Con un esfuerzo sobrehumano logro mirar la hora en el celular que milagrosamente rescato entre las almohadas: 7:53 am. Joder que es temprano, por lo menos lo es en el ritmo de mi existencia, donde las noches duran acaso un poco más de la cuenta. Sin dudarlo salto de la cama y, cuando logro darme cuenta de algo ya voy para afuera del edificio con un plato en las manos. ¡Qué descuido! ¡Cómo me olvidé de devolverle su plato a la señora! Atravieso la entrada ruinosa, de ladrillos grises y con algunas plantas colgando de viejos botes de lata ya picados por la humedad, y en el quicio del portón doblo a la derecha. Avanzo los cinco, tal vez diez metros que me separan de la esquina, y entre paso y paso apenas aventuro una mirada distraída al otro lado de la acera. Hay un conjunto de personas, como el que debe haber en una calle cualquiera de esta ciudad a las 8 de la mañana, supongo. Al vuelo alcanzo a distinguir la pirámide de fierros de un puesto de revistas y una señora con su vaporera de los tamales. Personas más, personas menos, deben ser unas diez en la estampa. Todo eso lo percibo en la ojeada de dos segundos y llego a la esquina, donde cruzo sin problema la callecita, distraído de los autos o tal vez consciente de que es imposible que pase alguno, hasta alcanzar la acera opuesta y el localito de memelas donde la matrona yergue toda su autoridad frente al enorme comal que es como un negro tambor humeante. Con toda naturalidad busco donde tirar las morusas que llevo sobre el plato y extiendo la mano para devolvérselo a su dueña. Sin mediar palabra la escena se rompe cuando las tres mujeres que están trabajando ahí, dos señoras gruesas y una joven, me miran con desconcierto y yo entiendo que el plato es mío. Como puedo murmullo un ah perdón –siempre esa manía de pedir disculpas al verme cometiendo alguna estupidez- doy la vuelta y regreso sobre mis pasos. Me siento ridículo y un poco confundido, y porque entiendo que mi recorrido no habrá pasado inadvertido para las personas de enfrente, a quienes seguramente les habrá causado cierta extrañeza, los miro de nuevo aguantando como puedo la vergüenza. Todas las miradas están clavadas en mí y eso ya me resulta demasiado extraño. Espera, hay algo más, algo no está bien en esa escena. Claro, no hay un solo ruido, ni un auto, ni una voz, nadie habla con nadie. De hecho nadie hace nada. Algunos hombres están sentados en el suelo, al filo de la banqueta y me miran con la expresión cansina del que despacha los últimos minutos antes de comenzar la rutina diaria. Uno de ellos luce un traje gris y camisa blanca, como esos oficinistas de medio pelo. En la mirada que voy paseando sobre la escena, que apenas dura unos segundos entre la esquina y la entrada del edificio, alcanzo a mirar sobre el dorso de la mano derecha del tipo de traje una manchita de pintura naranja. No entiendo un carajo, no sé porqué nadie se ocupa de otra cosa mejor que mirarme, digo, debe ser extraño un tal que sale con el cabello enmarañado, en pijama -¿descalzo?-, que avanza con pasos de autista 10 metros y da vuelta y con un platito en la mano, pero no tan extraño como para que todos se detengan a escudriñar mi mala facha y mi ridículo.
Tras esos cinco o diez metros que se me han hecho eternos alcanzo por fin la entrada del edificio… Titubeo. ¿Es ésta? Siento a mis espaldas las miradas ahora más extrañadas aún al verme dudar. No recuerdo vivir aquí, pero miro los botes con las plantas y me digo que tiene que ser. Idiota ¡aún estás dormido! Entro sonriendo por pensar en mi ridículo y tras un par de pasos escucho que se desata por fin la orquesta citadina de cada mañana: voces, una bicicleta, el cruzar de los autos. Ah, ya entiendo, claro, era tan sencillo: la coreografía del mundo empieza a las 8 de la mañana pero los actores, como profesionales de una obra, están listos en sus puestos algunos minutos antes. ¡Claro! Es lo más natural, sólo que no lo había percibido porque nunca piso el mundo a esas horas…
Un timbrazo, otro más. El teléfono me despierta. Miro la hora en el celular y casi no me sorprende: 7:53 am. Avanzo casi a ciegas hasta al teléfono maldiciendo a quien se la haya ocurrido llamar en la madrugada. Mmh, supongo que eso explica la manchita: se me hace que al tipo trajeado de hoy le tocó ayer el papel de pintor de casas. ¿Bueno?