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sábado, 17 de septiembre de 2011
martes, 6 de septiembre de 2011
cuadro clínico de la ilusión
Trataba de ser discreto y aguantar pero esta molestia no me la banco más. Sucede que llegó usted, tan campante con sus perfumes de cariño nuevo y sus ajuares de guapa y me trastocó la vida, que al soplo de un hola me alteró el mundo conocido con la sutileza del huracán. Sucede que con la caricia de sus manos delgaditas desacomodó mis novelas de soledad, arruinó mi colección de días primorosamente esmaltados en gris y el atado de pasos perdidos que con tanto esmero guardaba en una caja. Con sus aires de novedad barrió mis calendarios de hojas de otoño y barrió el polvo que cubría las cartas de amor por escribir. ¿Pero quién se ha creído usted? Al verme reflejado en sus ojos se me apagó la mirada torva y al roce de su piel se despertó la mía, durante tanto tiempo adormecida. Con las campanas al vuelo de su risa se me callaron las canciones tristes y algunos pocos ecos del pasado. Hasta ahí la cosa era apenas soportable, podía lidiar con eso y fingir que las aguas se sujetaban a su cauce, pero todo se fue al carajo la mañana en que no encontré más el gesto indiferente en el espejo del baño, y en su lugar me sorprendieron unos ojos donde brillaba la ilusión. ¡La ilusión! ¡Pero cómo se atreve! Yo que con tanto trabajo había logrado vacunarme contra la picadura de ese bicho, y usted tan tranquila, saludando cada día con ese tierno encanto cotidiano. Comprendí entonces que presentaba los primeros síntomas de la temible enfermedad de los boleros y corrí a buscar alivio en la rutina. Busqué el antiguo desamparo que siempre me acompañaba en la oscuridad de los cines, pero ya no estaba ahí. Corrí desesperado a recuperar las letras podridas que siempre brotaban como moho en los intersticios de la madera de las mesas del café, pero nada, ahora cada palabra que escribía era una sonrisa boba y cada línea hablaba de usted. Yo era un tipo sencillo, de vicios fáciles y placeres modestos. Me ejercitaba un poco cada día con la gimnasia del recuerdo para preservarme contra la esperanza, fumaba a mis horas y dormía para no soñar. Un tipo ordinario y tranquilo, muy dado a entablar monólogos con las aceras y exento de la tentación de la vanidad o el heroísmo, que guardaba la risa un poco apolillada en el fondo del armario, que se leía en las novelas de Onetti y que cultivaba en sus ratos libres el viejo oficio del pesimismo. Un poco mezquino y un poco cobarde como cualquier otro, yo era nadie en especial. Pero tenía que aparecer usted, la belleza de usted, el deseo por usted.
Ahora resulta que me descubro amando las noches de los jueves y las charlas de telegrama, que todos los días son el bello abril y todas las canciones una coartada para extrañarla. Resulta que me obligó a hacer las paces con la sonrisa y a soñar con la medianoche de París, que siempre canto una melodía de Jo Stafford y que me paso la vigilia de las noches escribiendo un tratado sobre las constelaciones que brillan en la galaxia de su cuerpo.
Resulta que le voy queriendo in crescendo, avanzando trechos inmensos a pasos pequeñitos, como los de aquellos besos que muero por poner a desfilar sobre sus labios carmesí. Resulta, señorita, que aunque no ha habido intención en ti de provocar lo que siento, yo le voy queriendo como un estúpido, como había olvidado que se debía querer, con el desparpajo de la ingenuidad y de la cursilería, andando a palos de ciego en el nudo de esta historia que nos ha dado la locura por contar. Resulta que mi empeño tiene cara de osadía, pues me atrevo a querer que quiera quererme, que también es tonto y que entiende muy poco de razones y contextos adversos. Resulta, señorita, que el mundo está recién pintado y que ya no concibo habitarlo sin usted,
y la culpa es toda suya.
sábado, 20 de agosto de 2011
viaje de bitácora
Este cuadernito mío no es de arena y finalmente, tras una complicada travesía de más de año y medio, sus hojas, blancas como velas que le llevaban impulsadas por la caricia del azar, se han terminado. Juntos, ese compañero que compré por dos pesos en un botadero de libros y yo, echamos a andar por mar abierto, agarrando rumbo en medio del temporal. Con una brújula sin norte y la suerte tirada a la contra, anduvimos a los tumbos aquí y allá, buscando en el firmamento la certeza de una estrella a la cual amarrar el curso.
Caprichosas fueron las corrientes del azar que a veces empujaron con la suave melodía del oleaje calmo y otras con violentos golpes de mar, pero nunca les sacamos la vuelta. Así conocimos por igual algunas veladas memorables entre tragos y abrazos que días sombríos, encallados en las arenas del cabo de Poca Esperanza, y la risa se nos confundió con el llanto y la nostalgia con la rutina, pero nunca dejamos de bogar.
En los trazos apretados y tensos que plagan ese cuadernillo leo lo que fue mi vida en aquellos meses. Las primeras anotaciones son sobre la tesis y mis torpes intentos por resistir el exilio a punta de trabajo. Hablan de epidemias, del miedo que impregnaba los aires de ciudades viejas, y así se siguen, con reportes de médicos decimonónicos y anotaciones de libros que comparten página con soliloquios retorcidos, con peleas con la memoria y el olvido prendidas a una vida vacía como notas al pie y posts grises como nubes cargadas de lluvia. Hay muchas notas que arrojé a las aguas en botellas que nadie recogió, cartas de melancolía y de falso rencor sin destinatario ni remitente y rayitas en grupos de cinco arañadas sobre la monotonía de muros infranqueables. Hay nombres que llegaron y nombres que se fueron, nombres que perdí y uno que otro que aún extraño. Hay muchas tardes perdidas sobre la mesa de un café, todas igualmente absurdas, tan viciadas que son como una sola repetida hasta el hartazgo. Entre cuentos del fracaso y crónicas de caminante sin camino está la dirección de la Universidad del País Vasco, apartado 1397, Bilbao; está la historia de la tarde lluviosa en que proyectaron Enamorada en el Auditorio Nacional, una tarde de luto en que la vieja hizo tanta falta, y suenan aún los ecos de una noche feliz en conventillo, con sus viejos cantando tangos, su gato gordo sobre la mesa y con aquella sonrisa tan diáfana que aún ahora puedo ver de cuando en cuando al cerrar los ojos. Está todo, están las notas del curso que daba los miércoles en aquellas tardes felices que se adentraban en la madrugada, entre cervezas y canciones de Joaquín y de Silvio, y están los boletos de la cineteca que cuentan la misma película aburrida del tipo solo que corría a buscar refugio en la obscuridad de una sala, en tardes de mal talante. Están todos los verdes que bailaban con el sol entre el follaje de los árboles del Franz Mayer, y están sus mesitas de frío marmol y mi amigo el poeta y sus partidas de ajedrez, y claro, está Auster bebiendo café mientras me contaba lo sola que estaba la soledad.
En ese cuaderno, con sus tapas viejas y castigadas por tanta marcha leo la bitácora de una vida que ha quedado atrás, con la amenaza de naufragio en cada día, con su bien y su mal y sus olvidos y sus recuerdos y sus expresos dobles y sus bares cerrados a la madrugada. Entre las últimas páginas aparece el comienzo de una nueva travesía, en los mares del sur de la ciudad. La rosa de los vientos floreció otra vez con un nuevo norte, un nuevo camino adoquinado con lecturas a las tres de la mañana y silencios de biblioteca, una nueva oportunidad para ver hasta donde da el aguante. Y esta última paginita cierra feliz con el asombroso descubrimiento de que París aún me esperaba a la medianoche, que al azar aún le quedan algunos cuentos de besos y abrazos por contar. Así cerramos este viaje compañero, guárdame esa vida vieja y levantemos la copa por lo afortunados que hemos sido al conocer los secretos del oleaje, que a cada golpe sabe traer una nueva oportunidad.
jueves, 11 de agosto de 2011
El pequeño dolor que me rebota en algún rincón impreciso de la cabeza, la pesadez del cuerpo, el sueño que sutilmente me cubre los párpados, todo es distinto. Es un cansancio agradable, que resbala lento por cada poro, como un abrazo que me toma suavemente y me dice para flaco, esta noche no. Le explico que tengo que leer, que no entregué el reporte de tal libro, que, que... no le importa nada, no escucha razones y no me da la gana pelear con él, no hoy. Qué carajo, hoy o mañana Weber seguirá siendo una tenebrosa fortaleza impenetrable, Elias, más amable, comprenderá el desaire, Geertz estará ahí cuando despierte y O'Gorman continuará sus rabietas contra Colón esta noche o mañana. En europa oriental las naciones se seguirán formando y los griegos serán un día más la cuna de todas las historias. No te lo tomes tan en serio, me recuerda; no pasa nada, puedes dormir y las cosas seguirán igual mañana. Afuera, entre los juegos del viento, el mundo rueda tranquilo y calladito.
miércoles, 3 de agosto de 2011
personaje de Onetti
La cosa está así. Veré cuanto se puede escribir en lo que dura un cigarrillo, en estos tiempos en que todo parece imponer la economía del tiempo. Además hace rato ya que tengo demasiadas palabras para decir tan poca cosa, y cuando hay alguna cosa que contar se esconden las palabras. Por eso lo mejor tal vez será no perder demasiado tiempo en estas pavadas.
Por estos días de nuevo puedo pagarme el lujo de leer a Onetti, el uruguayo aquel tan enterado en el drama de los escenarios polvorientos, en el mar de vida o de miseria que radica en una charca, y que sólo espera quien sea digno de contarlo. Nadie como él para hacerlo.
Me resulta indigno dedicarle los ratos del metro o el microbús a su lectura, a él, que por la belleza de su lenguaje siempre amerita un estupendo expreso doble. Lo siento viejo, así las cosas. Entre las tristezas pequeñas y viejas que dan forma a las calles de Santa María encuentro esto:
"yo, éste al que designo éste, al que veo moverse, pensar, aburrirse, caer en la tristeza y salir, abandonarse a cualquier pequeña, variable forma de la fe y salir." Me encuentro.
Ocho pitadas en 9.12 minutos.
Por estos días de nuevo puedo pagarme el lujo de leer a Onetti, el uruguayo aquel tan enterado en el drama de los escenarios polvorientos, en el mar de vida o de miseria que radica en una charca, y que sólo espera quien sea digno de contarlo. Nadie como él para hacerlo.
Me resulta indigno dedicarle los ratos del metro o el microbús a su lectura, a él, que por la belleza de su lenguaje siempre amerita un estupendo expreso doble. Lo siento viejo, así las cosas. Entre las tristezas pequeñas y viejas que dan forma a las calles de Santa María encuentro esto:
"yo, éste al que designo éste, al que veo moverse, pensar, aburrirse, caer en la tristeza y salir, abandonarse a cualquier pequeña, variable forma de la fe y salir." Me encuentro.
Ocho pitadas en 9.12 minutos.
sábado, 16 de julio de 2011
caricia sobre las alas del viajero
Me ando pensando mucho en vos, en el coraje que se necesita para ser como vos. Empacar un par de recuerdos como hojas secas entre las páginas de un libro, atar los broches de la mochila, y llevar hasta sus últimas consecuencias el hambre por perseguir la vida. Saltar, de tren en tren, de historia en historia, con el corazón dando tumbos, cantante, abierto al viento y al aguacero. Hace falta coraje para vivir así, con el billete de ida en el bolsillo y los zapatos coleccionando el polvo de los caminos, coraje para decir adios, para prometer un hasta luego.
Me vengo pensando mucho en ti y en tu nuevo salto, en los saltos que has dado, dibujando piruetas en el cielo. Me gusta tanto imaginarte rodeada de hormigas -¿o eran abejas?- gigantes en los colores de una calle en Barcelona, allá donde fuiste tan feliz. Te veo en Marruecos, nadando entre las aguas de un mar de murmullos incesantes del mercado. Te siento en Baires, en esas tardes en que estabas enfadada por los disgutos cotidianos del trabajo, pero todavía sonreías y soñabas con los versos de Pizarnik. Ahora pones norte al sur, a llenar tus noches de bossa, ¿no olvidas nada? ¿has guardado ya los cariños que siempre te acompañan? ¿y la cámara? ¿y la curiosidad? ¿empacaste los besos que te faltan por regalar? ¿los abrazos para los nuevos amigos que aún no saben que lo serán? Viaja ligero compañera, deja un espacio muy grande en la mochila para los recuerdos que traerás a la vuelta, las memorias que agrandan la vida como decía el viejo Bioy, y para esas tantas historias que tendrás que contarme en el siguiente bar, en una parada futura a un costado del camino.
Pienso en vos Alex, en la bocanada de esperanza que llena tus pulmones justo ahora, a unas cuantas horas de partir y sonrío, mirando el cielo pardo que se estanca en mi ventana. Pienso en vos y las agallas de todos aquellos que como tú se han jugado en la aventura. Pienso en la linda Laura, esa bella entre las bellas que barría los cabellos en una peluquería mientras veía los grandes almacenes al otro lado de la acera, entre la bruma de Londres. Pienso en Goico y Andrea, en Erasmo y en Vivi, con su monoambiente donde no cabían tres, pero que era la casa de todos, nuestra Bogotá en Villa Devoto, y claro, en Matteo y sus cartoneros, comiendo empanadas para guardarse la poca plata mientras soñaba con ser periodista. Pienso también en los amigos que abandonaron pasados y certezas persiguiendo una duda acá en México, en todas las veces que los he visto platicar la soledad y la nostalgia, aguantando con unas pocas monedas en el bolsillo, siempre aguantando. La Javi y esa tarde relinda que no alcanzamos a pagar unos esquites, la Aleja, chiquita, aguantando temporal, la Dani siempre mirando al sur y el Cami y la Marita jugando al milagro de los panes y los peces. Pienso en todos ustedes, compañeros de ruta, que han hecho del lejos y del cerca un sólo y relativo modo de andar por la vida, siempre generosos en el cariño, y siempre con un fragmento de la sonrisa anclado en otro lado.
Ustedes son aves con alas demasiado inquietas para estar enjauladas. Les quiero y les admiro porque viven presas del embrujo de dejar todo y largar, sólo largar. Con unos me une la certeza de encontrarlos de nuevo, con otros me ata la resignación de extrañarlos y la esperanza en que el azar me regale otro de sus abrazos. Con todos el placer por sentir el viento en el rostro. Mientras tanto la tarde desfila con su andar cansino, y mirándole me digo que ojalá que estuvieran aquí, donde quiera que eso sea.
viernes, 1 de julio de 2011
He pasado el día escuchando el incesante tintinear de la cortina de lluvia que me envuelve, maravillado porque no recuerdo otro día en que haya llovido sin cesar un sólo instante. Esta noche no hay palabras, ni buenas ni malas, sólo el rostro de Isabel, la melancolía que le imagino en los ojos mientras veía llover en Macondo, y Frank Sinatra, que poco antes de las tres de la mañana se ha inmiscuido en la programación de la estación cantando I've got you under my skin. Que curiosas maneras encuentras para mandar abrazos Natalia, yo también te llevo aquí. Gracias por venir.
martes, 7 de junio de 2011
impase
Por esta hoja en blanco no pasa nada. Priva el silencio. Nos contemplamos aburridos, ella de mi estupidez y yo de su mutismo. Nuestra relación ha sido como cualquier otra, dibujada con un poco de amor y algunas trazas de odio discreto, y hemos conocido por igual noches de conversaciones interminables, de risas y abrazos, que malas rachas, con sus días llanos y sus rutinas mustias de charla en monosílabos, pero me temo que de un tiempo para acá nos ha devorado el hastío. Ahora sólo se limita a contemplarme encender un cigarrillo tras otro, indiferente, sin reprocharme nada aparentemente, pero sé que su silencio absoluto encierra el reclamo porque ya no le comparto esas historias sencillas que antes nos unían, por no cerrar esa caraja tesis de una buena vez.
En otros tiempos teníamos más tema de conversación. Entre mimo y mimo le contaba de las cosas aburridas de mi tesis y la pobre se las bancaba con paciencia y en ocasiones incluso con un poco de entusiasmo, sobre todo cuando le describía las noches de una vieja ciudad infestada por la epidemia. Así conocimos muchas madrugadas hablando de lo mismo, con el cuerpo cansado, el cenicero rebosante y el café helado, pero que felices que éramos viendo salir el sol.
La chica ha sido buena conmigo, aguantando con buen talante mis manías absurdas y mi gusto por esos relatos que se esconden entre las callecitas de la ciudad. Me ha soportado ratos muy amargos, compartiendo soledades y adioses, siempre aguardando los días mejores. En otros tiempos tuvimos historias de amor, sí, pero supongo que se nos acabó el romance. Pobre hoja mía, pudiendo andar con un escritor o un poeta que la llenara de palabras lindas haber acabado con un flaco anodino como yo.
Ahora priva el silencio entre nosotros, y yo sigo sin poder encontrar la caricia de esa primera línea que nos reconcilie.
viernes, 27 de mayo de 2011
7:53 am: puesta en escena
Con un esfuerzo sobrehumano logro mirar la hora en el celular que milagrosamente rescato entre las almohadas: 7:53 am. Joder que es temprano, por lo menos lo es en el ritmo de mi existencia, donde las noches duran acaso un poco más de la cuenta. Sin dudarlo salto de la cama y, cuando logro darme cuenta de algo ya voy para afuera del edificio con un plato en las manos. ¡Qué descuido! ¡Cómo me olvidé de devolverle su plato a la señora! Atravieso la entrada ruinosa, de ladrillos grises y con algunas plantas colgando de viejos botes de lata ya picados por la humedad, y en el quicio del portón doblo a la derecha. Avanzo los cinco, tal vez diez metros que me separan de la esquina, y entre paso y paso apenas aventuro una mirada distraída al otro lado de la acera. Hay un conjunto de personas, como el que debe haber en una calle cualquiera de esta ciudad a las 8 de la mañana, supongo. Al vuelo alcanzo a distinguir la pirámide de fierros de un puesto de revistas y una señora con su vaporera de los tamales. Personas más, personas menos, deben ser unas diez en la estampa. Todo eso lo percibo en la ojeada de dos segundos y llego a la esquina, donde cruzo sin problema la callecita, distraído de los autos o tal vez consciente de que es imposible que pase alguno, hasta alcanzar la acera opuesta y el localito de memelas donde la matrona yergue toda su autoridad frente al enorme comal que es como un negro tambor humeante. Con toda naturalidad busco donde tirar las morusas que llevo sobre el plato y extiendo la mano para devolvérselo a su dueña. Sin mediar palabra la escena se rompe cuando las tres mujeres que están trabajando ahí, dos señoras gruesas y una joven, me miran con desconcierto y yo entiendo que el plato es mío. Como puedo murmullo un ah perdón –siempre esa manía de pedir disculpas al verme cometiendo alguna estupidez- doy la vuelta y regreso sobre mis pasos. Me siento ridículo y un poco confundido, y porque entiendo que mi recorrido no habrá pasado inadvertido para las personas de enfrente, a quienes seguramente les habrá causado cierta extrañeza, los miro de nuevo aguantando como puedo la vergüenza. Todas las miradas están clavadas en mí y eso ya me resulta demasiado extraño. Espera, hay algo más, algo no está bien en esa escena. Claro, no hay un solo ruido, ni un auto, ni una voz, nadie habla con nadie. De hecho nadie hace nada. Algunos hombres están sentados en el suelo, al filo de la banqueta y me miran con la expresión cansina del que despacha los últimos minutos antes de comenzar la rutina diaria. Uno de ellos luce un traje gris y camisa blanca, como esos oficinistas de medio pelo. En la mirada que voy paseando sobre la escena, que apenas dura unos segundos entre la esquina y la entrada del edificio, alcanzo a mirar sobre el dorso de la mano derecha del tipo de traje una manchita de pintura naranja. No entiendo un carajo, no sé porqué nadie se ocupa de otra cosa mejor que mirarme, digo, debe ser extraño un tal que sale con el cabello enmarañado, en pijama -¿descalzo?-, que avanza con pasos de autista 10 metros y da vuelta y con un platito en la mano, pero no tan extraño como para que todos se detengan a escudriñar mi mala facha y mi ridículo.
Tras esos cinco o diez metros que se me han hecho eternos alcanzo por fin la entrada del edificio… Titubeo. ¿Es ésta? Siento a mis espaldas las miradas ahora más extrañadas aún al verme dudar. No recuerdo vivir aquí, pero miro los botes con las plantas y me digo que tiene que ser. Idiota ¡aún estás dormido! Entro sonriendo por pensar en mi ridículo y tras un par de pasos escucho que se desata por fin la orquesta citadina de cada mañana: voces, una bicicleta, el cruzar de los autos. Ah, ya entiendo, claro, era tan sencillo: la coreografía del mundo empieza a las 8 de la mañana pero los actores, como profesionales de una obra, están listos en sus puestos algunos minutos antes. ¡Claro! Es lo más natural, sólo que no lo había percibido porque nunca piso el mundo a esas horas…
Un timbrazo, otro más. El teléfono me despierta. Miro la hora en el celular y casi no me sorprende: 7:53 am. Avanzo casi a ciegas hasta al teléfono maldiciendo a quien se la haya ocurrido llamar en la madrugada. Mmh, supongo que eso explica la manchita: se me hace que al tipo trajeado de hoy le tocó ayer el papel de pintor de casas. ¿Bueno?
lunes, 23 de mayo de 2011
chau nonita
Cuando llegó a la casa fue mal recibida, era demasiado pequeña y demasiado poodle: en su origen la pobre traía el estigma de esos perritos mamones y absurdos. En realidad fue bien recibida por todos, sólo a mí me resultaba detestable. Esa chingadera ni es un perro, mira, a la primera se pierde debajo de algún mueble, le decía con sorna a mi hermana, quien la había llevado cuando una maestra de la primaria se la obsequió. ¿Y cómo se llama esa chingadera? Donna ¡mta, sólo le faltaba un pinche nombresito mamón!
A los pocos días de su llegada debutó mordisqueando un libro de Jordi Soler que había dejado sobre el sillón la madrugada anterior. En el momento lo tomé como una provocación directa y una agresión contra la novela que me iba gustando, ¡pinche perrito caguengue y además comelibros! Ahora, casi nueve años después, creo que la novela era más bien regular y que la Nona sólo manifestó su implacable pero acertado juicio literario. Aún conservo mi libro a medio comer.
La chingaderita comelibros fue creciendo y se fue revelando como una chica lista. De Donna el nombre le fue cambiando a Domitila, como le gritaba la vieja Nata desde la cocina, y a Nona, como le llamábamos los demás cuando le enseñábamos a jugar. Entonces cambió todo. Era lista como pocas, siempre con algún truco nuevo que aprendía de inmediato y de la nada, siempre feliz de ir y venir persiguiendo una pelota. ¡La panza Nona! Y la chica se tumbaba mirando atenta, como esperando la caricia. ¡Vuelta Nona! Y sin chistar giraba la muy condenada. Igual ladraba cuando uno le preguntaba su nombre que entendía la más mínima instrucción, siempre con ese modo de mirar a uno con un extraño dejo de sabiduría y serenidad, como si entablara diálogo, como una chica algo temperamental y algo necia que exigiese ser tratada como tal, como una integrante más de la familia. Siempre supe que ella podría aprender a hablar en alemán antes que yo, que en ese estuchito de pelo corriente y ojitos vivaces se escondía una dama.
Resultó que antes de que me diera cuenta ya la adoraba y resultó también que los años fueron pasando y que nuestra chica, entre un montón de cariños y lengüetazos, se fue poniendo viejita y antes de tomar la curva final de la senectud perruna ha decidido largar. Natalia siempre decía cuando recordaba a su Tobi, un bóxer que fue el cariño de su vida, que por eso a ella no le gustaba tener perros, porque era demasiado doloroso cuando se iban. Lo decía con una tristeza que era difícil de imaginar treinta o cuarenta años después de haberlo despedido. Y como siempre, la vieja tenía la boca llena de razón: sólo quien haya enterrado a un amigo así puede comprender la tristeza de esta tarde.
sábado, 14 de mayo de 2011
noches de frac
Hay noches que sin grandes aspavientos, sin como ni porque se convierten en risas a solas, en cigarrillos alegres y pasitos de baile de salón. Se transforman desde la sombra de la rutina en ceremonias de vida, en alegría que se comparte en espíritu y a la distancia. Esta noche es así, ¡esta noche París es una fiesta!, grita con voz en cuello un Hemingway que se emborracha en la barra; esta noche es de frac y de orquesta, del viejo Frank dedicándole canción tras canción a mi vieja, de Miles tocando como nunca 'Round Midnight. El radiecito suena que suena, acompasando las fantasías y las letras, y en la madrugada dos jugadores se encuentran sobre la vieja tabla de ajedrez, se traban en una lucha física sin siquiera tocarse. Reparten los movimientos en una lógica especial, capricho de la maravilla en que se ha convertido esta velada, intentando sorprender al otro pero cayendo vencidos una vez y otra más. Un peón que se adelanta, una mano casi a punto de rozar la otra, un caballo que rodea y envuelve, y un rey y una reina que vencen y rinden la plaza a merced del enemigo.
Esta noche es de gatos enfurruñados, que de pronto arañan y celan, de bocinazos disueltos en la lejanía, de besos y abrazos dejados un poco a la deriva, casi sin querer, como pistas sobre el mapa de la aventura. Los pies marcan el compás de la batería, la expectativa aumenta en cada moviemiento, y en medio de una pieza lenta irrumpe un saxofón como una gran ola que estalla al filo de los acantilados: ¡el lugar todo se convierte en un gran derroche de vida! todo es una profusión caótica de colores y texturas y por los sentidos desfila el carnaval...
Todo pasó en un instante, estremecedor y casi insoportable. Pero la mar debe regresar al horizonte en la ola que se va. Las luces se adelgazan, se agotan de tan tenues. Una sonrisa de mujer alumbra por un segundo un rincón de la noche, una sonrisa de despedida. Sobre la pista sólo quedan las últimas parejas bailando a media luz, sin apenas mover los pies, revueltas en la cadencia de un abrazo que durará la madrugada. La música es ahora apenas un soplo en el corazón del radiecito. Se enciende un cigarrillo y el fulgor de la braza se pierde por un sendero de la noche...
miércoles, 11 de mayo de 2011
hasta la puta madre
Estamos hasta la madre, sí, ¿pero desde cuando? ¿desde donde? ¿Lo estamos desde los 116 cadáveres encontrados entre la desolación de San Fernando, Tamaulipas o de los 188 rescatados de las fosas en Durango? ¿desde los seis chavos que aparecieron en la cajuela de un auto en Cuernavaca y desde los cientos de "víctimas colaterales" que han caído? ¿o desde que podemos imaginar las 40 000 butacas del estadio Azul ocupadas por cadáveres? Yo estoy hasta la madre desde antes, desde que un domingo echaron a la mierda a los 44 000 trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas, no, antes, desde que una mañana me enteré que en este paisito triste se podía llamar gastritis a la violación tumultuaria de una anciana indígena nahuatl a manos del ejército, y democracia al pacto urdido en nuestras narices por una manada de puercos para arrebatar lo que no pudieron ganar en las urnas.
Bajo el sol del domingo desfilaron otros muchos miles de rostros más que también están hasta la madre. Vengo de Guadalajara y vengo a denunciar al procurador de justicia, decía la mujer que estaba hasta la madre de un Estado donde las autoridades se dedican a otorgar certificados de impunidad a violadores y asesinos. La doñita que emocionada le decía a alguien por teléfono Sí, ya saludé a Granados Chapa y aquí está Ricardo Rocha, tal vez estaba hasta la madre de ver su televisión tomada por supuestos líderes de opinión y analistas políticos vestidos por el mismo traje de la abyección y el cretinismo. Entre esos amantes de las marchas por la paz con playeritas blancas y globos blancos con dibujitos de palomas, esos que en cada convocatoria por el estilo sacan a pasear sus perritos y sus ideologías también tan blancas, que están hasta la madre de vivir con miedo a que les roben la camioneta, pero también están hasta la madre de las manifestaciones de mugrosos que les bloquean las calles, esos que marcharon con sus pancartas iguales que decían "No más sangre. Narvarte" para refrendar que se marchaba juntos pero no revueltos, también entre esos caminaban miles de chavos hartos de saber que en este país ni estudiarán ni trabajarán. La pareja que sostenía una manta con un stencil que mostraba a dos granaderos golpeando a un tipo y con la leyenda "Bienvenidos a México" seguramente estaban hasta la madre de que aquí se trate a los migrantes del sur como a perros sarnosos, de que las propias autoridades del Instituto Nacional de Migración trafiquen indocumentados con los cárteles de la droga.
Las mujeres que se bancaron los kilómetros y el sol caminando envueltas en rojas faldas de lana estaban hasta la madre de tener que soportar la vergüenza de hablar su lengua frente a los blancos, de vivir a infinitos kilómetros del hospital más cercano, de ver morir la tierra y talar los bosques, de tantos y tantos siglos de colonialismo y marginación, de masacres que no salen en el noticiero de la mañana, de vivir bajo el terror de los paramilitares y la explotación y el despojo de los caciques. De que les escupan a la cara con desprecio. ¿De qué estaba hasta la madre ese hombre, harapiento y sucio, que sentado en la acera aplaudía y gritaba contento al paso de la masa ¡Gracias por venir, gracias por marchar porque sólo así se puede!? Lo estaba de la asquerosa miseria, de no tener nada y de ser tratado como nada. Y la doña con la cartulina donde escribió una frase del Che, ¿no estaba hasta la madre de haber visto como la canasta básica se redujo a un cuarto de lo que era hace cuarenta años? ¿y su esposo, con su cartulina y su frase de Brecht, no está hasta el carajo de una sociedad donde después de los cuarenta años la gente está condenada a morir de hambre al ser rechazados en todos los empleos? Seguro que sí. Como es seguro que la impunidad vibraba en el silencio de la ira contenida de los viejos del comité 68, hasta la madre de pelear por más de cuarenta años para exigir justicia, hasta la madre de extrañar a amigos y familiares asesinados por los mismos que después integraron el crimen organizado, fundadores de la pesadilla actual.
En una marcha encabezada por la voz doliente de un padre, un poeta, confluyeron tantas razones distintas, tanto hartazgo que tal vez se pueda condensar en algo: la inmoralidad. La inmoralidad de una clase politica que traicionó el contrato social, la de una economía que mata más por hambre y por enfermedad que las propias balas, la inmoralidad de una sociedad racista y excluyente, la del silencio cómplice, la de la riqueza ilícita, la del conservadurismo mojigato, la de quienes torturan, desaparecen, ejecutan, la del cinismo, la del olvido. La inmoralidad de todos los que, con sus actos y omisiones, nos quieren condenar a vivir sin esperanza. De esa estamos, estoy, hasta la puta madre.viernes, 8 de abril de 2011
los ojos viejos de don Pascual
Se miró los botines cubiertos de polvo y rebuscó en el bolsillo izquierdo de la chaqueta el papel y el tabaco. Con la parsimonia del que se sabe derrotado ató el cigarrillo, mantuvo un instante el gusto del papel en la lengua y con la misma calma le dio el primer jalón, dejando que el humo le apaciguara los latidos. ¿Cómo pudo suceder? a la tercer calada comenzó a asimilarlo: el Pocar se había sentado en el arranque. Nunca había pasado, no con él, un caballo tan fiel, pero un día tenía que pasar.
Yo era entonces un chamaco que apenas me bebía los primeros tragos de tequila, con los otros escuincles y a escondidas de mi viejo, pero recuerdo clarito el sol de aquella mañana. Las carreras se corrían en el carril parejero de Churubusco, a la orilla del río y justo enfrente del panteón del Xoco. Se apostaba fuerte y se jugaba con honor. Aquel día mi padrino se jugó diez mil del águila, el caballo y la comida y los tragos para todos. Se los jugó al señor Alanís y su bestia, el Indio me acuerdo, un retinto de muy fina estampa. El Pocar era un alazán claro, alto, que corría con alegría las 350 varas. Mi padrino era así, apostaba fuerte y con honor.
Aún lo veo fumando su cigarro en medio de la pista y del silencio con que todos esperábamos su reacción. El señor Alanís se le acercó, ni modo Manuelito, fue legal. Fue legal, dijo, mientras se llevaba la mano al otro bolsillo y sacaba el fajo de billetes. Los puedes contar si gustas, ni hablar Manuel, eres hombre de ley y no hay porque contar nada, y ahora a darle, a mi casa con todos los muchachos, que esto hay que celebrarlo.
Hubo barbacoa y pulque para toda la tarde y a la noche todavía corría el mezcal y el aguardiente. Más de sesenta años hace de eso, pero lo tengo guardado aquí, porque después de esa carrera mi padrino no se pudo levantar. Lo perdió todo y lo perdimos a él, que un buen día agarró rumbo pa' no sé donde y se fue, sin dejar nada detrás. Pasaron varios años en que no hubo noticia suya, hasta una Noche Buena en que sonó el timbre y apareció en el umbral de esa misma puerta. Yo lo quería mucho. Recuerdo a mi padrino y mi viejo cantando aquella noche, en esa ventana, Los barandales del puente... Nunca más volvimos a saber de él...
Escucho y veo las lágrimas asomar en los ojos viejos de don Pascual.
Yo era entonces un chamaco que apenas me bebía los primeros tragos de tequila, con los otros escuincles y a escondidas de mi viejo, pero recuerdo clarito el sol de aquella mañana. Las carreras se corrían en el carril parejero de Churubusco, a la orilla del río y justo enfrente del panteón del Xoco. Se apostaba fuerte y se jugaba con honor. Aquel día mi padrino se jugó diez mil del águila, el caballo y la comida y los tragos para todos. Se los jugó al señor Alanís y su bestia, el Indio me acuerdo, un retinto de muy fina estampa. El Pocar era un alazán claro, alto, que corría con alegría las 350 varas. Mi padrino era así, apostaba fuerte y con honor.
Aún lo veo fumando su cigarro en medio de la pista y del silencio con que todos esperábamos su reacción. El señor Alanís se le acercó, ni modo Manuelito, fue legal. Fue legal, dijo, mientras se llevaba la mano al otro bolsillo y sacaba el fajo de billetes. Los puedes contar si gustas, ni hablar Manuel, eres hombre de ley y no hay porque contar nada, y ahora a darle, a mi casa con todos los muchachos, que esto hay que celebrarlo.
Hubo barbacoa y pulque para toda la tarde y a la noche todavía corría el mezcal y el aguardiente. Más de sesenta años hace de eso, pero lo tengo guardado aquí, porque después de esa carrera mi padrino no se pudo levantar. Lo perdió todo y lo perdimos a él, que un buen día agarró rumbo pa' no sé donde y se fue, sin dejar nada detrás. Pasaron varios años en que no hubo noticia suya, hasta una Noche Buena en que sonó el timbre y apareció en el umbral de esa misma puerta. Yo lo quería mucho. Recuerdo a mi padrino y mi viejo cantando aquella noche, en esa ventana, Los barandales del puente... Nunca más volvimos a saber de él...
Escucho y veo las lágrimas asomar en los ojos viejos de don Pascual.
jueves, 31 de marzo de 2011
insomnes atrapados en una larga noche
Elija usted en cual de éstas muertes se puso a pensar...
Hace mucho que me vengo pensando ¿qué hubiera hecho yo? La duda era inevitable al imaginar con asco a todos aquellos que con su silencio fueron cómplices, que no apretaron el gatillo ni empuñaron la picana, pero que sabían que otros lo hacían y no hicieron nada.
¡Avestruz!
Anoche escuche
varias explosiones
tiros de escopeta y de revólver
autos acelerados, frenos, gritos
ecos de botas en la calle
toques de puerta,
quejas, por dioses, platos rotos
estaban dando la telenovela
por eso nadie miró pa'fuera
¡Avestruz!
El centro clandestino de Virrey Cevallos era distinto a los otros que operaban en Buenos Aires en los años de la larga noche. No era una gran base militar, ni un cuartel policíaco, y tampoco contaba con dimensiones que lo hicieran notable como el Olimpo o el garage mecánico de Automotores Orletti. Era sólo una casita cualquiera, tan común y corriente como las demás en el céntrico barrio de Montserrat, a unas cuantas cuadras del Congreso. "Casi" tan común, salvo por esos Ford Falcon que se pasaban el día entrando y saliendo. "Casi" tan común porque con los autos entraban y salían tipos de trajes igualmente grises, mala cara y pelo a lo milico, que por la mañana llegaban y que salían a la misma hora de la tarde, cada día, con una regularidad imposible de ignorar. Algunos vecinos, viejos moradores de la cuadra, respondieron cuando se les preguntó, años más tarde, que nunca vieron nada sospechoso, como si los autos, los tipos o el par de hombres que siempre se alcanzaban a distinguir, fuertemente armados custodiando al otro lado de la ventana, fueran la decoración habitual en el vecindario. Vecina, vecino ¿es que acaso no tiene su propio malencarado, plomo en mano y pelo al ras, cuidando su puerta? ¡que extraño!
Es absurdo, lo sé, es estúpido y anacrónico, bien me lo sé, pero es humano preguntarse si hubiera tenido las agallas para no callar. Lo es si se piensa en aquellos que fueron forzados a decidir, en esos vecinos a los que no me atrevo a juzgar. No había frente a quien denunciar, no existía más camino de protesta que la militancia y la clandestinidad, jugarse el pellejo y el de los tuyos. ¿Se puede reprochar entonces a todos aquellos que con su silencio fueron cómplices? En ese centro clandestino de detención y tortura camuflado de casita suburbial en la calle de Virrey Cevallos al 628, habían apenas un par de celdas diminutas, la salita de los suplicios y una sala comedor y de juntas, donde el grupo de tareas planeaba las detenciones del día. Sólo era una pared lo que dividía el infierno de las torturas y el confort del departamento donde vivía un matrimonio con su bebé. La pareja, desesperada por los gritos incesantes que habitaban al otro lado del muro, decidió largarse, escapar y tratar de imaginar que la vida podía seguir, que su hija podría crecer en un mundo sin muros y sin gritos de sufrimiento. ¿Podían hacer algo más? Como ellos largó el hombre que vivía frente a la casa, cuando asqueado por la culpa, por la impotencia, vendió el departamento y rajó. ¿En su silencio y su huida cargaron con esos treinta mil desaparecidos?
Elija usted en cual de éstas muertes se puso a pensar...
Todos sabían lo que pasaba en esas mazmorras, y agachaban la mirada y aceleraban el paso y apretaban un poco más fuerte la mano del niño cuando pasaban por enfrente, sin poder evitar la desagradable sensación del vello que se eriza, la sangre que palpita en la sien, el lenguaje corporal del miedo. Claro que habían los que pasaban y pensaban para sus adentros "algo habrá hecho", "se lo merece, comunista de mierda". Dichosos los indiferentes, los que lograron burlar las trampas de la consciencia, porque de ellos sería el reino de la noche. Esos dormían tranquilos.
Hace mucho que me vengo pensando ¿qué hubiera hecho yo? La duda era inevitable al imaginar con asco a todos aquellos que con su silencio fueron cómplices, que no apretaron el gatillo ni empuñaron la picana, pero que sabían que otros lo hacían y no hicieron nada.
¡Avestruz!
Anoche escuche
varias explosiones
tiros de escopeta y de revólver
autos acelerados, frenos, gritos
ecos de botas en la calle
toques de puerta,
quejas, por dioses, platos rotos
estaban dando la telenovela
por eso nadie miró pa'fuera
¡Avestruz!
El centro clandestino de Virrey Cevallos era distinto a los otros que operaban en Buenos Aires en los años de la larga noche. No era una gran base militar, ni un cuartel policíaco, y tampoco contaba con dimensiones que lo hicieran notable como el Olimpo o el garage mecánico de Automotores Orletti. Era sólo una casita cualquiera, tan común y corriente como las demás en el céntrico barrio de Montserrat, a unas cuantas cuadras del Congreso. "Casi" tan común, salvo por esos Ford Falcon que se pasaban el día entrando y saliendo. "Casi" tan común porque con los autos entraban y salían tipos de trajes igualmente grises, mala cara y pelo a lo milico, que por la mañana llegaban y que salían a la misma hora de la tarde, cada día, con una regularidad imposible de ignorar. Algunos vecinos, viejos moradores de la cuadra, respondieron cuando se les preguntó, años más tarde, que nunca vieron nada sospechoso, como si los autos, los tipos o el par de hombres que siempre se alcanzaban a distinguir, fuertemente armados custodiando al otro lado de la ventana, fueran la decoración habitual en el vecindario. Vecina, vecino ¿es que acaso no tiene su propio malencarado, plomo en mano y pelo al ras, cuidando su puerta? ¡que extraño!
Es absurdo, lo sé, es estúpido y anacrónico, bien me lo sé, pero es humano preguntarse si hubiera tenido las agallas para no callar. Lo es si se piensa en aquellos que fueron forzados a decidir, en esos vecinos a los que no me atrevo a juzgar. No había frente a quien denunciar, no existía más camino de protesta que la militancia y la clandestinidad, jugarse el pellejo y el de los tuyos. ¿Se puede reprochar entonces a todos aquellos que con su silencio fueron cómplices? En ese centro clandestino de detención y tortura camuflado de casita suburbial en la calle de Virrey Cevallos al 628, habían apenas un par de celdas diminutas, la salita de los suplicios y una sala comedor y de juntas, donde el grupo de tareas planeaba las detenciones del día. Sólo era una pared lo que dividía el infierno de las torturas y el confort del departamento donde vivía un matrimonio con su bebé. La pareja, desesperada por los gritos incesantes que habitaban al otro lado del muro, decidió largarse, escapar y tratar de imaginar que la vida podía seguir, que su hija podría crecer en un mundo sin muros y sin gritos de sufrimiento. ¿Podían hacer algo más? Como ellos largó el hombre que vivía frente a la casa, cuando asqueado por la culpa, por la impotencia, vendió el departamento y rajó. ¿En su silencio y su huida cargaron con esos treinta mil desaparecidos?
Elija usted en cual de éstas muertes se puso a pensar...
Todos sabían lo que pasaba en esas mazmorras, y agachaban la mirada y aceleraban el paso y apretaban un poco más fuerte la mano del niño cuando pasaban por enfrente, sin poder evitar la desagradable sensación del vello que se eriza, la sangre que palpita en la sien, el lenguaje corporal del miedo. Claro que habían los que pasaban y pensaban para sus adentros "algo habrá hecho", "se lo merece, comunista de mierda". Dichosos los indiferentes, los que lograron burlar las trampas de la consciencia, porque de ellos sería el reino de la noche. Esos dormían tranquilos.
Y no es el que duerme tranquilo
después de asesinar sin saber
Y ríe en su casa
Con el cuerpo limpio de muerte
En su espalda
Los que tuvieron que decidir entre el silencio y la acción también fueron víctimas, pues no tenían opción... ¿o sí?... Sospecho que esos no dormían, preguntándoselo, y así siguieron la vida, revolviéndose entre las sábanas, sin atreverse a dar una respuesta.
después de asesinar sin saber
Y ríe en su casa
Con el cuerpo limpio de muerte
En su espalda
Los que tuvieron que decidir entre el silencio y la acción también fueron víctimas, pues no tenían opción... ¿o sí?... Sospecho que esos no dormían, preguntándoselo, y así siguieron la vida, revolviéndose entre las sábanas, sin atreverse a dar una respuesta.
viernes, 25 de marzo de 2011
marzo 24: teratología histórica
Para la gente de google, moderno oráculo portador de todas las respuestas, el día de hoy tenemos algo que recordar: se conmemora el 137 aniversario del natalicio de Harry Houdini. ¿Acaso a alguien le importa un carajo? supongo que no encontraron una efeméride más interesante que esa. Ya lo decía el general Videla: un fusilado puede levantar una tolvanera, pero treinta mil ausencias sólo ameritan el beneficio de la duda. Treinta y cinco años después google le da la razón.
*
Como el de los superhéroes, como el de los santos -más parco sin duda-, el universo de los monstruos es infinito, plagado de criaturas fascinantes, aberrantes, imágenes vivas del terror, pero que no podemos dejar de perseguir, y como sucede con el santoral, cada quien se encuentra con su monstruo favorito. El mío lo encontré hace años, y apenas me enteré de su existencia nació una fascinación a primera vista. Cómo sucedía en los tiempos anteriores a la imagen, a mi monstruo lo hallé en la literatura, casi por accidente, la tarde en que tomé un libro de un nombre demasiado grande para un tomo tan pequeño, y desde la primera línea se apoderó de mi imaginación. Hizo brotar en mí un miedo que no sabía que existía, revelándome de un golpe angustias profundas que hasta ese momento desconocía. Mi monstruo no tenía poderes sobrenaturales, no aparecía y desaparecía ni era producto de algún maleficio, no tenía garras ni muchos ojos ni se transformaba a la luz de la luna llena. Bien visto, mi monstruo era más bien muy poquita cosa, feo físicamente aunque dentro de los límites de lo humano; perverso eso sí, pero falto de imaginación; se alimentaba de sangre, a su modo, y se nutría del miedo de la gente, pero no era más que un pobre diablo, unas veces más ridículo que otras. Mi monstruo tenía distintos nombres según la cultura en donde se le encontrara, a veces tenía lentes o bigote, y la única constante era que siempre venía envuelto en un horrendo disfraz verde.
Desde nuestro primer encuentro me ató a él una extraña relación, mitad repugnancia, mitad curiosidad. ¿Cómo este monstruo, me preguntaba siempre, siendo tan poca cosa, tan vulgar, era capaz de tanta atrocidad? Con su montón de secuaces, monstruos menores y grises que siempre le acompañaban, sembraba el terror y la desolación a su paso. Mi monstruo se llamaba dictador.
*
Hay dolores que le duelen a uno sin haberlos padecido, tan sólo por pensar en la simple posibilidad de que a otro le dolió en el vivo pellejo. Uno lee y escucha, se sumerge en el triste mar de testimonios y se pregunta en qué punto se hubiera quebrado, porque jamás hubiera sido capaz de soportar tanto. Sin hablar de la detención clandestina, de la tortura, del encierro, más allá del dolor físico al que la imaginación ni siquiera se atreve a aproximarse, uno simplemente hubiera sido incapaz de soportar el miedo, la desaparición de la compañera, de los hijos, la llamada que te avisa que tu amigo ha muerto, que a fulanito lo levantaron. ¿Quien lo hubiera podido aguantar? ¿quien puede atravesar tanta tristeza y conservar la vida? ¿que caso tendría?
*
Bajo la dictadura argentina Rodolfo Walsh soportó perder a su hija en un enfrentamiento con los milicos. ¿Cómo? Tuvo el valor de levantar el puño. ¿De donde lo sacó? La mujer de Hector Oesterheld, guionista de tiras cómicas y creador del Eternauta, sufrió no sólo el secuestro de su esposo, no sólo la desaparición de sus cuatro hijas y sus yernos, sino además la pérdida de sus dos nietos. "Tengo una familia exterminada... ¿por qué yo estoy viva? no lo sé, es el gran interrogante de mi vida" se le escucha decir más de veinte años después. Puedo entender la ambición y la carencia más absoluta de humanidad de quienes impusieron el terror, puedo aceptar que exista la crueldad recubierta de indiferencia en quienes articularon la barbarie por propia mano, puedo comprender el miedo de quienes sabían que todo esto se daba, día tras día tras día, justo en el sótano de la casa de a lado y preferían volver la vista. Lo que no puedo comprender es cómo Elsa Oesterheld tuvo la fortaleza de seguir viviendo.
Lo que me gusta en el arte es encontrar que alguien realizó algo que yo ni siquiera hubiera podido ser capaz de imaginar. Lo que me llena de ternura de este mar de historias, de una ternura que duele, es conocer, desde mi abrumadora insignificancia y cobardía, cuanto valor cabe en el corazón de quien luchaba, cuanta fuerza encierra el espíritu de quien soporta, cuanta humanidad y dignidad corría por las venas de eso cuerpos destrozados por la picana, la tortura y el encierro.
*
Un guardia un poco más bueno me dejó ir al baño debido a una gran diarrea que tenía. Ahí afané unas hojas de diarios que había y me las llevé a escondidas. Leyéndolas me enteré de la muerte de Chaplin y lo comenté. El viejo se conmovió... dijo que quería mucho a Chaplin.
Uno de los recuerdos más inolvidables que recuerdo de Hector se refiere a la noche buena del '77. Los guardianes nos dieron permiso para quitarnos las capuchas y para fumar un cigarrillo. También nos permitieron hablar entre nosotros cinco minutos... entonces Hector dijo que por ser el más viejo de todos los presos quería saludar uno por uno a los que allí estábamos. Nunca olvidaré aquel último apretón de manos. Hector Oesterheld tenía unos sesenta años cuando sucedieron estos hechos. Su estado físico era muy, muy penoso. Ignoro cual pudo haber sido su suerte. Yo fui liberado en enero del '78... él permanecía en aquel lugar, y nunca más supe de él.
Testimonio de Eduardo Arias.
*
Desde su celda en Campo de Mayo, Videla leyó lo que decía alguien en el diario de hoy: en la Argentina no mataron a treinta mil, mataron a uno treinta mil veces. Ese uno se llamaba Walsh, se llamaba Oesterheld, se llamaba madre y se llamaba hermano y se llamaba... Lo que la memoria defiende del olvido no es la historia de una masacre, sino una sola historia con treinta mil variantes, muchas aún por contar. Ese es su triunfo por encima de la masa de la cifra y del anonimato que olvida. Perdió general.
Pero en algo sí acertó, cuando el 22 de diciembre, en el juicio que le reiteró la perpetua, dijo que libró “no una guerra sucia, sino una guerra justa que aún no ha terminado”. Es cierto general, mientras existan los monstruos, mientras haya quien derrocha y quien no come, quien olvide y quien recuerde, esa guerra justa no terminará.
Entrevista a Elsa Oesterheld:
(parte uno)
http://www.youtube.com/watch?v=EuK5hCIZS00&feature=player_embedded
(parte dos)
http://www.youtube.com/watch?v=vdmw5jBhzaY&feature=player_embedded
*
Como el de los superhéroes, como el de los santos -más parco sin duda-, el universo de los monstruos es infinito, plagado de criaturas fascinantes, aberrantes, imágenes vivas del terror, pero que no podemos dejar de perseguir, y como sucede con el santoral, cada quien se encuentra con su monstruo favorito. El mío lo encontré hace años, y apenas me enteré de su existencia nació una fascinación a primera vista. Cómo sucedía en los tiempos anteriores a la imagen, a mi monstruo lo hallé en la literatura, casi por accidente, la tarde en que tomé un libro de un nombre demasiado grande para un tomo tan pequeño, y desde la primera línea se apoderó de mi imaginación. Hizo brotar en mí un miedo que no sabía que existía, revelándome de un golpe angustias profundas que hasta ese momento desconocía. Mi monstruo no tenía poderes sobrenaturales, no aparecía y desaparecía ni era producto de algún maleficio, no tenía garras ni muchos ojos ni se transformaba a la luz de la luna llena. Bien visto, mi monstruo era más bien muy poquita cosa, feo físicamente aunque dentro de los límites de lo humano; perverso eso sí, pero falto de imaginación; se alimentaba de sangre, a su modo, y se nutría del miedo de la gente, pero no era más que un pobre diablo, unas veces más ridículo que otras. Mi monstruo tenía distintos nombres según la cultura en donde se le encontrara, a veces tenía lentes o bigote, y la única constante era que siempre venía envuelto en un horrendo disfraz verde.
Desde nuestro primer encuentro me ató a él una extraña relación, mitad repugnancia, mitad curiosidad. ¿Cómo este monstruo, me preguntaba siempre, siendo tan poca cosa, tan vulgar, era capaz de tanta atrocidad? Con su montón de secuaces, monstruos menores y grises que siempre le acompañaban, sembraba el terror y la desolación a su paso. Mi monstruo se llamaba dictador.
*
Hay dolores que le duelen a uno sin haberlos padecido, tan sólo por pensar en la simple posibilidad de que a otro le dolió en el vivo pellejo. Uno lee y escucha, se sumerge en el triste mar de testimonios y se pregunta en qué punto se hubiera quebrado, porque jamás hubiera sido capaz de soportar tanto. Sin hablar de la detención clandestina, de la tortura, del encierro, más allá del dolor físico al que la imaginación ni siquiera se atreve a aproximarse, uno simplemente hubiera sido incapaz de soportar el miedo, la desaparición de la compañera, de los hijos, la llamada que te avisa que tu amigo ha muerto, que a fulanito lo levantaron. ¿Quien lo hubiera podido aguantar? ¿quien puede atravesar tanta tristeza y conservar la vida? ¿que caso tendría?
*
Bajo la dictadura argentina Rodolfo Walsh soportó perder a su hija en un enfrentamiento con los milicos. ¿Cómo? Tuvo el valor de levantar el puño. ¿De donde lo sacó? La mujer de Hector Oesterheld, guionista de tiras cómicas y creador del Eternauta, sufrió no sólo el secuestro de su esposo, no sólo la desaparición de sus cuatro hijas y sus yernos, sino además la pérdida de sus dos nietos. "Tengo una familia exterminada... ¿por qué yo estoy viva? no lo sé, es el gran interrogante de mi vida" se le escucha decir más de veinte años después. Puedo entender la ambición y la carencia más absoluta de humanidad de quienes impusieron el terror, puedo aceptar que exista la crueldad recubierta de indiferencia en quienes articularon la barbarie por propia mano, puedo comprender el miedo de quienes sabían que todo esto se daba, día tras día tras día, justo en el sótano de la casa de a lado y preferían volver la vista. Lo que no puedo comprender es cómo Elsa Oesterheld tuvo la fortaleza de seguir viviendo.
Lo que me gusta en el arte es encontrar que alguien realizó algo que yo ni siquiera hubiera podido ser capaz de imaginar. Lo que me llena de ternura de este mar de historias, de una ternura que duele, es conocer, desde mi abrumadora insignificancia y cobardía, cuanto valor cabe en el corazón de quien luchaba, cuanta fuerza encierra el espíritu de quien soporta, cuanta humanidad y dignidad corría por las venas de eso cuerpos destrozados por la picana, la tortura y el encierro.
*
Un guardia un poco más bueno me dejó ir al baño debido a una gran diarrea que tenía. Ahí afané unas hojas de diarios que había y me las llevé a escondidas. Leyéndolas me enteré de la muerte de Chaplin y lo comenté. El viejo se conmovió... dijo que quería mucho a Chaplin.
Uno de los recuerdos más inolvidables que recuerdo de Hector se refiere a la noche buena del '77. Los guardianes nos dieron permiso para quitarnos las capuchas y para fumar un cigarrillo. También nos permitieron hablar entre nosotros cinco minutos... entonces Hector dijo que por ser el más viejo de todos los presos quería saludar uno por uno a los que allí estábamos. Nunca olvidaré aquel último apretón de manos. Hector Oesterheld tenía unos sesenta años cuando sucedieron estos hechos. Su estado físico era muy, muy penoso. Ignoro cual pudo haber sido su suerte. Yo fui liberado en enero del '78... él permanecía en aquel lugar, y nunca más supe de él.
Testimonio de Eduardo Arias.
*
Desde su celda en Campo de Mayo, Videla leyó lo que decía alguien en el diario de hoy: en la Argentina no mataron a treinta mil, mataron a uno treinta mil veces. Ese uno se llamaba Walsh, se llamaba Oesterheld, se llamaba madre y se llamaba hermano y se llamaba... Lo que la memoria defiende del olvido no es la historia de una masacre, sino una sola historia con treinta mil variantes, muchas aún por contar. Ese es su triunfo por encima de la masa de la cifra y del anonimato que olvida. Perdió general.
Pero en algo sí acertó, cuando el 22 de diciembre, en el juicio que le reiteró la perpetua, dijo que libró “no una guerra sucia, sino una guerra justa que aún no ha terminado”. Es cierto general, mientras existan los monstruos, mientras haya quien derrocha y quien no come, quien olvide y quien recuerde, esa guerra justa no terminará.
Entrevista a Elsa Oesterheld:
(parte uno)
http://www.youtube.com/watch?v=EuK5hCIZS00&feature=player_embedded
(parte dos)
http://www.youtube.com/watch?v=vdmw5jBhzaY&feature=player_embedded
jueves, 10 de marzo de 2011
crónicas del expreso doble
Aburrido de estar aburrido se me ocurre que me gusta una chica. La puedo ver algo difusa, cuatro mesas más allá. Es un perfil, una piel que luce delicada y un lindo cabello del color de la noche. Es tan sólo eso, una chica más sentada en un café, sin rostro ni nombre, de la que sólo sé que es delgada y que me gusta la manera en que coloca su mano izquierda en el aire, sobre la nada, como acariciándola con esa indiferente suavidad. Me ha gustado esa mujer que es como cualquier otra, sin que me importe conocer la silueta de sus labios o el color de sus ojos. No me ha atraído por ser particularmente linda o notoria, sino solamente por esa manera en que descansa los codos sobre la mesa, mientras conversa con su amiga frente a una taza de café. Se la ve tan relajada así, tan propia en el cotidiano ejercicio de llevar la vida y dejarse ir en sus aguas. Acaso me he enamorado en estos pocos minutos, otra vez, como tantas otras, cumpliendo la rutina de enamorarse y abandonarse en un simple trayecto de autobús, en un simple cruce sobre la acera o en cualquier otra situación igualmente absurda. Pero no soy tan estúpido como para ignorar que no me he enamorado en absoluto, y que lo único que sucede aquí es una vuelta de tuerca más al inocente juego de imaginar lo que podría ser y no será. Ahora mismo podría levantarme y sortear la azarosa travesía de los seis metros que me separan de su mesa, con pasos torpes que mal intenten simular seguridad, llegarme hasta ella y mirarle a los ojos. Tal vez sea ese el momento en que, por primera vez en la vida, tenga algo inteligente que decir, en que asome a mis labios la frase correcta, el encantamiento que logre mover la roca a la puerta de la cueva. Tal vez, imagino con cándida imbecilidad, mi grisura encierre algo que le pueda despertar curiosidad.
Comienzan a levantar las mesas, el café está a punto de cerrar y nuestra historia se despeña en la inminencia del olvido, nuestro romance que sí, fue un tanto breve, pero no por eso ha quedado exento de un adiós tan doloroso como el que más. Me quedo inmóvil en mi silla, preguntándome qué fue lo que falló, rebuscando en los detalles de nuestro pasado qué fue lo que hice mal. Supongo que el primer error y el más grande de todos los que cometí con ella fue enamorarme de un perfil un cabello y una mano; el segundo, no habérselo dicho. Dejo unas monedas sobre la mesa y salgo a la calle solitaria sin mirar atrás.
Comienzan a levantar las mesas, el café está a punto de cerrar y nuestra historia se despeña en la inminencia del olvido, nuestro romance que sí, fue un tanto breve, pero no por eso ha quedado exento de un adiós tan doloroso como el que más. Me quedo inmóvil en mi silla, preguntándome qué fue lo que falló, rebuscando en los detalles de nuestro pasado qué fue lo que hice mal. Supongo que el primer error y el más grande de todos los que cometí con ella fue enamorarme de un perfil un cabello y una mano; el segundo, no habérselo dicho. Dejo unas monedas sobre la mesa y salgo a la calle solitaria sin mirar atrás.
jueves, 3 de marzo de 2011
minería 2011, sobre lo aburrida que es una feria de libros sin plata y sin agallas para robar
Como sucede cada año, al salir de ahí, con las pocas y humildes presas que logré cazar -y que seguramente no habré de leer, como ha sucedido con las presas de los años anteriores-, prometí al cielo no volver el año siguiente, ritual que también se repite cada año. La feria del libro de Minería es la mayor cita editorial para esta ciudad, superando en glamour a la feria del zócalo, más linda porque se puede fumar, y a las pequeñas ferias de saldos que de un tiempo para acá viene organizando Paco Taibo, y para los parias que no contamos con la plata suficiente para pagarnos la vuelta a tierras cristeras, significa la mejor alternativa para practicar algunas horas el bello deporte de morbosear libros, meterle mano a un par, y devolverlos al estante preguntando cómo mierda piensan las editoriales que les podría pagar semejante suma.
Como cada año, tal vez atraído por las muchas y los muchos que se apelotonaban a la entrada, palpé en mi bolsillo trasero el par de billetes de baja estofa que traía, espanté de un manotazo el recuerdo de la promesa que formulé la última vez, y me deje llevar por el canto de las sirenas editoras. De nuevo el inmenso stand de la unam, sólo atractivo para los entendidos; de nuevo el patio central con los grandes dinosaurios: Alfaguara, Océano, Grijalbo y vainas similares, de nuevo todo. Una vueltita rápida por los libros de academia, nomás por no dejar, y rápido lanzarse a los sitios de saldos. Ya se sabe que Siglo XXI siempre saca vejestorios nada despreciables de sus bodegas, que Planeta monta en un rincón una mesa de saldos, que Proceso pone las ediciones especiales diez varos por debajo y que en un pasillo hay un hombre gordo de gafas que remata una ensalada de cosas publicadas por Mondadori, así que sin dilación me encaminé en la peregrinación de los saldos y piojitos, únicos materiales accesibles para un bolsillo con más sueños y buenas intenciones que monedas.
La primera escala cumplió con lo previsto: tres mesas llenas de viejos estudios sobre movimientos sociales, libros de economía (zzzzzz) y uno que otro remilgo decente. En los muros, libros bonitos por los que esperaré diez años hasta que Siglo XXI los coloque en la mesa para mortales, bajo el cartelito amarillo de "ofertas". Segunda escala: Planeta. Entrando, inmediatamente a mano derecha, una veintena de títulos de Seix Barral España, interesantes y ridículamente caros, que me hacen imaginar que, por ese precio, seguro un tipo los trajo a nado por todo el Atlántico. Hola y con permiso, que mi cita está al fondo, en la mesa de sal... ¿y la mesa de saldos? ¡hijos de la chingada!, esta vez no les dio la gana sacar libros para los de a pie, y donde en años anteriores estuvo alguna cosa de Bioy Casares, de Kawabata o algún somnoliento título de historia de Crítica en cuarenta varitos, ahora no había más que bestselleros. Va ojetes, esta no se las perdonaré.
Me recobro como puedo y con mi presupuesto ridículo subo a ver a los de Proceso. Con ellos no hay falla, son banda. Bajo y veo al gordo de gafas, fiel a la cita, con su revoltura de feng shui para el baño y superación personal, pero que no deja de tener alguna cosa interesante medio escondida. Para mi pueril poder adquisitivo ahí acabó la feria. Lo demás fueron pasos ociosos entre precios de primer mundo. El pabellón de la belleza con Acantilado, Siruela y Anagrama, reservando sus encantos para billeteras más gordas y cultas que la mía; la galería de arte en las portadas de Alianza, la letra gourmet de alguna editorial española ($350 por una pequeña edición muy mona de El fantasma de Canterville, jo! supongo que lo editó el mismísimo Gutenberg en persona) y sefiní. Alfaguara con sus montañas de lo mismo pero más caro, Océano con su catálogo aburrido y a precio de oro, Tusquets con la nueva de Murakami, al mismo precio que en Gandhi. Chido.
Salgo a la calle con un librito sobre la cultura del 900, para enterarme de quien era el tal Joyce, el tal Musil y demás tales, un libro sobre los últimos conocimientos que se tienen sobre el sueño y otro de Pérez Tamayo sobre enfermedades viejas, mis salditos de Siglo XXI, y al mirarlos me pregunto si alguna vez en la vida los leeré. Conozco la respuesta. Creo que lo único que leeré son las memorias de Elenita Garro sobre la España del '37 y el de Fresán que rescaté entre los tratados doctorales del feng shui y dietas milagrosas sin dejar de comer. Caigo en la cuenta de que antes las ferias eran más chéveres, porque guardaban la expectativa de un posible robo furtivo, de esos tres segundos de descuido en que me podía hacer de alguna cosa, pero ahora soy más veterano, más cobarde y pusilánime. Me resigno, levanto a los cielos la mirada y el puño, y en silencio me prometo que no volveré al siguiente año.
sábado, 29 de enero de 2011
solitude
Canción para acompañar al Libro de la Memoria. Soledad, interpretada por Billie Holiday, en la grabación del 9 de mayo de 1941. Billie Holiday y su orquesta. Duración: tres minutos y quince segundos. Como sigue: "En mi soledad me persigues / con sueños de días pasados. / En mi soledad te burlas de mí / con recuerdos que nunca mueren ... etcétera. Con reconocimientos a D. Ellington, E. De Lange e I. Mills.
Auster, El libro de la memoria
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