lunes, 7 de septiembre de 2009

a hurtadillas

Fumo...
Fumo con deleite un cigarrillo, con el placer de quien fuma a escondidas. En casa de Etty no se fuma por no molestar a las otras cuatro personas que viven aquí, incluida la propia Etty. Como en el defectuoso, en esta ciudad no se fuma en establecimientos públicos, salvo en un reducido número de cafés y restaurantes que cuentan con salones para fumar. Por eso, si uno afina un poco el olfato, puede percibir que las calles no sólo tienen ese perfume de smog y de miasmas citadinos, también huelen a humo de cigarrillo.
Los fumadores, ese temido mal cancerígeno que amenaza la sana convivencia en una sociedad moderna, somos seres inficionados, incapaces de juntar la suficiente voluntad para dejar el vicio y aprender a vivir ecológicamente, sanamente, bonitamente. Esa es la moraleja de los manuales de urbanidad no escritos pero sí legislados. Por eso, nuestra propia debilidad nos condena inexorablemente a abandonar un restaurante, a dejar enfriar un café sobre la mesa o a interrumpir una charla -que de todas maneras no acaba por convencer sin fumar-, a dejar una lectura o una cerveza y enfrentar la intemperie, soportar la lluvia o los diez grados centígrados del exterior. En Buenos Aires, a diferencia de lo que sucede en la ciudad de México, la gente y especialmente las mujeres, fuman a plenitud mientras van por las calles. En esta ciudad, donde los gélidos y agresivos aires poco tienen de buenos, una ciudad que está hecha para caminarla, los fumadores tomamos posesión de las aceras y nos resignamos a enfrentar la adversidad y la inclemencia con el cigarrillo en los labios.
Con las restricciones fumamos menos, tal vez, pero nos aburrimos más, pues aquellos placeres de beber café o un trago y conversar o leer pierden buena parte de su encanto. Pienso en los amigos, en las personas que posiblemente leerán esto, y caigo en la cuenta de que todos son fumadores, salvo una reducida minoría que no lo son pero que lo compensan con una buena tolerancia. Pienso en mi casa, que siempre lo hemos defendido como territorio libre para los viciosos de voluntad enclenque, donde podemos fumar a todo pulmón. Cuanto se extraña aquel lugar en ratos como este, cuando a las dos y media de la madrugada tengo que fumar a hurtadillas; sobre todo como se extraña a esa alguien con quien se comparten las cosas más bellas de la vida, claro, entre ellas fumar.

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