Al mirar a aquel hombre, pequeño y ajado, encorvado sobre la mesita desvencijada que sostiene el tablero de ajedrez, no puedo evitar imaginar cuantas veces habrá jugado esa partida, u otras, de movimientos distintos, que por la fuerza de la repetición acaban siendo la misma. En él todo es viejo, como terroso, con la huella de la lenta procesión de años que le han pasado encima, en sus ropas gastadas y acaso un poco grandes, en esas botas negras y toscas con la punta despellejada, en la piel de su rostro, marcada por arrugas profundas curtidas por el sol. El cabello blanco casi azul, una breve e informe mata de pelos ralos blancos que pudiera llamarse bigote, pero sobre todo unos ojos de zorro y su mirada aguda, dan la impresión de estar frente a un viejo sabio y astuto, que encerrara más años de los que la piel pudiera contar.
Todo en su diminuto mundo, una casetita de periódicos y la mesa improvisada para colocar el tablero, transmite esa sensación de antigüedad: revistas de modas pasadas y un par de fotos descoloridas de gran formato, que exhiben la fortaleza de un hombre levantándose del piso sobre un sólo brazo. Entre la penumbra interior de la estrecha caseta, se adivinan algunas pilas de diarios viejos y un bracero pequeño, junto a una botella con restos de salsa Valentina y un envase de Coca Cola; al fondo, dos veladoras a punto de extinguirse, dentro de una latita de chiles La Morena y de un jarro de barro, que alumbran con lo poco que les queda de vida una imagen de la Virgen María. Viejo y gastado es el tablero sobre el que disputa esa partida, con las blancas encabezadas por un diminuto soldadito de plástico, remplazando al típico peón perdido.
¿Todas juegan? pregunta el viejo a su oponente, un hombre ordinario que hace esfuerzos tremendos para seguirle la batalla. Todas juegan, responde el tipo sin hacerle mucha gracia, y sonrío con el viejo, mientras sigo la partida fascinado por aquel humilde vendedor de periódicos, tan invisible ante los ojos de los que no se preocupan por mirar. El hombre lucha, ataca, pero cae. En la nueva partida intenta una apertura distinta, alineando el alfil de su reina en diagonal con la torre. Corre el tiempo y cuando está a punto de vencer, sin saber como, es vencido. Así discurren los siguientes juegos, siempre con el mismo resultado, mientras yo no puedo seguir mi camino por el embrujo de aquel viejo. Lo que más me atrae es la manera en que pasea la mirada a través del tablero, como saltando inquieta de un escaque a otro, con la misma velocidad con que desplaza sus huestes hasta fulminar al rey enemigo. Este hombre me recuerda tanto a aquel otro que hace siglos, en un patio de la cárcel de Samarkanda, jugó muchísimo al ajedrez. De inmediato pienso en el anticuario Joseph Cartaphilus, ese que alguna vez fue Marco Flaminio Rufo, tribuno de Roma, y en lo normal que sería encontrarlo en una ciudad como ésta, vendiendo diarios en una esquina cualquiera.
El viejo se apunta una nueva campaña victoriosa con un temerario pero sutil movimiento de caballo y torre, un mate que seguramente ha jugado en alguna ocasión anterior, como seguramente ha jugado ya, por lo menos una vez, todas las combinaciones posibles del ajedrez. Enciendo un cigarrillo y al volverme para seguir mi camino, me detengo un instante, sin albergar ninguna duda, y le pregunto así, como quien pregunta sobre cualquier cosa conociendo de antemano la respuesta, qué sabe de la Odisea. Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.
Ahhh, Los inmortales. Ese cuento me gusta muchísimo, es de mis favoritos de todo el mundo mundial. Gracias Nano.
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