como de los setentas. Era un programa de televisión donde un tipo le preguntaba a otro, flaco y desgarbado, con los cabellos convertidos en una batalla y armado con una guitarra entre las manos, qué era lo que pretendía lograr en la vida. El chico, de lo más tranquilo y de lo más humilde, bajaba la mirada, se acomodaba la guitarra y respondía que sólo quería transformar el mundo. El conductor, sorprendido, se le echaba a reír a la cara, mientras el flaco lo miraba como extrañado, sin entender qué era lo que le causaba tanta gracia. Hablaba en serio.
Aquel flaco sólo podía ser Luis Alberto Spinetta, siempre etéreo, siempre con esa maravillosa desfachatez ante la vida. No sé si cambió al mundo, pero sé que a muchos nos hizo vivir mejor en éste.
Ese flaco ha partido, y tratando de guardar un poco la tristeza, he buscado un viejo post que nunca subí. Chau flaco, y gracias por recordarnos que Toda la vida tiene música.
Diciembre 4, 2009
Desde que atravesaba el par de cuadras camino al estadio entendía lo que estaba a punto de presenciar. Lo sentía al mirar la emoción sin maquillajes en los rostros de aquellos tipos de la vieja guardia, que con el boleto aferrado marchaban en devota procesión hasta la cancha de Vélez. Lo entendí desde mucho antes, cuando hacía la cola para comprar el boleto, el primer día de venta, en la bella librería del Ateneo, y miraba a los chabones que compraban cuatro o cinco o seis entradas, y al recibirlas le gritaban a alguien por el celular "¡ya las tengo, ya las tengo!". Por esos días la euforia ante el regreso de Charly a un masivo barría hasta el último rincón de la ciudad, tanto que hasta la Rolling Stone le había dedicado la portada. En medio de tamaña conmoción el concierto del flaco quedaba en un lugar discreto, pero yo tenía que verlo. Como Belascoarán, que en Adiós Madrid viajaba a las Españas tan sólo por plantarse en un concierto de Sabina, así había agarrado yo camino para el sur, persiguiendo las huellas del flaco.
Había entendido, o eso creía, porque sólo comprendí todo en su perfecta dimensión hasta alcanzar las gradas, que en un santiamén quedaban abarrotadas hasta las escaleras y los pasillos, y al contemplar la cancha, cubierta en buena parte por sillas, y la gente que poco a poco cumplía el lleno, con la misma solemnidad con que irían a escuchar un concierto de Chopin. Vélez se vestía de gala para recibir a una criatura mitológica llamada Luis Alberto Spinetta.
El verano arrancaba ya y decidí ir ligero, lo que fue una soberana estupidez. Aún antes de que comenzara la música y de que la noche empezara a caer, un tipo cercano a mí, rudo y con su disfraz de rocker muy bien planchado, le preguntaba al hombre que vendía refrescos si no había posibilidad de que le consiguiera un matecito para el frío. Y es que en la grada el viento mordía inclemente, pero todos estábamos listos a aguantar la nevada si era necesario, que en esa ceremonia celebraríamos los cuarenta años de música del flaco y no era cosa de rajarse, no ante lo que todos sabíamos sería un concierto legendario.
Pero ni el más ilusionado alcanzaba a imaginar lo que se nos vendría encima, con las cinco horas y media que el flaco se despachó sin titubear, a sus sesenta tacos, con Cerati tocando Te para tres y Bajan, con Fito compartiendo piano y vocales en Las cosas tienen movimiento y Asilo en tu corazón, con Charly quemando los restos de cuerdas vocales en Rezo por vos. Y sobre el escenario, que cambiaba de instrumentos con cada nueva aparición, desfilaron Invisible, Pescado Rabioso, Jade y Los Socios del desierto, las bandas eternas del flaco, transportándonos en un viaje estelar por las constelaciones del jazz, del rock y el blues.
Yo, en mi papel de forastero en aquel culto y con mi parco conocimiento de apenas un par de discos en la materia -uno de ellos el imprescindible La la lá, ese disco freak del flaco y fito que el chompa tuvo a bien rolarme-, me dejaba llevar por los acordes, entre aves-sirena y planetas multicolores, acompañado por un par de fazos que me acercó la generosidad de un chabón sentado a mi lado, en una experiencia alucinante, viajando a lomo de armonías hasta sentir que estaba solo en ese estadio, en una travesía interior que cerraba mis días en el sur. Esa ceremonia, celebrada exactamente un año atrás en la misma noche en que escribo estas líneas (2010), representó el final de un viaje y el inicio de otro que aún continúa, y para los que tuvimos el honor de presenciarla, sin duda alguna, quedará como una de las mejores noches de nuestras vidas.
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