Por respeto al respetable, me salto hasta mi intromisión en la genealogía familiar. Por azares del destino me tocó llegar en una temporada de vacas no tan flacas, y con mis tres kilos doscientos llegué a vivir a un departamento en la Narvarte, con mi madre, mis tres tíos y la vieja Nata. El abuelo ya había bailado las calmadas para entonces, cuando se fue con otra morra, gracias a dios. En este espacio nada pequeñoburgués, transcurrieron mis siete primeros años; me enamoré de una sexy nena en primero de primaria, seguí engordando, alguna vez hice el ridículo en la escolta, y me agarró una mañana el temblor del '85. Después de sucesos tan trascendentales, tuve que empacar mis chingaderas cuando a mi madre -madre soltera desde que la conocía- le dio por casarse (de nuevo, hágame el cabrón favor). Ahí empezó el trajinar del Nano.
Primero un departamento en el piso 800 de un destartalado edificio en la Jardín Balbuena, donde uno tenía que interrumpir la comunicación telefónica cada vez que un avión pasaba por el pinche escándalo. Año siguiente, un nuevo hermano y un departamentito en la colonia Relojeros, por la Viga y Churubusco, en un edificio más viejo que el anterior y oscuro como la chingada. Dos años más y va de nuez, ahora marchando al destierro en el norte de la ciudad (echando mano de la atinadísima expresión que le escuché a Francisco Hernández). Caímos en Tlalnepantla y cayó un nuevo hermano, bueno, hermana para ser precisos.
Tras conocer tres departamentos en la vulgarmente conocida Tlane, fuimos a parar hasta los confines del mundo conocido, en una colonia de cuyo nombre no me quiero acordar, esta vez sin un nuevo hermano y con un perro, lo que a mi juicio constituyó una gran innovación. Era 1995, yo caminaba con mi carita de pendejo en los pasillos del CCH Azcapo, al que acababa de entrar, hacía dos horas de ida y las respectivas de regreso escuchando a Martín Hernández en la gloriosa Radioactivo 98.5, y aprendía a convivir con un barro que se instaló por meses en mi nariz. De buenas a primeras, ¡zaz!, se murió el perro y nos pescó la de andamos huyendo Lola, y de un día para otro tuvimos que largar a la virreinal Puebla.
Primero un departamento en el piso 800 de un destartalado edificio en la Jardín Balbuena, donde uno tenía que interrumpir la comunicación telefónica cada vez que un avión pasaba por el pinche escándalo. Año siguiente, un nuevo hermano y un departamentito en la colonia Relojeros, por la Viga y Churubusco, en un edificio más viejo que el anterior y oscuro como la chingada. Dos años más y va de nuez, ahora marchando al destierro en el norte de la ciudad (echando mano de la atinadísima expresión que le escuché a Francisco Hernández). Caímos en Tlalnepantla y cayó un nuevo hermano, bueno, hermana para ser precisos.
Tras conocer tres departamentos en la vulgarmente conocida Tlane, fuimos a parar hasta los confines del mundo conocido, en una colonia de cuyo nombre no me quiero acordar, esta vez sin un nuevo hermano y con un perro, lo que a mi juicio constituyó una gran innovación. Era 1995, yo caminaba con mi carita de pendejo en los pasillos del CCH Azcapo, al que acababa de entrar, hacía dos horas de ida y las respectivas de regreso escuchando a Martín Hernández en la gloriosa Radioactivo 98.5, y aprendía a convivir con un barro que se instaló por meses en mi nariz. De buenas a primeras, ¡zaz!, se murió el perro y nos pescó la de andamos huyendo Lola, y de un día para otro tuvimos que largar a la virreinal Puebla.
Viví en Puebla diez años, tiempo justo para hacer una vida con la Areli, una prepa y una licenciatura que más parecía técnica, en la buap. Allá se detuvo la tradición del andar a salto de mata y solamente tuvimos dos hogares, el último, donde actualmente reside mi bandera, con otros dos perros claro.
Uno siempre acaba regresando a los orígenes, por eso hace tres años que vivo en el defe, en el pisito que la Are y yo hemos construido como un hogar. Es difícil hacerse a la idea de comenzar una nueva mudanza, tan difícil que en lugar de empacar me siento a escribir posts interminables, mientras miro de reojo a la flaca que ríe frente a mí, en su pedo y en su chat con el Samuel. Sacando cuentas, he vivido en diez casas distintas, por eso hice la primaria en cuatro escuelas, por eso estoy acostumbrado a empacar mis mugres y agarrar rumbo en nuevos horizontes. Por eso me considero un chilango cabal, uno más en esa multitud errante que va de un lado a otro de la ciudad, cumpliendo con modernas historias que se deben escribir en códices con patitas y cerritos. Como los demás, entre mudanza y mudanza he aprendido a aceptar mi destino y a reconocer que el arraigo, para los que nunca han podido hacerse de una casa propia, se tiene hacia la ciudad misma, hacia la canalla ciudad.
Creo que hubo un salto que a tus nuevos fans -reclamo la obligación de ser la número uno- nos dejó con ganas de leer más. Es decir, como que de la inflancia -literal, jejeje-, te saltas a Puebla. Y allí es donde entra mi narración, que por estos días, no puede dejar de ser cursi:
ResponderEliminarUna morrita ingenua llega hasta el segundo día a la prepa porque el primero no encontró el salón y se regresó a su casa, acaba de terminar una relación (no me quemaré en público pero tú sabes el adjetivo) y se siente la muy muy porque por fin hay algo interesante en su vida (la prepa, que depués de conocer a los tetos del salón resultó ser una decepción). Un día la tipa voltea y ni nota las espinillas de la barbilla porque se esconden detrás de "El llano en llamas". La morra, que en ese entonces se hacía la muy intelectual, se enamora de inmediato.
El wey, que desde el primer día fue bien, pero bien popular -y parte de la popularidad radicaba en la "chilanguez"-, las traía a todas muertas, y pos ni cómo hacerle caso a la morrita que empezaba a subir de peso sólo de la cintura pa arriba... pero dos años y dos libros y un pooh que rompió la maldición de que nadie la pelara le hicieron justicia un día.
Y bueno... unos siete años después no te quedó de otra que volver a las raíces. Pero la morra es ingenua, no tonta; sabe que no tienes raíces. Ojalá ella tampoco, y ojalá en el andar coincidan...
Aaaaahhhh!! que pendeja!! por andar de protagónica contando una historia que por ahí dicen es falsa porque en realidad tú y la morra se conocieron en el kínder, olvidé decir que este post es más que estupendo (es decir, este y el anterior). No mames Daniel, después de leerte ya no dan ganas de hacer el ridículo escribiendo!!!
ResponderEliminarnaaa, pinche are, tus comentarios me recuerdan a la publicidad pagada por el verde en el tvnotas. bueno sí, la neta le paso una lana a esta mujer por hacer comentarios amables. ni hablar.
ResponderEliminaroye y nadie que conozca se ha regresado a su casa el primer día de clases por no dar con el salón. esa es de las cosas que te vuelven única e irresistible.
¡Órale! Además de un buen post un nanoescándalo en los comentarios, jeje!
ResponderEliminarAbrazo a los dos!
pues así es mi querido carnal...
ResponderEliminarni modo, una casa más, una historia más...
en fin, tú disfruta todo lo que venga. genial post y ya dile a la are que no sea cursi!!!
eeee!!!
y ya ponle música a tu blog no? o qué...
Jejeje,
ResponderEliminarDecían que las segundas partes siempre son malas, pero has roto la regla (sólo en esta ocasión jeje)
Camarada, es un gran post.
A los que nacimos bajo mi signo zodiacal chino se nos ha catalogado como aquellos que tenemos mucha correspondencia con la tierra. Como no soy china ni creo en los horóscopos, sólo utilizo el referente para mamonear. Pero algo debe haber de cierto:
Yo sólo he vivido tres mudanzas y jamás me he cambiado de ciudad. A lo más que he hecho es pasar 3 o 4 meses en el pueblodelafamiliazacapumichoacanajuuua.
Creo que las cosas bellas de la gente que muda hogar a menudo, como tú, es la facilidad de vivir aventuras de diablillo cojuelo, como las que cuentas; además, la capacidad de adaptarse a la canalla ciudad con una sonrisota, por su pollo.
Otro abrazo!
Y bueno
ResponderEliminarlo lamento por aquellos que no saben lo que es meter tu vida en siete cajas de cartón
y cambiar de aires y de amigos y de enemigos
-es maravilloso hacerse de enemigos en una nueva casa
a sabiendas de que pronto los abandonarás-
ah
y creo que lo cursi es inevitable cuando uno se cambia de casa
inevitable y bonito
arriba lo cursi!!!
Hola Daniel, la Anita me pasó el dato del blog de Areli y, por medio de él, encontré el tuyo... Me encantó tu narración (a)crónica, me parece entre otras cosas, que recoge esta experiencia nómada de los chilangos clase media (tirándole a baja) de la ciudad. Chido carnal!
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