Primero un departamento en el piso 800 de un destartalado edificio en la Jardín Balbuena, donde uno tenía que interrumpir la comunicación telefónica cada vez que un avión pasaba por el pinche escándalo. Año siguiente, un nuevo hermano y un departamentito en la colonia Relojeros, por la Viga y Churubusco, en un edificio más viejo que el anterior y oscuro como la chingada. Dos años más y va de nuez, ahora marchando al destierro en el norte de la ciudad (echando mano de la atinadísima expresión que le escuché a Francisco Hernández). Caímos en Tlalnepantla y cayó un nuevo hermano, bueno, hermana para ser precisos.
Tras conocer tres departamentos en la vulgarmente conocida Tlane, fuimos a parar hasta los confines del mundo conocido, en una colonia de cuyo nombre no me quiero acordar, esta vez sin un nuevo hermano y con un perro, lo que a mi juicio constituyó una gran innovación. Era 1995, yo caminaba con mi carita de pendejo en los pasillos del CCH Azcapo, al que acababa de entrar, hacía dos horas de ida y las respectivas de regreso escuchando a Martín Hernández en la gloriosa Radioactivo 98.5, y aprendía a convivir con un barro que se instaló por meses en mi nariz. De buenas a primeras, ¡zaz!, se murió el perro y nos pescó la de andamos huyendo Lola, y de un día para otro tuvimos que largar a la virreinal Puebla.
Viví en Puebla diez años, tiempo justo para hacer una vida con la Areli, una prepa y una licenciatura que más parecía técnica, en la buap. Allá se detuvo la tradición del andar a salto de mata y solamente tuvimos dos hogares, el último, donde actualmente reside mi bandera, con otros dos perros claro.
Uno siempre acaba regresando a los orígenes, por eso hace tres años que vivo en el defe, en el pisito que la Are y yo hemos construido como un hogar. Es difícil hacerse a la idea de comenzar una nueva mudanza, tan difícil que en lugar de empacar me siento a escribir posts interminables, mientras miro de reojo a la flaca que ríe frente a mí, en su pedo y en su chat con el Samuel. Sacando cuentas, he vivido en diez casas distintas, por eso hice la primaria en cuatro escuelas, por eso estoy acostumbrado a empacar mis mugres y agarrar rumbo en nuevos horizontes. Por eso me considero un chilango cabal, uno más en esa multitud errante que va de un lado a otro de la ciudad, cumpliendo con modernas historias que se deben escribir en códices con patitas y cerritos. Como los demás, entre mudanza y mudanza he aprendido a aceptar mi destino y a reconocer que el arraigo, para los que nunca han podido hacerse de una casa propia, se tiene hacia la ciudad misma, hacia la canalla ciudad.