Dice el personaje de una novela de Fresán, que un escritor es quien ha aprendido a identificar el misterioso mecanismo por el que operan las casualidades. Yo no soy uno de esos, pero la casualidad que me sacudió ayer ha sido muy significativa. El asunto empieza un par de noches atrás, cuando de improviso cayó en casa un muy viejo amigo desaparecido durante algunos años: Saul. La única manera un poco digna que encontré para recibirlo fue mostrarle los agradecimientos de la tesis, donde aparecía Saul free as a bird. Al quedarme solo, leí por enésima vez aquellas notas, queriendo tanto a todos aquellos a quienes les debo la tesis: Marco Velázquez, quien ahora se enfrenta en un duelo difícil contra un puto tumor; Rebeca, a quien hace tanto no he tenido el placer de saludar; Areli, con su boca tan llena de flores; los amigos; Cuenya y Jaime Díaz.
Recordé al doctor Jaime, quien siempre tuvo una sonrisa y un saludo amable para todos, y lamenté el que nunca haya encontrado la ocasión de visitarle y agradecerle en persona, de decirle cuanto aprecio todo lo que hizo por nosotros, por Areli y por mí, la confianza que siempre nos brindó de manera tan generosa como sólo las grandes personas pueden ofrecer. Esa noche no pude escribir un post.
A la mañana siguiente Ilse me preguntó por qué no me acercaba a la dictaminación del FCE una vez más. Pensé que ya estaba demasiado cascado para eso, pero regresó el recuerdo del doctor Jaime -quien era nuestro jefe- en aquellos días tan soleados en que quemábamos las tardes leyendo trabajos de chamacos geniales. Fueron días felices. Hacia las dos la cita era comer con los carnales en el trompo (bella cantina poblana con 2x1 y buffet incluido) donde, entre trago y trago fue declinando la tarde. En algún momento, en una de las numerosas ocasiones en que nos plantámos en la puerta para fumar, un automovil que había caído presa de la luz roja justo frente a nosotros comenzó a sonar la bocina. En la cara del conductor reconocí a Gera, un buen camarada cómplice en la dictaminación. Detuvo el auto en segunda fila y nos saludamos con gusto, tras varios años de no vernos. De inmediato recordé lo que Ilse me había dicho aquella mañana y le pregunté si participaría una vez más en la dicta. A Gera se le ensombreció el semblante y me dijo que el doctor Jaime había fallecido en los días finales de diciembre. Contó que la salud le jugó a traición y aquel hombre alegre y generoso, que nunca le hacía ascos a la última copa ni al próximo bar, había caído ante alguna enfermedad aún sin contar cincuenta años. El golpe fue tremendo, con esa sensación que nace de la irrealidad ante lo que se acaba de escuchar, y que poco a poco se transforma en ese sabor amargo que se queda en la boca.
Recuerdo perfectamente cómo fue la última vez que le vi, hace ya varios años, en una noche en que fui con Areli a tomar un trago. Ahí, una vez más, la casualidad obró cuando entró el buen Jaime en aquel barsito cómodo y de luces tenues al que nunca habíamos ido y nunca habríamos de volver. Llegó antes de los amigos con quienes había quedado para departir entre tragos y rock de la chamacada, y al vernos no dudó en sentarse con nosotros. Supongo que hablamos de nuestras tesis, de las dictaminaciones, ¿o acaso de física? ¿de Hendrix y Joplin? No importa, sólo me quedé con el recuerdo de aquel doctor en física, siempre terco en defender e impulsar la investigación y la divulgación científica, que aquella noche brindó con y por nosotros.
Salud doctor... y gracias por siempre.
Siempre he creído que esa clase de casualidades son los tiros de dados a los que Mallarmé hace alusión.
ResponderEliminarA mí me aterran. Me recuerdan que el orden que yo configuro puede ser completamente ajeno al que rige lo real.
Y como no estoy de mucho humor para sentir tristeza, te envío un abrazo grade, con la esperanza de que la misma casualidad te traiga de nuevo por estos rumbos y nos echemos un café.
Con cariño,
Karla