lunes, 5 de julio de 2010

marejada

Peleo con las correcciones de un capítulo. Me piden que agregue algo pero eso rompe la estructura narrativa del texto, maldita sea. Llevo días sin lograr resolver esto. Me distraigo en los libros que, a merced de los misteriosos códigos que sistematizan el desorden, se apilan sobre mi mesa de trabajo: "Prisión perpetua" de Piglia, encima de "La invención de la soledad" de Auster y "La peste" de Camus. Otro cigarrillo, ¿por qué debo alterar la introducción, si a mí me gusta como está? Mi asesora lo mandó por seguir la etiqueta académica, joder. Entre la molestia y el embotamiento, reparo en el hecho curioso de que hay una secuencia precisamente en la forma en que están colocados los libros: la letra del apellido del primero es la letra del nombre del de abajo. Piglia-Paul-Auster-Albert. Vaya ridícula casualidad. ¿casualidad? ¿existe tal cosa? o en realidad es uno de esos detalles, sin importancia aparente, que encierran claves de cosas mucho más grandes, que rebasan la lógica ordinaria, como siempre apunta el propio Auster...
Suena el teléfono, respondo y por un segundo pienso que al otro lado de la línea encontraré una voz preguntándome si ésta es la agencia de detectives, como le sucede a Daniel Quinn en Ciudad de Cristal. No, es mi hermana, quien deshecha me dice que no la han aceptado en Música. Intento tranquilizarla, levanto la vista sabiendo la tristeza que de golpe le ha inundado. Mi vista se encuentra con un mosquito que pasea en lo alto de la pared, hijo de puta. Puedo escuchar como se quiebra la voz de Ilse con el llanto irrefrenable y furioso que le sube por la garganta. No hay posibilidad de alivio; había trabajado muy duro por esto y se lo han arrebatado. Su tristeza se desliza por el obscuro túnel que une su voz y la mía y entra en mí. Me abro paso entre el desconsuelo de ambos y le digo que la quiero y que ahora mismo la alcanzo para diluir el coraje a punta de tragos, pero cuelga antes de que tenga otra oportunidad de convencerla.
Regreso a mi mesa de trabajo, contemplo las líneas del escrito que no encuentran armonía. Me duele el dolor de mi hermana. Recuerdo al hijo de puta que volaba confiado en la pared y al buscarlo no encuentro más que una araña saltando salvajemente sobre su presa. Lo envuelve, tendiendo con la perfecta sincronía de sus patas las líneas invisibles que lo suspenden en la nada, como si los extraños movimientos que dibuja fuesen una suerte de encantamiento que paraliza al mosco. Las alas del pobre infeliz se agitan todavía un segundo antes de que el conjuro se complete.
Todo transcurre en un instante, como una gruesa marejada que irrumpe y azota furiosa la vida de los seres.

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