miércoles, 29 de abril de 2009

creer o no creer, he ahí el bicho

Esto de la enfemedad pone en evidencia una amplia gama de cosas que privan en nuestra cultura, entre ellas, el juego de la aldea global.
La epidemia nos echa en cara una de las grandes paradojas de la posmodernidad: la información disponible es abrumadora, inabarcable, pero cada vez sabemos menos. Los sesudos especialistas, los informadores y el aparato de Estado no dejan de hablar del tema, pero no dicen nada. Sabemos cuantos casos van en España, Estados Unidos o Canadá, pero no sabemos con certeza que diablos pasa en nuestra ciudad
La opinión pública naufraga en un océano de cifras (al momento, según un secretario de salud al que no se le entiende nada, son 2500 los enfermos y 150 caídos) y en un mar de opiniones, encontradas, ambiguas y a menudo contradictorias. Ante esto, una de las reacciones naturales es el escepticismo: por qué habría de creer en lo que dicen autoridades que no tienen ni migajas de credibilidad ni autoridad moral. Las actitudes ante la epidemia revelan el triste grado de descomposición que priva en nuestra clase política.
En el chat y desde Puebla, María ni siquiera me pregunta cómo estoy, y cuando le pregunto si está tomando precauciones, responde burlonamente que el cubrebocas es para los idiotas que se creen el cuento de la epidemia. Para ella, la epidemia es un artilugio para distraer la atención del peso de la crisis. En la calle, uno se encuentra a muchísima banda que el tapabocas se lo pasa por el arco más chaparro. En un micro lleno, digamos que el 70 % de los tripulantes portaba tapabocas, pero de ellos, más de la mitad lo traía al cuello o en la frente. Para mí, esto habla de la fuerte dosis de incredulidad que inocula a mucha de la chilanga banda.
Como respuesta a la ineficiencia habitual de los servidores y funcionarios públicos, al total descrédito de los medios de comunicación, y a los vicios de la información por toneladas, surge el rumor: Virgilio, mi vecino, me cuenta francamente asustado, que esto de la epidemia es más serio que lo que las cifras y los medios cuentan, pues una conocida que trabaja en una clínica del seguro jura y perjura que tan sólo ahí van 150 defunciones. Una historia similar me cuenta el chompa para el caso de la poblanía. Al respecto cito la editorial de hoy de La Jornada: "La falta de transparencia en la infromación oficial constituye, en la actual circunstancia, un factor de riesgo adicional para la salud pública".
El rumor, hijo bastardo de la desconfianza y hermano del miedo, también es un bicho que se transmite de boca en boca, pero es más poderoso que la propia enfermedad.

martes, 28 de abril de 2009

post en cautiverio (¡joder!)

Cuando el viernes pasado Cude me despertó con la noticia de que se habían suspendido en el Distrito Federal las clases a todos los niveles, pensé carajo, por fin el panismo logró robarnos la educación pública. Días después, el domingo por la mañana, al leer que se suspendían los oficios religiosos, de inmediato me vino un nombre a la cabeza: ¡Plutarco Elías Calles está detrás de todo esto! ¡A las armas! ¡Viva Cristo Rey! ¡Recuperaremos Tierra Santa de las garras del turco impío! Y ya planeaba como organizar mis gavillas en los altos del Ajusco cuando recordé que detesto a los cristeros. El caso es que esto de la epidemia y el confinamiento lo trastoca todo.


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Imagen del hombre sólo a cuatro días de vivir bajo emergencia epidémica: sin el consuelo de por lo menos olisquear la calle, aún cuando vagando se sintiera con frecuencia víctima del síndrome vulgarmente conocido como de B. Willis, el hombre solo ha quedado confinado a su apartamento, convirtiéndose en un anacoreta. El miedo, no el que le producen las series de los ochentas, sino el del contagio, lo ha reducido a un tipo de barba rala y cabello revuelto, con cajas de klenex en los pies y una cumbancha de treinta centímetros en la que piensa escapar. “Sí se acaba el mundo me voy pa’ Mérida”. Sabiduría popular.



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¿Recuerda el lector esa escena de El Abogado del diablo en la que Keanu Reves sale a la calle y la encuentra jodidamente desierta, sin persona, perro callejero o automóvil que perturbe la total inmovilidad del paisaje? De algún modo, las fotos de los diarios dan esa impresión. La sensación de vacío es tal vez lo más extraño de la epidemia. Reforma vacía, plazas comerciales desiertas, cines cerrados, la ciudad es un pueblo fantasma. Parece ser que, de repente, alguien encendió la luz y todos corrimos a escondernos en nuestras madrigueras.
¿Será la fuerza de las recomendaciones médicas que dictan aislamiento en la mayor medida posible? ¿Será que la ciudadanía está actuando responsablemente? ¿O será acaso el miedo al contagio? La palabra más repetida en los medios de comunicación es influenza, pero el verdadero nombre de esta epidemia es miedo: comenzamos a vivir con miedo a salir sin tapabocas, a tocar la mesa de un café o el pasamanos del metro, a tocarnos los ojos o sacarnos un moco, pero sobre todo tememos al otro, al pobre tipo alérgico al polvo que ha pasado a nuestro lado y no ha podido ahogar el estornudo, lo que lo delata como un peligro potencial. Recomendación médica: guardar 1.80 m de distancia entre transeúntes o, si es posible, viajar en una esfera de hámster gigante.

El miedo es el verdadero bicho que viaja veloz en el viento a todos los confines. En los foros de El Universal, un azorado acapulqueño se queja de las hordas de chilangos que, matando dos pájaros de un tiro, escapan de la ratonera y se toman su semana santa desfasada. “No vengan, por favor. No traigan la enfermedad”. Si de por sí esa rara avis conocida como chilango es, generalmente, persona non grata más allá de Tlalnepantla, no creo que esto contribuya mucho a ganar simpatías.


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En 1892 entró en vigor el Reglamento del Consejo Superior de Salubridad, primer documento de esa índole promulgado en el México independiente. Entre otras cosas, el reglamento dotaba a los inspectores sanitarios y médicos higienistas con la facultad de entrar a cualquier morada donde pudiese estar algún enfermo, esto como una medida necesaria para combatir las numerosas y frecuentes epidemias que barrían la ciudad periódicamente, entre ellas de tifo, tuberculosis, cólera e influenza. Como era de esperarse en una sociedad marcada a fuego por un profundo clasismo, los hogares más perseguidos no eran los de la Condesa o la Roma, sino los caseríos miserables donde los pobres rumiaban su desgracia. Afortunadamente, ahora que el Lic. Calderón (al que algunos resentidos sociales denominan espurio y pelele y también culero) aprueba la misma medida, las condiciones sociales que había en el porfiriato han cambiado totalmente, ¿o no?


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Por una vez en la vida, los historiadores de archivo nos sentimos personas normales: la moda primavera verano es el cubrebocas, lo que nos hace unos visionarios del glamour. Hay diversos modelitos: el modelo cuatrero o el estilo robabancos; el mío cuenta con un distorsionador de voz integrado, que me hace sentir Darth Vader: “Lucke, I´m your father”.

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La pregunta del día la escucho con López Dóriga: ¿mi perrito me puede contagiar de influenza?


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La buena: se conoce el código de la cepa de la llamada influenza porcina o influenza chilanga, lo que permitirá desarrollar una vacuna para el otoño, cuando venga la segunda oleada de la epidemia. La mala: la vacuna se desarrollará en los laboratorios del primer mundo, distribuyéndose, como es lógico, entre la población de aquellas naciones. El consuelo: los y las grandes hombres y mujeres de nuestras élites podrán pagar por ella, los demás a lavarnos las manos (los afortunados que tengan agua).


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Epidemia, temblor de 5.8 grados... ¡O señor, detén tu ira, yo no voté por el pan!


...sólo me faltaba ya tener un aborto


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Por si las desgracias fueran pocas, otro golpe al alma nacional:
Redacción El Universal Ciudad de México Martes 28 de abril de 2009 00:32 El conductor y cantante Luis Armando, también conocido como Paolo Botti, presenta desde el pasado viernes síntomas relacionados con la
influenza, por lo que acudió este lunes a realizarse algunos estudios. Daniel Bisogno, conductor de Ventaneando, dijo que había un 80% de posibilidades de que Botti estuviera contagiado, pero aún no se sabe si de influenza estacional o porcina.

lunes, 20 de abril de 2009

divertimentos de un hombre solo


Mi compañera no marxista se me ha marchado tres semanas a San Cristobal de las Casas. Ergo, hombre solo, con red, hace lo que un hombre debe hacer: perder el tiempo. Pero en lugar de buscar conejitas o repasar los goles de la jornada, tal como corresponde a un caballero, recuerdo de pronto que deseaba buscar un video desde hace mucho: la cortinilla de la dimensión desconocida.

Un tipo en mi situación, hombre casi maduro, adulto contemporáneo, chavoñor en una palabra, no se dejaría sorprender por un corto de escasos 50 segundos, no vería derrumbarse su hombría y valor por los suelos, tan sólo por ver una serie de imágenes que recordaba con viva impresión desde niño. Entonces era sólo un bobete impresionable... es ridículo dejarse asustar por algo así... los años me han hecho superarlo... todo eso me repetía mientras buscaba el mentado corto, creo que deseando no encontrarlo. Doy con él.


Me paralizo.

El miedo me envuelve pero no puedo dejar de mirar esa secuencia que rescata en mi memoria un terror que creía olvidado. De golpe recupero la fascinación que me provocaba esa tonada; recuerdo el esfuerzo sobrehumano que hacía cada vez que iniciaba el programa por no cerrar los ojos, por no fingir una distracción. Me veo ovillado en el sillón, lanzando una mirada nerviosa a mis espaldas y suplicando que sólo inicie el maldito programa. Aún ahora no logro distinguir qué es lo que me da más terror, si es esa ventana que se cierra violentamente, o la muñeca sin ojos, o acaso el diablo que sube tras de ella... o el inconfundible turi ruru turi ruru...
Maldigo la hora en que tenté a la suerte y al youtube, pero de algún modo quedo satisfecho, porque aunque sé que sigo siendo el mismo bobete impresionable, que los viejos temores de la infancia, insondables en su magnitud, permancen para siempre, creo que es la primera vez que logro ver la cortinilla completa.

jueves, 9 de abril de 2009

el síndrome Bruce Willis

Cabezas más, cabezas menos, en esta ciudad diariamente chocan, se insultan, se sonríen, se funden en el metro, se ven las espaldas en la cola de las tortillas y las nucas en los micros, cerca de 25 o 27 millones de personas, y cuando uno sale a la calle parece que es sólo en el mundo. Claro, nada hay de particular en eso pues todos los centros urbanos, cuando dejan de ser veinte casas apostadas a la vera de una calle larga, son presa de la misma maldición. ¿Maldición? bueno, a ratos también es privilegio, cuando escapas a la comidilla local. El caso es que hoy, al patear calles y calles, me he sentido como si fuera Bruce Willis en sexto sentido, pero sin el chavito freak que me interpele. Me he sentido perdido, como un quinto en día de permiso y errante como un taxi por el desierto, diría Joaquinito, que de esto y de todo lo demás sabe tanto.
Pero el asunto no reside en la ciudad en sí, ni en la gente que deambula en ella; el asunto está en uno mismo. El síndrome Bruce Willis está, según han arrojado las investigaciones en genética, inserto en el par 2312 del adn y por ello nadie está exento. Es un bicho que aparece en nosotros antes que el instinto, antes que las manías, aunque lo vengamos a descubrir más tarde. Lo empezamos a notar cuando, siendo unos chamacos caguengues, nadie nos escoje para el equipo de fut, cuando en la secundaria la niña a la que no te cansas de mirar ni se entera que existes, cuando en las reuniones familiares no tienes tema con ninguno, y se viene a acentuar cuando, un día cualquiera, sales a patear calles sin ton ni son, por más que disimules contar con un plan y un horario.
El síndrome B.W. está libre de categorizaciones, ni bueno ni malo, simplemente es y está en nosotros mismos y son las circunstancias las que lo pintan de un modo u otro. Perdidos en la madrugada o sentados en un corro merendando besos y porros, el síndrome está ahí. Por eso, de alguna manera y en más de un sentido, nunca dejamos de estar un poco solos.

sábado, 4 de abril de 2009

un bobo al sol y un amor que nunca fue

Pasó el jueves, con Galeano en la sala Nezahualcoyotl, pasó el viernes, con firma de libracos en Siglo xxi, y al final los números son rojos.
¿Cuantas veces no ha sucedido, que al conocer a un escritor que se admira, uno se queda con un palmo de narices y el cariño por los suelos? Es triste pero casi siempre sucede. Claro, el error inicial reside en idealizar a un tipo que uno ni conoce, pues el acto de leer es engañoso y nos hace sentir que hemos hablado con él o ella infinidad de veces. De ahí se desprende el sigiente mal entendido, el de pensar que la obra es el escritor o el escritor es la obra, cuando no hay hada más lejos de la realidad. Finalmente, el lector, con cándida ingenuidad si se quiere, puede llegar a suponer que en la relación de gratitudes la cosa anda rondando el 50 y 50 por ciento, pues como en cualquier relación sentimental, el asunto de la lectura es cosa de dos, y tanto peca el que lee la obra como el que la escribe; eso puede suponer el lector y le puede costar caro al momento de conocer a su otra mitad.
Galeano pisó Bellas Artes, en un homenaje que le era debido. Al otro día la cita fue en la unam, con gente formada tres horas antes, con filas que lucían interminables y con compas que no estuvieron dentro de los tres mil afortunados que le entran a la Nezahualcoyotl y se quedaron suspirando en la lomita. En medio de consignas y exigencias de libertad para los presos políticos de Atenco, la banda universitaria recibió al uruguayo aquel, entregada, emocionada, con ovación de pie y toda la cosa, mientras que el caballero, educado, sí, comprometido, también, jamás dio un gracias, ni dijo si le valía algo semejante recibimiento, ni estar en la unam, como si lo mismo le hubiese dado estar en la ibero o en el tec.
En fin, hasta ahí uno dice vale, se le pasa por ser Galeano. Al día siguiente la firma empezaba a las cuatro, por lo que la gente comenzó a apersonarse afuera de la librería desde antes de las doce. Llegué a la una, sin desayunar pero con mucha expectativa. Con la ficha número veinte en mano, aguanté con el resto de la banda más de tres horas bajo un sol que golpeaba con odio, pero que bien valía la pena bancarse por conocer a alguien tan querido. Cerca de las cuatro, cuando habían repartido las fichas, llegaron Karla y el Pollo, y tras ellos apareció, enfundado en una playerita de tirantes estilo Mr. T, Galeano, en el interior, el acogedor interior de la librería, mientas el vulgo nos derretíamos afuera.
Lo siguiente que recuerdo es que estoy parado en la acera, con el "Dias y noches" estampado con un garabato ilegible. Todo pasó demasiado rápido: entrar, Galeano que pregunta -con un gesto de "ni creas que firmo todos porque mi tiempo vale oro"- cuál quiero que firme pues sólo será uno; "éste, que es el primero que le leí y el que más ha significado", un generoso "a daniel" y firma indescifrable, abrazo de trámite y el que sigue. Ni un gracias por venir ni nada, y de nuevo al sol.
Una firma, como si fuese la cuenta del restaurante y no un libro, un trato como si fuera el mesero y no un lector con tres horas de bronceado, un gesto con el afecto de quien cumple con las tediosas obligaciones que le impone su editorial y un tipo encarnando el ridículo afuera de la librería, con su playera del uruguay y sus libros bajo el brazo y su cara de bobo. Un tipo que cae en la cuenta de que esto de las relaciones amorosas simpre termina mal cuando sólo es uno el que quiere.

Epílogo

Sin duda, lo mejor del día fue el gesto que tuvieron el Pollo y Karla, que a modo de consuelo me regalaron el "Futbol a sol y sombra" que justo acababan de comprar, ese sí, con dedicatoria. Por ese sí valió la pena la espera. A ambos, gracias muchachos.